En el Chile concreto de hoy, el Estado social es la mejor y más sólida respuesta a las crisis que vivimos. Ello no solo porque es expresión de un pacto político-social cuyo centro es avanzar en igualdad, sino, además, porque al expandirse la democracia, ella misma se vuelve el mejor antídoto para evitar reemplazar un miedo por otro, un odio por otro, una dictadura por otra, un régimen opresivo por otro.
El Estado social y democrático de derecho, Estado social en adelante, ha ganado en adhesión estos últimos años en Chile. Y no puede más que celebrarse. Aunque no suficiente para ganar el plebiscito del 4S, se pudo observar, como fenómeno social y político, en los 3,8 millones de personas que dieron su aprobación al texto constitucional propuesto en el pasado proceso. Quedará para la posteridad el saber su suerte si la propuesta de Estado social se hubiese votado por capítulos separados.
En ese mismo contexto, pero en la otra esquina del tablero político, se pudo observar en algunas insinuaciones favorables por parte de un sector de derecha a este concepto. Sin que explicitara su interpretación acerca del concepto de Estado social que postula, varios medios de prensa dieron cuenta de él conforme avanzaba la discusión en la pasada Convención. Lo llamativo aunque no sorprendente de esa adhesión, era que, mientras una parte de este sector le guiñaba el ojo al Estado social en los medios de prensa (1), representantes del mismo en la Convención lo votaban en contra.
Tras el plebiscito de salida del 4S, y al cabo de casi 100 días de negociaciones, el concepto de Estado social adquiere forma cierta y desemboca finalmente en el Acuerdo por Chile (2) firmado por los partidos políticos con representación parlamentaria. En un gesto generoso y en agradecimiento por los servicios prestados por Amarillos y Demócratas a la derecha, esta también los incluyó a ellos en la rúbrica que consagró el acuerdo definitivo dado a conocer a la opinión pública el pasado 12 de diciembre.
Si bien pudiera ser positivo que el nuevo proceso constitucional se inicie incluyendo la definición de Chile como Estado social y democrático de derecho, pudiera ser, también, que considerando la persistente negativa de dicho sector a los cambios estos últimos 32 años, este termine siendo un sucedáneo del Estado subsidiario, un fetiche de Estado social, otra máscara, para seguir haciendo más de lo mismo. A no dudarlo, ello solo agravaría las crisis múltiples en las que nos encontramos. La opinión pública lo percibiría como una burla; sus consecuencias, imprevisibles.
Por eso, este año 2023 que comienza a despuntar es gravitante desde el punto de vista de cuál será en último término el derrotero que seguiremos: si avanzamos hacia una nueva Constitución que reemplace a la de 1980 y dibuje un camino de solución a los problemas actuales y los desafíos que ya conviven con nosotros, o continuamos como estamos: el Gobierno por un lado intentando llevar adelante las reformas por las cuales fue electo; la derecha, bloqueándolas y dilatándolas, por el otro.
¿Podemos continuar así por los poco más de tres años que le quedan por delante al Gobierno del Presidente Boric? Sin lugar a dudas, hay más de 30 años de antecedentes para creer que sí.
Mientras tanto, respetables analistas vinculados mayormente a la ciencia jurídica nos reiteran, una y otra vez, que nos encontramos en un período de fatiga o burnout constitucional (3). Ello es cierto y no cabe más que compartir el término. Es más, este alcance es también hecho desde otros ámbitos del saber, respecto al otro burnout, el burnout social ocasionado por el mercantilismo extremo en el que transcurre la vida de millones de chilenas y chilenos, sometidos cotidianamente al miedo a la delincuencia, a las bandas armadas y al narcotráfico, a la cesantía, a no enfermarse, a jubilarse, al sobrendeudamiento y a la vejez, que pese a ser una de las demandas más claras y precisas hechas por millones de ciudadanos, continúa significando miseria segura.
A los miedos ya instalados durante décadas en nuestros cuerpos sociales, les siguen otros miedos, los inventados durante todo el transcurso del anterior proceso constitucional. Ante tanto miedo junto, incertidumbre y precariedad, no habría por qué extrañarse, entonces, que las distintas formas de miedo, actuando al unísono o por separado, se extiendan al miedo al cambio, el miedo a perder lo conseguido con tanto esfuerzo.
No podríamos negar que el sector de la sociedad al “que le ha ido bien” y ha sido “exitoso” también le teme y con justa razón a los mismos flagelos de la delincuencia, al narcotráfico y a las bandas armadas. Pero el tipo de respuesta es distinto. Acá se expresa en más bunkers, en la tendencia a aislarse cada vez más y a tener mejores guetos, cercar sus viviendas y mansiones con sofisticados sistemas de vigilancia eléctrica, poniendo más perros feroces y mejor armados guardias privados. Los más desenfadados culpan a sus compatriotas más pobres de flojera y al Estado de ineficiente y quisieran que todo aquello fuera resuelto rápidamente y con mano dura. Pasarle por encima al alicaído Estado de derecho, qué más da.
En esta interpretación, todo ello es consecuencia de un ordenamiento social agotado, que genera más discriminación y clasismo que integración social; que arroja a la vera del camino a muchos e incorpora al proclamado beneficio meritocrático a cada vez menos afortunados; que agrega poco valor a los procesos productivos; que hiperconcentra riqueza en pocas manos y se apropia del excedente social. Pero junto con ello y, por sobre todo, no construye país, por lo menos en los términos en que acá lo concebimos, es decir, con un mínimo de decencia en las relaciones sociales y económicas e integrando a sus miembros a los frutos del desarrollo, rol esencial de todo Estado democrático.
Pese a toda la evidencia científica, académica y la misma revuelta social como expresión viva del estado del arte de las relaciones sociales en el país, no solo la niegan, también la ningunean, desacreditan y criminalizan. El resultado del plebiscito de salida se asume como propio y como si se tratara de la expresión de un país satisfecho, feliz y en plena armonía.
Pero la realidad de la inmensa mayoría de quienes votaron Rechazo y que muy probablemente se manifestaron aquellos días de octubre de 2019, en nada significativo ha cambiado. Ha habido avances parciales, por supuesto, pero no los necesarios para que la certidumbre de unos pocos se transforme en la certidumbre de todos o, por lo menos, que la comiencen a visualizar.
Se trata de la realidad de sectores sociales que buscan soluciones a sus muchos problemas, las han esperado por décadas, pero al seguir siendo el sistema político incapaz de proporcionárselas, el mismo juego del gato y el ratón en el que transcurre la vida de la política institucional les sigue abriendo las puertas a soluciones populistas y autoritarias, un cierto tipo de facilismo electorero a partir del cual bastaría con llegar nuevamente al Gobierno para seguir así en el mismo juego. ¿Habrá tiempo?
La pregunta que surge entonces es, si un orden que ha producido fatiga constitucional, fatiga social y económica, puede prolongarse. La respuesta es sí, puede prolongarse. Pero al ser incapaz de integrar o “barrer hacia dentro”, como sabiamente lo resume la sabiduría popular, se vuelve inviable como sistema de convivencia.
Con todo ello en mente, lo distintivo del periodo que se abre, en el marco de un acuerdo, el Acuerdo por Chile, bastante limitado desde el punto de vista de la participación ciudadana y poca hambre democrática, será clave el rol del Estado en la arquitectura constitucional que surja de este proceso.
Habrá otros aspectos trascendentes, por cierto, pero en esta visión la principal contradicción es si seguimos atados al Estado subsidiario, remozado mucho o poco, o avanzamos hacia el Estado social como expresión jurídica, social y política de mejor democracia.
El objetivo político deseado es avanzar hacia el Estado social y democrático de derecho, porque es la forma de Estado en la que mejor convergen, en una relación de interdependencia recíproca y vital, derechos civiles y políticos individuales; derechos económicos y sociales; derechos culturales y reproductivos (4). En términos de la política de tomo y lomo, ello significa garantizarles a las mayorías el acceso a los derechos fundamentales para el desarrollo de una vida digna, sin que ello signifique el aplastamiento de las minorías. Es mejor democracia, no más poderosos fascismos.
Los derechos sociales y económicos, tales como el derecho a un salario digno, el derecho a la educación, a una vivienda, a la salud y las pensiones, así como el derecho a organizar sindicatos, federaciones de sindicatos por rama de la producción y participación de trabajadoras y trabajadores en otros espacios de toma de decisión como son los directorios de las empresas, han sido todos y cada uno de ellos movilizados desde la política y los movimientos de trabajadores acá en Chile y en el mundo entero (5). Y son componentes fundamentales del pacto social en el que se funda el Estado social.
En el Chile concreto de hoy, el Estado social es la mejor y más sólida respuesta a las crisis que vivimos. Ello no solo porque es expresión de un pacto político-social cuyo centro es avanzar en igualdad, sino, además, porque al expandirse la democracia, ella misma se vuelve el mejor antídoto para evitar reemplazar un miedo por otro, un odio por otro, una dictadura por otra, un régimen opresivo por otro.
Como concepto y modo de organización de la sociedad, el Estado social se remonta a los albores mismos de nuestra civilización: teóricamente reconoce la influencia de la antigua Grecia, el Derecho romano, el Renacimiento; el aporte de filósofos y pensadores como Rousseau, Hobbes, Locke, Kant, Marx, entre otros; y como forma de gobierno, comenzó a configurarse a partir de la confluencia de distintos procesos históricos tales como las revoluciones americana y francesa, hasta converger en el moderno Estado social o también conocido como Estado de bienestar. A su desarrollo han contribuido la aparición de nuevas técnicas y el desarrollo de las ciencias y la tecnología.
Como muy bien lo señala el jurista colombiano Luis Villar Borda, en relación con el origen del concepto de Estado social, existe una disputa legítima, “sin que en todo caso incida en su comprensión” entre quienes sostienen que su génesis está en la Revolución Francesa de febrero de 1848; cuando surge “como una fórmula de compromiso entre los partidos pequeñoburgueses y partes del movimiento obrero bajo fuerte influencia de la corriente de Owen en Inglaterra” y el socialismo utópico postulado por Louis Blanc y quienes, del otro lado, fijan su origen, tanto del Estado de derecho como del Estado social, en Alemania bajo la influencia de Lorenz von Stein, influido por las doctrinas filosóficas de Hegel. (6)
Sin desestimar la importancia histórica de la disputa, señalar que en lo que se refiere a pactos sociales que han dado lugar al Estado social en el continente europeo, en su conformación han participado sectores de la derecha política y empresarial e, incluso, como en el de Italia, lo han hecho sectores conservadores del catolicismo. Los casos más conocidos son los de Alemania y Suecia, este último liderando el bloque de los países escandinavos.
¿Por qué la derecha chilena se ha puesto al margen de estas corrientes de pensamiento que, en muchos casos, ha dado pie a la evolución de formas más civilizadas de convivencia?
Específicamente en el caso europeo, el investigador francés Thomas Piketty (7), en su trabajo Capital e Ideología, dedica un apartado completo para analizar por qué, a partir de 1980, se ha venido produciendo un estancamiento del modelo socialdemócrata. Entre las razones más importantes consigna tres: la primera, que la experiencia socialdemócrata se realizó en un número reducido de países; segunda, no haber abordado con eficacia la profunda desigualdad en el acceso a la formación y al conocimiento de parte de sectores más amplios de estas sociedades; tercero, lo adjudica a limitaciones del pensamiento socialdemócrata en relación con la fiscalidad, particularmente respecto a la fiscalidad progresiva de la propiedad.
Enseguida, Piketty señala que estas limitaciones se debieron a que las instituciones socialdemócratas fueron en realidad creadas en el contexto de la emergencia de la postguerra; nunca fueron concebidas como un todo coherente y que hubo poca difusión y aprendizaje mutuo (ídem, página 589). A pesar de sus limitaciones, sin embargo, Piketty es enfático en señalar que, con todo, se trata de las sociedades que se encuentran en mejor pie para salir del embrollo en que el capitalismo neoliberal metió al mundo.
En el caso del continente latinoamericano, si bien se conocen algunas expresiones parciales del Estado social en distintos países, en general ha sido más esquivo, o interrumpido violentamente por sucesivos golpes de Estado y quiebres institucionales a lo largo de nuestra historia. Pero, aun así, se pueden extraer algunas importantes conclusiones, especialmente del caso colombiano, que es el primer país latinoamericano en definirse constitucionalmente como Estado Social de Derecho (8).
Cabe consignar, sin embargo, que desde 1991 hasta la elección de Gustavo Petro como presidente de Colombia, en agosto de 2022, han pasado 31 años, sin que en realidad el Estado social haya avanzado en su realización. Tarea para la que con toda seguridad, en un contexto regional y mundial más complejo al del momento de su definición, el gobierno del presidente Petro hará sus mejores esfuerzos para avanzar en el sentido del Estado Social, que en definitiva significa avanzar en más y mejor democracia.
Las razones que encontramos para que la definición de Estado social en este país hermano se haya quedado en el papel, conviene esbozarlas. La primera es que la derecha colombiana es tan neoliberal como la chilena, lo que significa que su interés en la universalización de los derechos sociales es cercano a cero.
Dos, si bien es importante que la Constitución contenga en su definición el concepto de Estado social, ello resulta insuficiente si es que no continúa expresándose en un entramado jurídico que vaya dándole forma, dirección y sentido al Estado social. Tan importante como lo anterior, es la necesidad de que existan fuerzas políticas y sociales genuinamente comprometidas con hacerlo realidad.