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“El miedo de olvidar. Memorias”, un bello legado literario  del maestro Alfonso Calderón CULTURA|OPINIÓN

“El miedo de olvidar. Memorias”, un bello legado literario del maestro Alfonso Calderón

José Miguel Ruiz
Por : José Miguel Ruiz Escritor, poeta y profesor de Castellano (UC). Ha publicado, entre otros libros, “El balde en el pozo” (poesía, 1994), “Cuentos de Paula y Carolina” (narrativa, 2011) y “Gramática de nuestra lengua” (2010). Mención Honrosa en los Juegos Literarios Gabriela Mistral de la I. Municipalidad de Santiago, 1975. Primer Premio en el Concurso de Poesía de la P. Universidad Católica de Chile, 1979. Premio Municipal de Arte, Mención Literatura, de la I. Municipalidad de San Antonio (1998).
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Algo de lo que más admiro en estos escritos como al “correr de la pluma”  ̶ pinceladas certeras de una realidad que él quería que se conservara ̶ , es el “habitar poéticamente este mundo” de su autor: siempre la mirada “diferente”, comprometida, estética, de los lugares y de lo que acontece tanto en lo personal, familiar, como en lo histórico; una mirada profunda a su época.


Cuando alguien ve que el horizonte parece estar cada más cerca y ya queda menos del camino, es probable que quiera dejar algunos asuntos en buenas manos, cerrar algún círculo significativo; es lo que ocurre con el escritor, poeta, ensayista, crítico, Premio Nacional de Literatura (1998), Alfonso Calderón, quien deja parte de sus memorias a Teresa Calderón, su hija, también narradora y poeta. Un legado demasiado valioso, el que se debe atesorar y compartir en su momento, esto es, después de su muerte. 

Son las memorias del padre escritor, publicadas con el título “El miedo de olvidar”, las de quien también fuera mi profesor en un curso de poesía en los tiempos universitarios. Señalo que no tengo problema en subrayar los libros en aquellas partes que me quedan resonando porque encierran belleza, hallazgos, reminiscencias, verdad, en suma, poesía.

El asunto es que tengo muchos fragmentos destacados de este volumen y citarlos todos aquí escapa totalmente a las posibilidades de este espacio. Se refieren a los distintos lugares donde vivió don Alfonso Calderón (me cuesta quitar el “don” a quien conocí como profesor y referente intelectual): Los Ángeles, Temuco, Lautaro, San Antonio, Valparaíso, La Serena, Santiago, y en todos aquellos lugares, la vivencia poética.

Algo de lo que más admiro en estos escritos como al “correr de la pluma”  ̶ pinceladas certeras de una realidad que él quería que se conservara ̶ , es el “habitar poéticamente este mundo” de su autor: siempre la mirada “diferente”, comprometida, estética, de los lugares y de lo que acontece tanto en lo personal, familiar, como en lo histórico; una mirada profunda a su época.

Su relación con agentes  de la vida cultural chilena del siglo XX, es muy amplia, por mencionar algunos: Joaquín Edwards Bello; Ricardo Latcham, su maestro; Jorge Peña Hen, el notable músico, fundador de la primera orquesta infantil de Chile y Latinoamérica, asesinado por la Caravana de la Muerte en 1973; Teófilo Cid, Carlos Droguett, Eduardo Anguita, Braulio Arenas, Martín Cerda, Jorge Teillier, Efraín Barquero, José Donoso, Enrique Lafourcade, Luis Oyarzún, Eduardo Molina Ventura (“Le Petit Marcel”, en alusión a la admiración por Proust y París del mítico poeta, casi inédito, publicado post mortem por Editorial Overol), el pintor y arquitecto Roberto Humeres (estos tres últimos eran muy cercanos, compañeros de la llamada Cultura del Forestal, quienes solían ir a Til-Til, a Caleu, a saludar a los almendros floridos el primer domingo de agosto).

Citamos algunos fragmentos de estas memorias: “Un bello retrato de Eduardo Molina Ventura, en palabras de Enrique Lafourcade. Lo mira joven, con carácter de retrato de época, del Forestal el 48 o 49, con Luis Oyarzún y Roberto Humeres, et al.:  ´Extraño colorín panzudo y estrábico, pequeño, con voz de contratenor y cráneo lleno de liposomas a los que rebautizamos como absidiolos góticos; inteligentísimo, deslumbrante en su dialéctica, en duelos homéricos” (p. 151); “Algún día pagarán muy cara la incredulidad todos cuantos piensan que se trata de un hombre ficticio, creación de Enrique, de Eduardo Anguita, de Martín Cerda, de Braulio Arenas y del admirador suyo que se firma Alfonso Calderón” (p. 152).

Del padre agonizante, escribe: “Vi a mi padre. Dormita, con el brillo de la fiebre en sus mejillas. Afuera, el jardín se fatiga y lo ignora. Él respira lentamente, con el rostro que ha ido adoptando para hallarse en buen ánimo con la muerte. Hace un mes llamó a un sacerdote, habló largamente con él y se puso en paz. Hoy batalla sin mayor interés. Me dijo, hace un tiempo, que la ceguera la había resistido porque mamá estaba cerca. Ahora la vida carecía de interés, se volvía monótona, con un para qué seguido de otro para qué. Lo miro con dolor. Quisiera hablarle al oído”(p. 175).

Sobre la conciencia de “ser escritor”: “Recuerdo ahora, mi primer escritorio en Los Ángeles, 1943. Se trataba de una puerta vieja, lijada, sostenida por dos caballetes. Sentía que un ‘escritor’, como quería ser, debía tener dos cosas fundamentales: una biblioteca crecedora y un escritorio” (p. 206). Después de un largo e intenso periplo, concluir: “Ahora solo trabajo en aquello que me agrada, y vivo como el ratón campesino de la fábula, lejos de ceremonias y convite. […] Nunca más, así espero, soul destroying tasks. Las tareas que me destruyen se acabaron” (p. 225).

Confesiones sobre su vida y desarrollo espiritual: “Me cuesta ahora dar muerte a unas hormigas. Son parte de la naturaleza. Alabo su orden, su disciplina, su persistencia. No quiero alterar más el orden de la naturaleza” (p. 226).

La confesión de un espíritu grande y humilde a la vez, en sintonía con lo trascendente: “Yo no nací para vencedor. Solo he sido puesto en escena por alguien que mueve mis hilos. Y, sin embargo, el movimiento, como el de las alas de los ángeles, ha sido posible” (p. 234).

Y no quiero dejar de citar aquí lo siguiente, fundamental, rotundo: “Mi epitafio consistirá solo en unos versos de William Carlos Williams: ‘Hice lo que pude: adiós…’”, el que me recuerda una anécdota que escuché hace muchos años a uno de los citados en estas memorias, Roberto Humeres: Estando este becado en Francia para estudiar pintura, junto al grupo de Montparnasse, fue al taller del pintor Pierre Bonnard, al que mucho admiraba, quien se hallaba entonces pintando uno de sus cuadros. El joven artista chileno (debió de ser el año 1932), con timidez, elogió la pintura, se produjo un breve diálogo acerca del talento pictórico, y Bonnard le dijo, como al pasar, casi en un susurro, como si no fuera cierto, con la modestia del artista que solo busca afanosamente la perfección de su obra: “El talento hace lo que quiere; el genio, lo que puede…”, y continuó pintando; coincide con lo del epitafio leído… “El miedo de olvidar” es un bellísimo libro del maestro Alfonso Calderón, también desde el corazón y la poesía de su hija Teresa.

Ficha técnica:

Alfonso Calderón Squadritto, “El miedo de olvidar. Memorias”, Editorial Catalonia, Santiago de Chile, 2022.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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