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Resiliencia del sistema financiero chileno: dos preguntas fundamentales Opinión

Resiliencia del sistema financiero chileno: dos preguntas fundamentales

Nuestro mercado financiero aún conserva prácticas que en plazas más sofisticadas serían consideradas como reliquias decimonónicas o, derechamente, delitos. Pese al incremento en las exigencias legales y regulatorias, no se ha podido extirpar la sensación de que un pequeño club tiene acceso a información que el resto del mercado no. O que la independencia que se requiere en ciertos puestos es muchas veces más formal que real. O que los minoritarios no pueden generar cambios reales en las prácticas de directorios. O que el trabajo de auditores y valorizadores es cosmético. O que las capacidades del ente regulador están a años de distancia de lo que las interacciones del mercado requieren. Todas estas situaciones deben ser resueltas si queremos dar el paso desde ser simplemente un mercado seguro, a un mercado verdaderamente en la frontera en temas de transparencia.


Hay ciertas noticias que, en general, pasan inadvertidas: las buenas noticias. Son mucho más atractivas –tal vez es algún rasgo medio sociópata que llevamos dentro– las malas: los escándalos, accidentes, desastres naturales, etc. Y en el mundo financiero, pasa exactamente lo mismo, cosa que sucedió de nuevo esta semana.

El Banco Central publicó el informe de estabilidad financiera del primer semestre del año, que, tal y como estamos acostumbrados, dio cuenta de que el sistema financiero chileno se muestra resiliente frente a situaciones de mayor volatilidad externa, o riesgos derivados de cambios en precios de activos, entre otros. Y todo esto no es noticia.

Para la gran mayoría de las personas, pasa totalmente inadvertido. Sin embargo, esto es una gran noticia. Hemos logrado construir, al menos desde el punto de vista del riesgo sistémico, un sistema financiero que es capaz de absorber sin mayores problemas cambios negativos en el ciclo económico interno y externo, y que al mismo tiempo no genera en forma endógena desequilibrios tales como burbujas en precios de activos u otros.

Con esta situación creo que existen dos preguntas fundamentales que debiéramos hacernos todos quienes, de una u otra manera, formamos parte del mercado financiero. La primera tiene que ver con si estamos dispuestos a dar un paso más allá y pasar a preocuparnos con igual atención de los riesgos no sistémicos, aquellos que tienen que ver con el secretismo, la falta de transparencia, de mérito algunas veces, y otras prácticas que siguen haciendo del mercado un lugar donde parece ser factible obtener rentas de esta manera. La segunda pregunta es cómo queremos lograrlo.

Respecto del primer punto, nuestro mercado financiero aún conserva prácticas que en plazas más sofisticadas serían consideradas como reliquias decimonónicas o, derechamente, delitos. Pese al incremento en las exigencias legales y regulatorias, no se ha podido extirpar la sensación de que un pequeño club tiene acceso a información que el resto del mercado no. O que la independencia que se requiere en ciertos puestos es muchas veces más formal que real. O que los minoritarios no pueden generar cambios reales en las prácticas de directorios. O que el trabajo de auditores y valorizadores es cosmético. O que las capacidades del ente regulador están a años de distancia de lo que las interacciones del mercado requieren. Todas estas situaciones deben ser resueltas si queremos dar el paso desde ser simplemente un mercado seguro, a un mercado verdaderamente en la frontera en temas de transparencia.

La segunda pregunta es cómo lograrlo. La respuesta más obvia –pero no necesariamente la óptima– es con más y mayor regulación. Más atribuciones al fiscalizador y quemar en la plaza pública a los infractores. Pero existe otra alternativa, más estable en el tiempo, pero que requiere de valentía y compromiso. Es la vía de la apertura total a la competencia e integración del mercado con el exterior. Hoy, si bien tenemos una cuenta de capitales abierta, aún es muy difícil para inversionistas extranjeros interactuar con el mercado nacional, y eso pasa por lomos de toro regulatorios y también por la falta de un esfuerzo real entre el sector privado y público por hacerlo.

Pero si lográramos que empresas de la región usen a Chile para levantar capital, que inversionistas institucionales y de retail utilicen vehículos locales como destino de su ahorro, o que la infraestructura financiera chilena pueda ser utilizada para operaciones por terceros países, tendríamos un efecto inmediato de mayor escrutinio y control. Finalmente contaríamos con un mercado abierto, con más competencia, nuevas caras y participantes, y estándares que no podríamos tentarnos a no cumplir, simplemente por la razón de que sería un pésimo negocio hacerlo.

Pablo Correa
Economista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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