
El ciudadano retraído: la otra clave del fracaso constitucional chileno
Hoy, con dos propuestas constitucionales rechazadas y sin horizonte claro, la pregunta es cómo reconstruir la legitimidad democrática en una sociedad cruzada por la desafección.
¿Por qué fracasó el proceso constituyente en Chile? ¿Qué explica que una mayoría de la ciudadanía que en 2020 votó a favor de una nueva Constitución, con entusiasmo y esperanza, terminara en 2022 rechazando abrumadoramente la propuesta elaborada por la Convención? Durante estos años, la respuesta más común ha sido culpar a la Convención misma: a sus errores de diseño, su falta de experiencia, sus escándalos y su desconexión con “la gente”. Sin embargo, en un artículo académico recientemente publicado, proponemos mirar en otra dirección: a los votantes.
En este artículo sostenemos que la clave del rechazo no se encuentra solamente en lo que hizo la Convención, sino además en quiénes votaron. La primera etapa del proceso (plebiscito de entrada y elección de convencionales) se realizó con voto voluntario; la última, el plebiscito de salida, fue con voto obligatorio. Esa diferencia no es menor: más de seis millones de personas que no habían participado antes se incorporaron súbitamente al electorado. Y entre ellos, predominaba un tipo específico de ciudadano: el “ciudadano retraído”.
¿Quién es este ciudadano? Se trata de una persona políticamente desconectada, con escaso interés en la política, baja participación en protestas o actividades comunitarias, mínima confianza en las instituciones y una trayectoria de abstención electoral sistemática. Un tipo de ciudadano formado en los márgenes de la democracia chilena postdictadura, al calor de décadas de neoliberalismo que individualizó, fragmentó y despolitizó a la sociedad. Este grupo —que representa entre un 20% y un 25% de la población según nuestros análisis de encuestas del Barómetro de las Américas entre 2012 y 2018— no es apático por accidente: es producto de un modelo político y económico que hizo del retraimiento de lo público una forma de vida.
Este ciudadano retraído, que no participó en la gestación del proceso constituyente y que desconfía de los proyectos colectivos, se vio forzado a votar por primera vez en años cuando el sufragio pasó a ser obligatorio en 2022 precisamente para el plebiscito de salida. ¿El resultado? Un electorado ampliado que, en buena parte, no compartía ni las premisas ni los objetivos del proceso, y que terminó inclinando la balanza hacia el rechazo.
Esto no significa que la Convención haya estada exenta de problemas. La sobrerrepresentación de independientes, la falta de acuerdos transversales, el carácter maximalista del texto y episodios de frivolidad pública, ciertamente contribuyeron a erosionar su legitimidad, preparando el terreno para el voto de rechazo. Pero dejar toda la responsabilidad sobre los hombros de los convencionales es cómodo y superficial. Como argumentamos en el artículo, incluso si la propuesta hubiera sido técnicamente impecable, es probable que el resultado hubiera sido similar: el ciudadano retraído no vota por textos constitucionales, vota contra el sistema en general.
Este hallazgo tiene al menos tres implicancias importantes.
Primero, obliga a repensar la importancia de los diseños institucionales de los procesos constituyentes. Haber diseñado el plebiscito de entrada con voto voluntario y luego el de salida con voto obligatorio – decisión tomada casi por inercia durante el Acuerdo por la Paz de noviembre de 2019 – distorsionó los resultados de estos plebiscitos. El plebiscito de entrada infló la percepción de cambio radical (solo los ciudadanos comprometidos votaron) y el plebiscito de salida reforzó el status quo (obligó a los ciudadanos retraídos a votar).
Segundo, invita a mirar más allá de los ciclos electorales. El ciudadano retraído no es un fenómeno coyuntural, sino estructural. No se activa con campañas ni responde a liderazgos carismáticos. Es el síntoma de una democracia débilmente enraizada, donde el vínculo entre representación y ciudadanía ha sido sustituido por la indiferencia y el recelo. Y aunque se le obliga a votar, su voto no tiene por qué ser una señal de adhesión a la democracia: puede ser, como aquí, un voto reactivo.
Tercero, nos confronta con una ironía dolorosa. El proceso constituyente buscaba, precisamente, transformar el modelo que produjo este tipo de ciudadano. Pero fue ese mismo ciudadano —formado por la exclusión, y por la invisibilidad política— quien terminó bloqueando el intento de cambio. Así, el modelo chileno logró algo inédito: producir sujetos cuya relación con lo colectivo es tan frágil que se vuelven agentes involuntarios de su propia perpetuación.
Hoy, con dos propuestas constitucionales rechazadas y sin horizonte claro, la pregunta es cómo reconstruir la legitimidad democrática en una sociedad cruzada por la desafección. No basta con cambiar reglas ni redactar nuevos textos. Lo que está en juego es la capacidad de recuperar el sentido de lo común. Y para eso, necesitamos mirar más allá de los diagnósticos inmediatos, y atrevernos a interrogar los silencios, los rechazos y las ausencias de quienes rara vez aparecen en el centro del debate: los ciudadanos que no votan… salvo cuando los obligan.
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