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El ojo y la bala de Alfonso de Iruarrizaga en Seúl

El ojo y la bala de Alfonso de Iruarrizaga en Seúl

Julio Salviat
Por : Julio Salviat Profesor de Redacción Periodística de la U. Andrés Bello y Premio Nacional de Periodismo deportivo.
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El 24 de septiembre de 1988 el chileno subió al podio olímpico para recibir la medalla de plata por los 198 impactos logrados en los 200 platillos que habían volado en el tiro skeet.


No eran muchos los chilenos que estaban ahí, para aplaudirlo. Diez, para ser más exactos: su entrenador, Angel Marentis; el presidente del Comité Olímpico, Sergio Santander; el jefe de la delegación olímpica nacional, Eulogio Pastene; el secretario técnico, Jorge Núñez; el presidente de la Federación de Tiro al Vuelo, Ricardo Posadas; el kinesiólogo Marcelo Vargas y cuatro periodistas.

Y cuando Alfonso de Iruarrizaga subió al podio a recibir la medalla de plata del tiro skeet, los emocionados eran los testigos: él mantenía la misma serenidad que había mostrado cuando les disparaba a los platillos hasta llegar a la marca de 198 en 200 (igualando el record olímpico) y cuando destrozó 23 de los 25 en la ronda que decidió las ubicaciones finales entre los seis mejores.

Habían transcurrido 32 años desde que un deportista chileno había escalado al podio olímpico. Desde Melbourne, en 1956, hasta ahora en Seúl 92, las medallas habían sido un sueño lejano, inalcanzable.

En las prácticas De Iruarrizaga ya se había mostrado muy certero. Concentrado y preciso, había llamado la atención de los observadores, que lo incluían entre los favoritos.

En la Villa Olímpica, donde compartía con otros deportistas chilenos, también era observado con curiosidad: era tal vez el único participante olímpico que no se permitía paseos para conocer la ciudad ni salidas de compras.

Entrenaba, leía un poco, a veces los acompañaba a jugar a las cartas y descansaba.

“Vine a sacrificarme, no a turistear -le confesó a Pablo Squella, que cumplía el doble papel de competidor y enviado especial de la revista Triunfo-. Mi única preocupación era concentrarme y descansar para sacarme las dos espinas que tenía clavadas: la de Montreal, donde no pude competir, y la de Los Ángeles, donde me fue muy mal”.

La lucha por la medalla de oro fue electrizante. Terminada la primera jornada, el chileno estaba en la primera ubicación con 75 impactos en 75. El que lo seguía, el alemán oriental Axel Wegner, había marcado 73.

La ronda siguiente también fue alentadora para De Iruarrizaga. Con 74 aciertos se ubicó segundo en la serie y se mantuvo primero en la general, ahora más amagado por el alemán, que hizo blanco en los 75 platillos.

Faltaban 50 disparos para terminar la competencia de 200, y el tirador nacional sólo falló en uno, lo que aprovechó Wegner para alcanzarlo al hacer otra serie perfecta. Ambos compartían ahora el primer lugar, con 198 en 200. Detrás de ellos quedaron el estadounidense Daniel Carlisle (197), y el español Jorge Guardiola, el estealemán Juergen Raabe y el chino Weizang Zhang, los tres con 196.

Esos seis tiradores tenían que dilucidar con 25 platillos las primeras posiciones, partiendo de cero. Los puntajes anteriores sólo servían para dirimir posibles igualdades en esta etapa.

En ese preámbulo, cuando los tiradores entraban a la fase decisiva, el chileno tuvo tiempo de pensar en las diferencias con sus adversarios, ambos profesionales. Wegner recibía dos mil dólares mensuales, aparte de becas alimenticias, pasajes aéreos y viáticos. Guardiola recibía una cantidad similar. En cambio, él dedicaba un par de horas al día para entrenar, pues sus obligaciones como ingeniero civil de la Compañía Técnico Industrial lo requerían en el horario normal de cualquier empleado.

De Iruarrizaga acertó los dos primeros impactos y falló el tercero. Lo mismo le ocurrió a Wegner. En el puesto seis se le fue otro platillo al chileno, y el alemán acertó para ponerse en ventaja. De ahí en adelante, De Iruarrizaga los destrozó todos, única manera de obtener medalla. Pero Wegner tampoco falló y se quedó con la de oro. La de bronce fue para el español.

Y la de plata se vino a Chile. Era la medalla que se había escondido en Roma, Tokio, México, Munich, Montreal y Los Angeles, y que no se había ido a buscar a Moscú,. Y había aparecido -con muy pocos testigos- en esas tierras lejanas donde el sol nace cuando en Chile muere.

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