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Nombradías


Llamarse de alguna manera es algo ineludible, al menos para el ser humano y para cualquer animal querido. El nombre, ya lo han dicho muchos, es parte constitutiva del ser y cambiárselo no implica, automáticamente, reconstituirse en una entidad esencialmente diferente.

Es verdad que las personas se cambian de nombre y se lo cambian también a sus instituciones, desde los tiempos más remotos. Esto se hacía y se sigue haciendo, en algunos casos, por altas razones de estado, vanidad, venalidad o banalidad.

Los casos más llamativos y conocidos son los de los papas y de los reyes. ¿Se imaginaba usted que el papa Gregorio IX (1227-1241), se llamaba en realidad Hugolino de Segni, como un chef romano; o que Celestino IV (1241) se llamaba en realidad Godofredo Castiglione, como podría haberse llamado un jugador del Boca Juniors?

No, por supuesto que no se lo imaginaba. La tradición nos enseña que los nombres con números romanos dan altura, rango, prestancia. De allí el uso de la numeración del Imperio para las altas prelaturas y no la arábiga que es la que usamos el común de los mortales. Se imagina que Juan Pablo II se llamará Juan Pablo 2ÅŸ. No se vería bien aunque sonara igual. Esto también lo descubrieron los realizadores de las grandes producciones cinematográficas y a ninguno, hasta ahora, se le ha ocurrido colocarle a algún superfilm, por ejemplo, El Padrino 3ÅŸ o Robocop 2ÅŸ. III y II, suponen una tradición noble.

Otros pioneros fueron los artistas como Gabriela Mistral, que todos sabemos que se llamaba Lucila Godoy Alcayaga, o Pablo Neruda, que se llamaba Neftalí Reyes; o Eduardo Galeano que se llama Eduardo Hughes, pero como combatió durante largo tiempo a los gringos le pareció de mal gusto un apellido tan rubio.

También está el caso de nominados atormentados, cuyas penas podemos leer todos los días en el Diario Oficial, que han sufrido muchos años porque sus padres le han puesto Tarzán, Terencio o Espasmódico. Aunque, hay que recalcar que muchas veces estas personas se cambian la parte del nombre que uno menos se imagina como el caso de uno que se llamaba Terencio del Carmen Gaete y se lo cambió por Teresa del Carmen Gaete u otro que se llamaba Caballo González y se lo cambió por Caballo Urrutia.

Más tarde se puso de moda que los países se fueran cambiando de nombre. Primero las colonias abandonaron las denominaciones impuestas por los invasores; y así Rodesia se pasó a llamar Zimbabwe, y Tanganika, Tanzania. O Ceilán, Sri Lanka. Otros se los cambiaron despúes de procesos revolucionarios como el Alto Volta que se rebautizó como Burkina Fasso; Birmania como Myammar o Cambodia como Kampuchea. Ciudades como Lourení§o Marques pasaron a llamarse Maputo; o Saigón: Ciudad Ho Chi Minh. En fin, los ejemplos son infinitos.

Los últimos cambios de nombre los han protagonizado los partidos políticos. Los adjetivos independiente y democrático fueron introducidos como cohetes espaciales. Rápidos, ambiguos y abridores de grandes distancias entre pasados y futuros. ¿Bastará el cambio de nombre para cambiar las estructuras y contenidos de una persona, un país, o un partido político?

Es decir, ¿bastará que Terencio, se llame ahora Teresa para que sea una mujer plena, con todos sus derechos, y la gente lo asuma en la legítima condición elegida? ¿Bastará que Alto Volta se llame ahora Burkina Fasso para que dependa menos de Francia? ¿O que Saigón se llame Ho Chi Minh para que su corrupción se esfume y la ciudad recupere la dignidad perdida durante la guerra de Viet Nam?.

Antonio Tabucchi, el excepcional escritor italiano, cita en su novela La línea del horizonte, a Vladimir Jankelevitch quien afirma «El haber sido pertenece en cierto modo a un «tercer género», tan radicalmente heterogéneo del ser como del no ser».

También Tabucchi en su novela Nocturno Hindú nos narra la conversación de un viajero con el protagonista al que le dice: «¿Qué hacemos dentro de estos cuerpos».

«Tal vez viajamos en su interior», le contesta éste «Son como maletas. A lo mejor nos transportamos a nosotros mismos».

De alguna manera, los nombres que llevamos son los rótulos que en nuestros viajes por la vida lleva la maleta que nos transporta. Cambiar de nombre nos lleva a ese tercer género del que habla Jankelevitch del haber sido y del ya no ser, como diría el tango. Pero todos sabemos, y el poeta T.S. Elliot nos lo enseñó magistralmente en su poema El bautizo de los gatos, que todos los humanos tenemos varias identidades y también las instituciones y los Estados, que en el fondo están compuestos y dirigidos por personas.

Por lo tanto, cuando cada una de estas personas, países, ciudades, estados o partidos se están cambiando de nombre no están más que asumiendo una parte oculta de su personalidad o de su ser. Algo que veíamos a medias porque los árboles no dejaban ver todo el bosque. Luego, la actitud mínima del sensato, frente a estas mudas nominales, es la prudencia, la espera y la constatación de que los nombres no sean simplemente el cambio del rótulo de la maleta de que nos habla Tabucchi, sino de su contenido.

Ojalá tengamos claro que si bien el hábito no hace al monje, todo monje debe tener un nombre que lo haga transparente para que no se transforme en un fugitivo de sí mismo, que cuando nos mire a los ojos no sepamos si es él, otro, o la nada misma.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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