Ley de Prensa: la transparencia que no fue
Las leyes y disposiciones de organismos del Estado que se desarrollan en el Chile actual tienen una característica cada vez más acusada: no deben ofender a nadie (de los actores poderosos, se entiende). Una ley contra la evasión fiscal debe evitar a toda costa poner en entredicho a los evasores; una ley de reforma laboral no debe inmiscuirse torpemente en el modus operandi de las empresas; una ley de prensa debe dejar, por supuesto, intacto el statu quo de los medios de comunicación vigentes; una normativa reguladora debe regular (es evidente) lo menos posible.
Si uno compara el caso de Chile con otros países democráticos, llama la atención la enorme delicadeza de legisladores, ministros y demás personajes públicos a la hora de tomar decisiones (aun siendo inobjetablemente correctas) que afecten a los intereses socialmente más instalados. Es curioso, además, que cuando se denuncia esta obsecuencia, se acusa al que lo hace de padecer de algún tic anti empresarial, de ideologismo trasnochado, de carencia de entendimiento de lo que es la economía moderna.
Todo esto sirva de prólogo a un comentario muy puntual respecto al proyecto de Ley de Prensa recién aprobado en la Cámara de Diputados. Después de varios años de discusiones, después de diversas denuncias y condenas por parte de organismos regionales de derechos humanos, después de haber sido confinado el Estado chileno en el lazareto de los países con mayores restricciones a la libertad de expresión, al fin el proyecto logra el pase hacia el último trámite legislativo en el Senado.
Hay avances significativos, aunque todavía algo cosméticos. El más importante se refiere a las llamadas leyes de desacato (contra delitos de difamación, injuria y calumnia a diversas autoridades), que se elimina de la Ley de Seguridad del Estado, pero que permanece en el Código Penal (gracias a esta eliminación podrá volver la periodista Alejandra Matus a Chile).
Se establecen también otros logros, como que los jueces ya no podrán dictar prohibición de informar sobre alguna causa y que sólo la justicia ordinaria podrá conocer de los delitos cometidos por civiles. Se imponen también limitaciones a la concentración de los medios y se reconoce el derecho al secreto de fuente y una versión restringida de la cláusula de conciencia. Sin duda, a pesar de ser una ley hecha a trompicones, se trata de una plataforma estimable, que puede servir para desarrollos más profundos en el futuro.
Un punto que no fue aprobado del veto presidencial fue la norma que establecía que los medios periodísticos impresos registrasen su cantidad de tiraje. Puede parecer este asunto algo tangencial al tema de la libertad de prensa e incluso puede argumentarse, como lo hicieron algunos diputados, que se trata de un requisito más bien de orden comercial.
Sin embargo, detrás de esta negativa de la Cámara, existe un valor, el de la transparencia, que es una norma de juego fundamental para el desarrollo de los medios de comunicación en una sociedad libre. Los mismos que con razón critican a los organismos públicos de secretismo y de poca apertura informativa, abogan ahora por ocultar un dato fundamental, como es el del tiraje en los medios escritos o el de la audiencia en la radio.
Pero lo que resulta más extraño es el razonamiento del diario La Segunda sobre este tema. Todos sabemos que el control del tiraje por organismos neutrales es una práctica de los países más democráticos en el mundo. El número de ejemplares vendidos es un hecho objetivo que puede servir de base para decisiones comerciales, políticas, comunicacionales.
En Chile la empresa El Mercurio siempre se ha opuesto a este control y ha hecho lobby en este sentido. Lo curioso es que La Segunda afirme que el número de ejemplares de los medios escritos es un «antecedente equívoco y parcial que será sustituido por un perfeccionamiento de los estudios de lectoría que sí pueden dar una imagen real de su alcance e influencia».
Es decir, La Segunda considera equívoco un dato tan duro y básico como el número de ejemplares y lo quiere sustituir por estudios (que se consideran mucho más serios) de número de lectores que suponen apreciaciones evidentemente mucho más discutibles e incluso más manipulables.
Se trata aquí de nuevo de evitar una norma totalmente razonable en una sociedad que se dice liberal y transparente, para no herir supuestos intereses de empresas que tienen una gran proyección sobre los legisladores que estaban votando.
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