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¿Obediencia o desobediencia al FMI?

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No basta la cantidad, y hay que insistir en la calidad de los empleos que existen y los que se crean. Los empleos necesitan cumplir ciertos parámetros de aceptabilidad en cuanto a duración, la remuneración, la posibilidad de aprender y de progresar, las condiciones materiales que constituyen el entorno del trabajo, entre otros.


Tengo tres hijas, de 15, 12 y 6 años. Cada vez que les formulo una petición u «orden» debo fundamentar sus razones. Ello obedece a mi interés de generar en nuestra relación, a lo menos, dos dinámicas que me parecen beneficiosas en su proceso de aprendizaje y crecimiento.



La primera es la necesidad de formar personas con capacidad de deliberación y discernimiento acerca de las consecuencias de sus actos u omisiones. En palabras de Habermas, lo que busco es crear una comunidad ideal de diálogo, es decir, comunidad en la que no existe ningún tipo de coerción interna ni externa, sino sólo la del mejor argumento.



La segunda es la necesidad de fomentar en ellas un espíritu democrático, en el sentido de reconocerles su autonomía de personas en contraposición a la heteronomia que resultaría del mero ejercicio de la autoridad paterna.



Por cierto, no siempre me resulta y más de una vez termino gritando. Bueno, yo soy el padre y corresponsable de su llegada al mundo.



Esta opción, por cierto, la tienen los países y sus gobernantes a la hora de establecer el tipo de relación que desean mantener, por ejemplo, con un organismo internacional como el FMI. Valga, entonces, la analogía.



Chile hoy, al igual que en muchas otras ocasiones, nuevamente debe resolver si obedece o no a las indicaciones que nos hace el FMI en su último informe. En lo principal, este contiene dos aplicaciones derivadas de su recetario ideológico y universal. Primero, la necesidad de flexibilizar, aún más, nuestro mercado laboral, y segundo, profundizar aún más nuestro proceso de privatizaciones.



Antes de adentrarnos en la pertinencia de estas observaciones, hagamos una breve evaluación empírica de la idoneidad de nuestro prescriptor. Para ello, tomaré como referencia el último libro del Premio Nobel de Economía 2001, Joseph Stiglitz, El malestar en la globalización. En éste se nos ofrece un amplio menú para dudar razonablemente de la conveniencia de seguir este recetario.



Al respecto, Stiglitz afirma que «el resultado ha sido para muchas personas la pobreza y para muchos países el caos social y político. El FMI ha cometido errores en todas las áreas en las que ha incursionado: desarrollo, manejo de crisis y transición del comunismo al capitalismo. Los programas de ajuste estructural no aportaron un crecimiento sostenido ni siquiera a los países que, como Bolivia, se plegaron a sus rigores; en muchos países la austeridad excesiva ahogó el crecimiento; los programas económicos que tienen éxito requieren un cuidado extremo en su secuencia -el orden de las reformas- y ritmoÂ… En muchos países, los errores en secuencia y ritmo condujeron a un paro creciente y una mayor pobreza. Tras la crisis asiática de 1997, las políticas del FMI exacerbaron las convulsiones en Indonesia y Tailandia. Las reformas liberales en América Latina han tenido éxito en algunos casos, pero buena parte del resto del continente aún debe recuperarse de la década perdida para el crecimiento que siguió a los así llamados exitosos rescates del FMI a comienzos de los ’80, y muchos sufren hoy tasas de paro persistentemente elevadas aunque la inflación ha sido contenida».



Por cierto, el libro de Stiglitz es rico en evidencia empírica acerca de los errores de esta política. Por lo mismo, resulta imposible resumirlo aquí, por lo que sólo me remito a recomendar su lectura.



Sí me interesa, a propósito de la deliberación y el reclamo democrático, formular una propuesta pedagógica para abordar este debate sin la obsecuencia y el dogmatismo que han mostrado especialmente algunos actores políticos y empresariales locales frente a la recomendación de flexibilizar el mercado laboral chileno.



Asumiendo que el pleno empleo debe seguir siendo un objetivo prioritario de la política económica y social del gobierno, no se debe caer en «one model fits all» («un modelo vale para todos»). Así, el modelo neoliberal supone que los mercados de trabajo se equilibran con tal de reducir los salarios y otros costos del empleo hasta que la oferta y la demandan coincidan.



De esta manera se podría llegar a una situación de pleno empleo si el trabajo estuviera desprotegido por las leyes laborales y pagado a precios de mercado.



Por lo tanto, no basta la cantidad, y hay que insistir en la calidad de los empleos que existen y los que se crean. Los empleos necesitan cumplir ciertos parámetros de aceptabilidad en cuanto a duración, la remuneración, la posibilidad de aprender y de progresar y las condiciones materiales que constituyen el entorno del trabajo, entre otros.



En consecuencia, la propuesta de diferenciar el salario mínimo para los más jóvenes debe prever el efecto que ésta puede tener sobre el resto del mercado laboral. Un riesgo cierto podría ser que produzca un mero efecto de sustitución al reemplazarse trabajo de baja calificación de personas mayores con familia por otras de menor edad, sin que disminuya el desempleo y, por el contrario, sólo se genere una precarización del mismo.



Distinto sería si asociamos esta propuesta al establecimiento de contratos de aprendizaje para que los jóvenes puedan incorporarse de mejor manera al mercado laboral. Lo mismo podríamos decir respecto de los contratos a tiempo parcial, que como en el caso de Holanda, fueron un buen instrumento para incorporar a las mujeres al mercado laboral haciéndolo compatible con sus responsabilidades en el ámbito familiar, que también es de los hombres.



En el ámbito de las privatizaciones, también debemos evitar el dogmatismo de neoliberales como Lavín que terminan haciendo negocios cortoplacistas que perjudican a la población.



En definitiva, debemos evitar el exceso de ortodoxia y avanzar hacia una formulación de políticas económicas que, atendiendo nuestra realidad de país en vías de desarrollo, nos acerquen más hacia soluciones socialmente más progresistas.



* Investigador del CED, ingeniero comercial y doctor (c) en Ciencias del Management.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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