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Crisis de la Concertación: Una oportunidad para la ética pública


Una crisis inimaginable



Doce años atrás, nadie podría haberse imaginado que el esfuerzo por recuperar la democracia, concretado en la Concertación, entraría en una profunda crisis por problemas de corrupción e irregularidades en la gestión de los asuntos públicos, acercándola peligrosamente a su extinción.



De ahí la sorpresa, dolor e indignación que estos acontecimientos han provocado en la comunidad nacional, y, especialmente, en las propias filas de la alianza gobernante. Causa aún más sorpresa que una de las preocupaciones más relevantes de la dirigencia concertacionista sea la cobertura que los medios de comunicación le dan al problema, como si la magnitud y solución del mismo dependiera de la importancia que tales medios le atribuyen día a día.



Pensar de esa forma es no comprender la gravedad de lo que está sucediendo. El asunto amerita un tratamiento en profundidad, que implique dotar al país, de una vez por todas, de un verdadero sistema nacional de integridad, que opere con independencia de las tendencias políticas a cargo del gobierno, y sometido a un permanente proceso social de evaluación.



La oportunidad de la Concertación.



La referida reacción de indignación experimentada por la mayoría de la sociedad demuestra que en ella se conserva un capital ético de importancia. Casi la totalidad de la Concertación y sus dirigentes comparten este capital. Desgraciadamente, lo sucedido comprobó que no acontecía lo mismo con la minoritaria elite que controla los partidos de la alianza y el aparato estatal.



La actual crisis es, en el fondo, la crisis de esta fracción y de su estilo de hacer política y gobierno, el cual logró imponerse a lo largo de los años por diferentes razones.



En todo caso, gracias a dicho capital ético es que podemos ver el futuro con una importante cuota de optimismo. La iniciativa está en manos de la Concertación porque en ella radica la responsabilidad de superar la crisis. Se ha creado una situación sin vuelta hacia atrás, y que no admite ninguna forma de encubrimiento o devaluación de su gravedad. Al mismo tiempo, se ha abierto la posibilidad única de transparentar seria y radicalmente las prácticas del Estado, algunas con 60 años de aplicación, lo que constituye un bien para el país. En otras palabras, el quiebre sufrido representa un fuerte acicate para que la Concertación y sus integrantes se levanten nuevamente y dejen un legado de trascendencia al país.



A pesar de que los responsables son una minoría, los efectos devastadores de esta crisis se explican fundamentalmente por la violación de valores que fueron y siguen siendo constitutivos de la existencia misma de la alianza. Nos referimos a la probidad y transparencia en el manejo de los asuntos públicos, dos pilares centrales del funcionamiento de un régimen democrático real y sano. Es imposible imaginarse a la Concertación y a sus partidos integrantes sin un riguroso apego a los mismos. De ahí que los más férreos oponentes a quienes los violaron, se encuentren al interior de la propia coalición gobernante y no en la oposición de derecha.



Esto es fácil de explicar. En efecto, hay un consenso casi unánime entre los expertos en corrupción a nivel mundial, que ésta es inherente a todo régimen dictatorial. Lo anterior no significa que en las democracias no se den prácticas corruptas.



Sin embargo, ellas permiten desarrollar antídotos eficaces para combatirlas cuando se producen y mecanismos para prevenirlas. La mayoría de la actual derecha política apoyó incondicionalmente a la dictadura militar, durante diecisiete años, y con ello todas las aberraciones, perversiones y actos de sevicia que se cometieron, y cuyas secuelas aún resentimos.



Se atropelló en dicho régimen toda normativa ética propia de una sociedad civilizada. Basta recordar las reiteradas condenas de las Naciones Unidas a tales prácticas consideradas como delitos de lesa humanidad, es decir, los más graves que un ser humano puede cometer. Ahora, además, han salido a la luz pública las redes de protección creadas por los victimarios del régimen militar, en total complicidad con la oposición, cuya historia no termina aún de conocerse. Decir esto no tiene la intención de efectuar compensaciones éticas de ninguna clase.



Simplemente busca constatar ciertos hechos que aparentemente no quieren recordarse, pero que deben estar presentes al momento de evaluar en su totalidad la situación actual del país.



Por ello resulta una falacia sostener, como lo ha estado haciendo Lavín y sus partidarios, que llegó la hora de un cambio de mano del poder, de la alternancia en el poder. Tal planteamiento sería totalmente válido si quienes sustituyeran a la Concertación, creyeran efectivamente en la democracia. La historia reciente de nuestro país comprueba fehacientemente que ello no es así.



Asimismo, no debe olvidarse que la actual configuración del Estado y sus prácticas poco transparentes fueron una herencia del régimen dictatorial. La Concertación se comprometió a llevar a cabo un cambio radical en este campo y desgraciadamente no lo hizo. El quiebre que la afecta es por haber dejado de cumplir con este compromiso. La democracia no sólo permite, sino que también obliga.



No hay soluciones mesiánicas, ni generaciones que las encabecen.
Si observamos con cierta atención, podemos constatar que parte de los involucrados en las irregularidades es gente joven. Esto significa que sus años más importantes de socialización y formación transcurrieron bajo el período de la dictadura militar.



No conocieron la democracia y, menos aún, sus exigencias éticas. La política, siguiendo la ideología predominante, se les presentó como un mercado más que conquistar para implementar sus proyectos privados de vida, encontrándose totalmente legitimado el logro del éxito personal, sin importar los medios para conseguirlo.



Sería injusto sostener que todos los jóvenes han caído en la «dorada tentación» de esta ideología. Sin embargo, algunos que entraron a ocupar posiciones de poder en los partidos, por desgracia, sí que sucumbieron a ella.



Por ello, constituye un planteamiento poco inteligente pensar que la anhelada «salvación» emanará mecánicamente de un simple recambio generacional de las cúpulas partidarias. Tal recambio ya se produjo en algunos partidos y el resultado es lo que estamos viviendo. No fue bueno. El viraje radical que se necesita en estos momentos, requiere de la inteligencia, desarrollada por la experiencia, y del rigor ético que implica comprender la política como una actividad de servicio público, esencialmente altruista, lo que no es, ni puede seriamente pensarse como patrimonio privativo de ningún grupo etario. En una democracia, a servir el interés público todos están llamados. De lo contrario, dejaría de serlo.



Afortunadamente, existen en abundancia los dirigentes concertacionistas que han estructurado su quehacer político en torno a ambos elementos. Ha llegado la hora de su turno. Lo que está en juego trasciende cualquier consideración de tipo personal.



(*) Embajador, ex jefe de la Oficina Comercial para Centroamérica.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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