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La inutilidad de la palabra


«De lo que no puede hablar mejor callar», advertía Wiggenstein.. Las bombas ya están cayendo sobre Irak. Mientras no se traspasaba ese limite, la palabra tenía sentido, operaba como una frágil arma de lucha, débil pero -en todo caso- la principal que disponíamos para apelar a la razón.



Pero ¿de qué valen los discursos, cualesquiera sea el tono y su contenido, frente a la furia ya desatada de la barbarie? Cuando Bush decide convertirse en un Nerón contemporáneo que se dedica a purificar el mundo por medio de la muerte, la palabra pierde su poder. Solo vale el grito, es decir la acción.



Algo tenemos que hacer, que inventar, aunque sepamos que constituye una acción sin proporción con la insensata masacre. Una auditora radial proponía, hace unos días, boicotear el consumo de los productos símbolos del Imperio, sus hamburguesas y sus coca-colas.



Tenemos que hacer algo para crear un «fundamento a la esperanza» y no sucumbir en la melancolía y el espíritu de tragedia que crean estas decisiones delirantes.





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