Publicidad

Cambios sociales, ciudadanía y candidaturas


Como muchos dirigentes políticos han señalado, si las encuestas fueran el reflejo del comportamiento electoral efectivo, habrían ya sustituido a las elecciones. Pero, aun si no es lo mismo manifestar en un cierto momento una opción electoral hipotética que estar enfrentado a ejercer dicha opción en el secreto de la urna el día de la elección, no es menos cierto que la persistencia de ciertas tendencias en todos los estudios da cuenta, más que de opiniones, de actitudes que anticipan comportamientos efectivos y que tienen de trasfondo percepciones, expectativas y juicios de valor.



Y esto puede servir para explicar la situación actual de las candidaturas presidenciales.



Sin duda que es inédito, además de sorprendente, la existencia de dos mujeres candidatas a presidente en una misma coalición política. Pero, tanto o más interesante es el fenómeno de cómo se gestan estas candidaturas: en el pasado concertacionista, las decisiones partidarias dieron origen a liderazgos que, posteriormente, fueron refrendados por los ciudadanos; actualmente, los partidos de la Concertación se han visto forzados a refrendar las contundentes preferencias ciudadanas.



La candidatura presidencial de Aylwin, consensuada por todos los partidos que integraban la Concertación a fines de los ochenta, fue presentada a una mayoría ciudadana dispuesta a conquistar la democracia a través de quien lo hiciera posible y que, por lo tanto, respaldó este liderazgo surgido y designado por los partidos.



Posteriormente, Frei emerge de un acuerdo político que organiza unas primarias con resultado preestablecido y cuya elección termina por sintonizar con una ciudadanía proclive a darle mayoría a la Concertación con una figura más de centro que la que proponía el sector progresista con quien fue perdedor de las primarias de esas fechas, Ricardo Lagos. Éste, instalado ya como líder indiscutible de los partidos progresistas, deberá esperar su momento para acceder a la presidencia del país una vez que vence holgadamente a su oponente, Andrés Zaldívar, en unas primarias abiertas y competitivas a finales del noventa.



Todos ellos surgen dentro del sistema político, ganan su liderazgo al interior de sus respectivos partidos y son, asimismo, refrendados por la ciudadanía, en una manifiesta sintonía entre el sentido común político y el ciudadano.



Esta lógica se altera a partir del año 2000, con los cambios vividos en la última década por la sociedad chilena. Una sociedad que, habiendo acumulado crecientes espacios de libertad en los sucesivos gobiernos de la Concertación, empieza a ejercerlos con fuerza creciente, rompiendo la habitual subordinación a las decisiones de las elites políticas.



Ni la eficacia como hombres de estado de algunos dirigentes ligados a los partidos gobernantes, ni su visibilidad pública como ministros en áreas relevantes, ni el apoyo de sus partidos, logra instalar a varios de ellos (Insulza, Ravinet, Bitar, Adolfo Zaldívar) como posibles candidatos ante una opinión pública que, sistemáticamente, los posiciona detrás de dos mujeres que, al igual que varios de ellos, han adquirido visibilidad pública como ministras de estado, pero que, a diferencia de éstos, no llegaron a tales posiciones por decisiones partidarias, que no son parte de las elites que toman las decisiones políticas y que no pertenecen al elenco de los elegibles para los puestos de poder.



Precisamente, eso es lo que premia la ciudadanía en ellas. Más allá de los rasgos personales de Alvear y Bachelet, prima su condición de género en una sociedad en que las mujeres, por su marginalidad del poder, no sólo se mantienen descontaminadas de las malas evaluaciones que reciben los políticos, sino que forman parte de los sectores discriminados, identificables así con otros segmentos que sufren vetos y discriminaciones. No sólo las mujeres se identifican con estas candidaturas. También, aquéllos que saben por experiencia personal que en la sociedad existen personas de primera y segunda, en desconsideración de los méritos y esfuerzos personales.



Alvear y Bachelet exhiben la posibilidad de abrirse camino por el empeño personal, al margen de las decisiones de las elites, las mismas que, a ojos de la población, todavía fomentan la desigualdad en los accesos a las decisiones. Ambas son expresión de los cambios de la sociedad chilena y, asimismo, de los déficits que persisten en materia de igualdad social. El respaldo que concitan se basa en el hecho de que ellas son una prueba (y, por lo mismo, una esperanza) de que ese cambio es posible, por el sólo hecho de encarnar, por una parte, los cambios ocurridos y, por otra, los cambios que aún se requieren.



Y esto que fue parte de las fortalezas de Lavin, se ha ido deteriorando al actuar como líder de sus partidos en una coalición en crisis. De la imagen de ciudadano a la imagen de miembro de la elite, Lavin transita en un pié forzado para ser reconocido por sus pares políticos y, al hacerlo, se enajena el apoyo de la que fuera su base de sustentación, la ciudadanía.



Atrapada en una situación similar está Alvear quien, al igual que Lavin, descapitaliza su imagen ciudadana. Nacido su liderazgo, al igual que Bachelet, del apoyo ciudadano, debe empezar a luchar para ser legitimada por su partido hasta quedar sometida a la antigua lógica que había operado en la Concertación, aquélla en que la decisión partidaria prima sobre la voluntad ciudadana.



El resultado es previsible: a mayor involucramiento de su partido y de sus máximos dirigentes, menor adhesión de la misma ciudadanía que la miraba con simpatías. Todo lo cual contrasta con Michelle Bachelet, quien recibe desde el inicio y de manera continuada el apoyo incondicional de sus partidos que reconocen el liderazgo ciudadano de la candidata y se suman, desde atrás y con escasa visibilidad, a su campaña.



Los liderazgos son reflejo de las condiciones de la sociedad de la que emergen y lo que ha pasado es que la sociedad chilena reclama mayor horizontalidad, mayor reconocimiento al desempeño personal que al origen, mayores oportunidades para sus hijos, hombres y mujeres. Y si algo ha desacreditado a la política es que el comportamiento de los partidos y de las elites no acoge para sí estas normas que la sociedad del siglo veintiuno exige. De allí esta nueva búsqueda por liderazgos más «normales», que restituyan el sentido de proximidad entre política y ciudadanía.



Quien mejor exprese este fenómeno tendrá las más altas posibilidades de llegar a la presidencia, más allá de los planteamientos programáticos que formule. Es un asunto de credibilidad.



Clarisa Hardy. Directora Ejecutiva de la Fundación Chile 21.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias