Política energética: feudalismo empresarial y ‘favores’ del monarca Estado
Hace un milenio, los monarcas premiaban con tierras a los señores feudales a cambio de su apoyo político y militar. El nuevo feudalismo empresarial instaurado hoy por muchos Estados concede tarifas en premio por la supuesta «responsabilidad» que demostrarían las grandes empresas y conglomerados al cumplir algo tan básico a la economía de mercado como es su rol de invertir en su respectivo ámbito de acción. Pero esta encomienda de nuevo tipo encubre una realidad tan engañosa como peligrosa. Al otorgar precios artificialmente elevados para garantizar una rentabilidad por sus inversiones, los gobiernos no sólo responden a las enormes (y muy eficaces) presiones del lobby o cabildeo efectuado por los dueños y directivos empresariales. Además, fuerzan a las propias leyes del mercado al fijar tarifas por encima de su precio de equilibrio y castigar al consumidor -quien en definitiva termina financiando las abultadas rentabilidades de tales conglomerados.
Un tercer factor relevante del nuevo feudalismo -tan inquietantemente usual como sorprendentemente ignorado por la ciudadanía- es que los gobiernos incurren en una suerte de esquizofrenia entre su discurso y su práctica. Mientras con el primero invocan conceptos tales como trasparencia, horizontalidad o participación ciudadanas, en los hechos su gestión se recubre de oscurantismo, normas aceleradamente impuestas por una supuesta urgencia legislativa y escasa o nula consideración por los consumidores.
Todos y cada uno de estos ingredientes están presentes en la espiral de ambigüedades, imprecisiones e incertezas que caracteriza el marco energético vigente en los últimos años en Chile. Pero no es necesario ir ni muy atrás ni muy lejos para hallar ejemplos representativos.
Con una rapidez sorprendente, aunque sin ningún debate ni participación ciudadanos, el Gobierno ha logrado sortear en el Congreso las objeciones y condicionamientos anticipados por algunos parlamentarios al proyecto de ‘Ley Corta II’. El propósito declarado básico de la nueva normativa sería diversificar la matriz energética, pero ha terminado actuando como una compresa fría para la crisis energética que afecta al país. Concebida para responder con incentivos de largo plazo al descalce entre producción y consumo eléctricos, mucho de su contenido terminó siendo cercenado por consideraciones cortoplacistas: generar incentivos lo suficientemente poderosos como que los inversionistas desempolven sus proyectos de invertir en nuevas centrales generadoras. No importa cuáles sean los costos.
El grueso de los cambios sustantivos introducidos al texto original del proyecto obedeció a las presiones de las empresas sectoriales. Cediendo ante éstas, el Gobierno eliminó el artículo que dotaba con mayores atribuciones a la Superintendencia de Servicios Eléctricos. Los generadores argumentaron que confundía las atribuciones actuales de la Comisión Nacional de Energía (CNE) y de los Centros de Despacho de Carga (Cdec), pues suponían un intervencionismo del Estado en el sector. Y los parlamentarios accedieron a eliminar esta disposición. En su reemplazo, el texto «acordado» confiere mayores grados de autonomía a los Cdec, y para que el traje no resultase tan a la medida de las generadoras, se incorporó al directorio de éstos a las distribuidoras eléctricas.
Pero el cambio más escandaloso sufrido por el proyecto definitivo (y demostrativo de la enorme capacidad de cabildeo que continúan ejerciendo las grandes empresas del sector) ha sido la decisión de elevar el «techo» de precio para las licitaciones de suministro eléctrico de largo plazo, permitiéndose que éste pueda excederse hasta en un 35% (20% en una primera instancia y un 15% adicional, aprobado por la CNE, si se declara desierta la licitación) sobre el precio de nudo vigente.
Analistas de algunos centros académicos y de empresas consultoras han criticado que el Gobierno optase con esta reforma por forzar un incremento en los precios. Porque las alzas permitidas para estimular a que las empresas inviertan en nuevas centrales son tan desmesuradas y operan como señales a tan largo plazo (10 ó 15 años), que podrían quedar fuera de mercado en pocos meses, pues tampoco se establece un mecanismo que dé cuenta de los cambios del mercado (entre éstos, reducciones de precios). La fórmula aprobada lisa y llanamente no recoge tal posibilidad. Además, advirtieron que los nuevos precios surgidos como consecuencia del cambio a los contratos de clientes no regulados eran suficientes para alcanzar el punto de equilibrio de rentabilidad de las empresas eléctricas durante ésta y la próxima fijación tarifaria; esto es.durante una década.
Discurso y práctica
Ésta -y no la falta de suministro de gas argentino- es la verdadera razón existente detrás del alza cercana al 12% (1% desde mayo y 10% en junio) que deberemos enfrentar los consumidores. Al ministro de Economía y Energía le resultaba más fácil -más «político» ante los consumidores- endosar el incremento a causas externas (después de todo, una culpa extra del gobierno argentino pasaría inadvertida ante el torrente de críticas vertido en contra suya el último tiempo), que admitir su directa ligazón con el «muñequeo» de las generadoras eléctricas.
Sin embargo, antes de ello, a dos senadores de la propia coalición gobernante el ministro les aseguró que el sector privado sabría responder a los «incentivos» contenidos en la «Ley Corta II»‘. Esta defensa de los «incentivos» (una eufemística manera de denominar el nuevo aumento de precios eléctricos) la hizo cuando los senadores Alejandro Foxley y Carlos Ominami expresaron su temor de que las empresas generadoras no respondiesen con prontitud y en la magnitud deseada con nuevas inversiones en centrales, e hicieron ver la conveniencia de que dos empresas públicas (Codelco y Enap) fuesen autorizadas a instalar turbinas con las cuales sortear el posible desabastecimiento que enfrentaría el país los próximos dos años. El segundo también demandó una actitud más proactiva del Estado para evitar que se produzca una brecha de inversión en el segmento de generación eléctrica.
(De paso, detrás de esta soterrada disputa aflora una vez más el dilema irresuelto durante los tres gobiernos de la Concertación respecto de los límites o condiciones en que debe actuar el Estado cuando la empresa privada ha descuidado una industria o un mercado, o cuando el mal funcionamiento de éste amenaza con una perdida del bienestar general).
Horrorizado ante la posibilidad de que el Estado interviniese como inversionista en un sector que -como pocos- refleja el «feudalismo empresarial» imperante, el ministro Jorge Rodríguez aseguró que el «comportamiento responsable» demostrado por las empresas «inhibe al Gobierno de contemplar una situación donde empresas públicas cumplan roles hoy entregados al sector privado».
¿Cómo entender este discurso con una realidad que revela exactamente lo contrario? Pues han sido las empresas generadoras quienes pospusieron y condicionaron nuevas inversiones a que el Gobierno les diese un precio de la energía lo suficientemente atractivo. Tanto ha sido el «comportamiento responsable» de Endesa y las demás empresas generadoras del sector, que parte muy importante de la crisis energética actual responde a la brecha creciente entre el consumo y la capacidad de producción eléctricas, provocada porque aquéllas dejaron de invertir en el sector apenas percibieron que el precio de la energía no les era atractivo.
Tan patente ha sido este condicionamiento, que Endesa ha dicho que la fecha de puesta en operaciones de su nueva central San Isidro II -donde invertirá unos US$ 200 millones- dependía del contenido de la «Ley Corta». Y tanta su confianza de que ésta saldría tal cual eran sus deseos, que incluso antes de que el Congreso terminase de aprobar los cambios introducidos al proyecto, el gerente general de Endesa comunicaba a la junta de accionistas de la empresa que «las recientes reformas a la normativa sectorial posibilitarían a mediano plazo una alza mayor a la esperada en los precios de nudo y un mayor incentivo a los proyectos de generación de electricidad».
Sería bueno que el ministro explicase a la ciudadanía cuál es su acepción de la «responsabilidad» de las empresas eléctricas.
Trasparencia en el discurso, pero no en la práctica. El impuesto específico a los combustibles fue concebido inicialmente para financiar las carreteras, pero sigue vigente aunque todas éstas han sido privatizadas. Si el tributo era indispensable al fisco (y pocos podrían a estas alturas pensar que lo fuese cuando la recaudación asociada al sobreprecio del cobre ha sido más del doble de lo presupuestado), era un deber de la autoridad informar -mejor que ello, pedir autorización- al Congreso que el tributo sería utilizado para otros fines. Por ejemplo, para incrementar el superávit estructural a más del doble de la «regla» definida por el ministerio de Hacienda -demostrando de paso que las autoridades locales, cuando quieren, pueden ser «más papistas que el Papa»‘ (en este caso, que el FMI).
Las políticas públicas deben ser eficientes, pero también equitativas, trasparentes y oportunas. Estos últimos ámbitos han sido sin embargo claramente deficitarios en la gestión gubernativa energética. ¿Por qué el impuesto específico a las gasolinas es cuatro veces superior -y en sus precios a público un 50% más caro en relación- al diésel, si en refinería ambos cuestan casi lo mismo? Otro problema de trasparencia -que lleva asociada una barrera al ingreso de nuevas empresas al sector e implícitamente consolida a los actores dominantes- se vincula a un modelo de cálculo tarifario eléctrico que dejó de ser abierto y asequible para todo mundo, y reemplazado hace no mucho por otro que sólo pueden conocer los actuales participantes del negocio.
Las incongruencias y visibles contradicciones que de tanto en tanto afloraban al interior del aparato gubernamental respecto de la estrategia y las políticas energéticas -cuyas consecuencias soporta hoy el país- han respondido a la misma visión economicista que privilegió el corto plazo en la búsqueda de soluciones baratas (el gas argentino), despreciando argumentos esgrimidos en su momento por distintos especialistas respecto de la conveniencia de incluir otras alternativas.
Según un informe del Area de Economía y Tecnología de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, las reservas de gas argentino fueron reduciéndose sistemáticamente por sobreexplotación e insuficiente inversión en exploración. Ello redujo el horizonte de reservas desde 35 años estimados a inicios de los ’90 a 16 años en 2003. Cálculos últimos de las autoridades argentinas han acortado este horizonte a una década.
Este escenario debía ser conocido -y seguramente lo fue- por las empresas chilenas que previo a la construcción de los gasoductos incentivaron la sustitución de otros combustibles por el energético argentino (cuya adaptación de artefactos domiciliarios y de procesos industriales generó además un enorme mercado cautivo). Sobre todo cuando los contratos de abastecimiento suscritos entre las empresas productoras de gas argentino y las importadoras chilenas eran a muy largo plazo. Pero las millonarias campañas publicitarias que incentivaron el proceso de sustitución «olvidaron» advertir de este riesgo -y en definitiva engañaron por omisión- a los potenciales consumidores.
Cuesta creer que también las autoridades energéticas nacionales desconocieran este escenario. Aun si así hubiese sido, la decisión de extremar la dependencia energética; de poner todos los huevos del abastecimiento energético en una misma canasta proveedora, desechando de paso un abanico de otras posibilidades, fue gubernamental. La opción de energías alternativas no se vislumbró en Chile sino hasta cuando fue una urgencia; cuando, en uso de sus prerrogativas y del interés de su mercado, el gobierno argentino resolvió priorizar su consumo interno por encima de sus contratos de exportación.
La política energética ha revelado una conducta donde la «candidez» de las autoridades políticas, parlamentarias y reguladoras igualó -si no siguió- el juego de las empresas generadoras eléctricas. Antes ocurrió con los consorcios creados ad-hoc para trasportar y distribuir el gas natural entre los consumidores residenciales e industriales criollos. Hoy sucede con la ‘Ley Corta II’.
Nelson Soza Montiel es periodista y magíster en Economía.
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