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Equidad y desigualdad

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Digámoslo en una frase: bajo los gobiernos de la Concertación, Chile ha tenido crecimiento económico con equidad, pero no ha tenido crecimiento con igualdad. El crecimiento económico y el gasto social en democracia han significado que la pobreza y la indigencia disminuyeran a más de la mitad. Crecimiento económico y gasto social que duplicaron el presupuesto en salud y triplicaron el de educación. En ese sentido, ha habido más equidad, es decir, reconocimiento concreto de los derechos sociales de las mujeres, los niños y los jóvenes, los pobres y los indigentes. Finalmente, el crecimiento económico ha traído el acceso a vivienda, agua potable, pavimentación, electrodomésticos, celulares y un sin fin de mejoramiento de las condiciones de vida para las clases bajas y capas medias. Bien por Chile, los chilenos y su democracia más equitativa.



Pero ese crecimiento económico no ha traído igualdad en el sentido de estrechar las diferencias escandalosas, a juicio de la Conferencia Episcopal, entre los más ricos y los más pobres. Ricardo Ffrench-Davis, destacado economista, en su libro Neoliberalismo y el crecimiento con equidad, aporta la prueba: la razón entre ingresos del 20% más rico y del 20% más pobre asciende en el período 2000-2002 a 17.05, mientras que en los sesenta fue de 12.85. En su Informe de Capital Humano para Chile, José Joaquín Brunner nos recuerda que la razón entre el diez por ciento de mayores ingresos con respecto a los 10% de menores ingresos es de 66 veces en Brasil, 43 veces en Colombia, 36 veces en Chile, en España es de 9 veces y en Finlandia de 5 veces. Mal por Chile, los chilenos y su democracia inigualitaria.



¿Se puede hacer algo? ¿No resultan extremadamente persistentes las desigualdades pues hunden sus raíces en la misma condición humana, en historias centenarias y en cultura ancestrales? ¿No fracasaron los socialismos reales en edificar sociedades igualitarias? ¿La economía de mercado no supone desigualdades para acumular capital, ahorrar más e invertir masivamente?



Creo que dos experiencias históricas pueden ayudarnos a analizar la cuestión. Michel Albert lo trata en Capitalismo contra capitalismo. El francés recuerda que al desplomarse la República Democrática Alemana, en cuestión de semanas llegaron a la República Federal Alemana 700.000 refugiados del Este. Los salarios brutos per cápita eran tres veces más bajos en la RDA. El precio de bienes básicos como el pan eran cinco veces más bajos en la Alemania comunista; pero el precio de los televisores y computadores era de dos a diez veces más altos. Empresas estatales deficitarias y contaminantes deberían ser intervenidas. El desempleo aumentaría y los derechos básicos que antes garantizaban un Estado omnipotente desaparecerían. Así se calculó el costo de la reunificación en una suma estratosférica de 600 mil millones de marcos como piso a un techo de 1 billón doscientos mil millones de marcos. La pobreza se elevó al 21,6%.



Ante las quejas y temores de sus compatriotas, el Canciller alemán Khol reclamó: ¿No somos la generación que luchó siempre por la reunificación alemana? ¿No son estos los problemas que queríamos tener? ¿Pensaron que sería gratis? Y creó un Fondo para la unidad alemana de 150 mil millones de marcos. Y solicitó al Congreso alemán el aumento de impuestos para financiar la reunificación. Sólo en 1991 se transfirieron al Este más de 150 mil millones de marcos. ¿Resultado? La pobreza cayó al 2,8%. Por cierto las desigualdades se redujeron y la economía alemana fue capaz de absorber tamaño impacto. Alemania es hoy más grande y está entre las siete economías abiertas de mercado más desarrolladas del mundo.



¿Muy lejano y extremo el ejemplo? Veamos el caso de Costa Rica relatado por Carmelo Mesa-Lago en su libro Buscando un modelo económico en América Latina en el que compara Chile, Costa Rica y Chile como tres paradigmas distintos de desarrollo. Costa Rica es un país con un poco más de cuatro millones de personas y con unos buenos indicadores de desarrollo humano. De los mejores de esta región junto con Chile. La diferencia es que sus niveles de aprobación de la democracia son el doble que el de los chilenos y su desigualdad mucho menor. Durante la segunda mitad del siglo XX Costa Rica se propuso consolidar la democracia y un estado social de derecho. En 1961, el décil más rico concentraba el 46% de los ingresos. En sólo diez años, ese porcentaje cayó al 34,4%. Y en 1990 alcanzó al 31,9%. El año 2001 la pobreza era de un 21,7% y su nivel de desigualdad es el más bajo de América Latina junto con el de Uruguay.



Por cierto no estoy pidiendo que nos convirtamos en los alemanes de América Latina, ni que elevemos a los altares del dogma político – económico la experiencia de Costa Rica. Los contextos históricos y culturales son decisivos. Y, por cierto, ambas experiencias muestran también sus limitaciones. Simplemente he querido ilustrar que se puede conciliar e incluso potenciar el crecimiento económico, el combate a la pobreza y la reducción de la desigualdad.



Los chilenos, entre 1990 y 1994, crecimos a un siete por ciento anual, aumentamos impuestos, mejoramos la condición legal de los trabajadores, redujimos las desigualdades y gozamos casi de pleno empleo en un contexto internacional de bajo crecimiento económico. Si lo hicimos en aquellos tiempos, ¿por qué no podríamos hacerlo de nuevo? Si los costarricenses han podido vivir en forma más igualitaria, ¿por qué no podríamos hacerlo los chilenos también? Si los alemanes pagaron el precio de la unidad, ¿por qué los chilenos no podríamos proponernos reducir las desigualdades que nos separan?



Sergio Micco A., Director Ejecutivo, Centro de Estudios para el Desarrollo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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