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Requiem inglés


El sábado 6 de agosto, mientras media Inglaterra se encontraba aún en el bar sorbiendo cerveza amarga y cobriza y siguiendo los pormenores del fútbol y el cricket, la radio y la televisión suspendieron momentáneamente su programación lujuriosa de fin de semana para anunciar escuetamente que el parlamentario y ex ministro de Relaciones Exteriores, Robin Cook, había muerto.



Podría haberse tratado de una muerte por envenamiento. A Cook no le faltaban enemigos y más de algún colega hubiera querido aniquilar por cualquier medio a su alcance a ese hombre sombrío y refunfuñón -una suerte de Elmer Gruñón- que compensaba su notable falta de afabilidad con la franqueza y la honestidad que pocos políticos acostumbran tener en estos tiempos de pan y circo, por un lado, y, por el otro, con una capacidad de raciocinio y una claridad discursiva apabullantes, que son intangibles aún más escasos en las filas de la política-ficción contemporánea.



Cualquier colaborador del Primer Ministro hubiese dado de buena gana una pensión vitalicia con tal de sacar a esta piedra en el zapato de la Administración Blair, aún más de lo que estaba, fuera de los círculos del poder y del protagonismo de la vida pública. No, Cook no falleció revolcándose de dolor en sus aposentos, víctima de una prolongada agonía causada por la ingestión de arsénico, veneno empleado durante largos siglos por los tudores y estuardos para deshacerse de los indeseados. Cook murió, jovialmente, escalando un monte en Escocia. Pero la Muerte no conoce de estadísticas sanitarias ni de gestos nobles; la Muerte es más ciega que la Justicia. Cook falleció a los 59 años de edad y era la cara más visible de la oposición de los británicos a la invasión de Irak. Más que ningún otro parlamentario británico, este unionista hizo lo imposible para devolver la confianza de la ciudadanía en los políticos. Su dimisión como titular de Exteriores británico al despuntar la guerra con Irak es un ejemplo poco habitual de integridad moral.



Inglaterra está en pie de guerra. No sólo en el frente iraquí sino en Londres, su capital, que comienza a ser conocida por sus propios residentes como «Londonistán». La serie de atentados que ha sufrido el sistema de transporte público en los últimos meses ha polarizado las opciones políticas y a la opinión pública. Tony Blair ha anunciado una serie de medidas tendentes a apresurar los procedimientos judiciales y los juicios por terrorismo, incluyendo el establecimiento de unos polémicos tribunales secretos, y a eliminar las células vinculadas a Al Qaeda, mediante la emisión de órdenes de expulsión de inmigrantes que cometan traición e instiguen al terrorismo -que los medios ya califican de islamismo-fascismo, para asociarlo con la amenaza nazi de la Segunda Guerra Mundial-, entre la minoría mahometana. De hecho, la policía, actuando conforme a estas nuevas órdenes, ha detenido recientemente a diez personas, entre ellas algunos clérigos acusados de instigar a la violencia, y se espera que sean expulsados, de no mediar alguna apelación.



Estos clérigos mahometanos no son pan de ningún dios; como tampoco lo son los políticos cristianos Bush y Blair. La infiltración sistemática de decenas de sectas mahometanas a cargo de la policía y de los medios de comunicación revelan que sus líderes espirituales ponen siempre por delante a su propio dios (amenazador, justiciero e infalible) en lugar de otra divinidad y por supuesto en lugar del César, que representa en este caso la ley británica. Mahoma fue «el profeta de la matanza, no de la paz», señala Míster Islam, uno de estos líderes. Otro, Omar Bakri, un pez más gordo que acaba de salir con destino a Libia antes de que le cayera el guante de Scotland Yard, dijo durante su predica: «De modo que Londres está siendo atacada, …entre nosotros, durante las últimas 48 horas he sido tan feliz».



Abu Uzair, líder de la secta Saviour, dice: «Primero soy musulmán, segundo, musulmán y tercero, musulmán. Aun si soy británico, no sigo los valores del Reino Unido -sólo sigo los valores del Islám». Para Uzair la ley del país en que vive vale nada. Joyas del radicalismo más extremo, tanto como el de Bush o el de Blair que, adaptando el discurso de Uzair parecen decir: «Primero somos angloamericanos, segundo, angloamericanos», y tercero, angloamericanos. Aún si estamos en Naciones Unidas, no seguimos los valores del Consejo de Seguridad y no reconocemos el derecho internacional». La diferencia aquí es que los clérigos barbudos no son políticos, primeros ministros o presidentes a la cabeza de ejércitos republicanos o imperiales sino líderes espirituales, teológicamente torcidos, emocionalmente amargados y resentidos, y algo más cabría esperar de ellos, que de Bush y Blair casi no se puede esperar nada bueno.



En este contexto, las palabras de Robin Cook nos devuelven a un estadio de reflexión sobre temas preocupantes, no al reflejo zafio de Bush y Blair que echa a andar máquinas infernales de guerra tras un aparente golpe de martillo en la rodilla. Primero, Cook no hacía tabula rasa ni descontextualizaba el problema de la violencia de cuño radical-mahometano. Por el contrario, entendía el problema en su contexto preciso, el de la injusticia global en una era en que los agentes y las causas morales son globales; en que las minorías, si bien desperdigadas, se comunican entre sí por redes de información en su propia lengua tales como Al Jazera o la prensa en Internet. El horror sufrido por unos es retransmitido en directo a los otros. En segundo lugar, Cook entendía que ninguna nación podía meterse en el bolsillo el derecho internacional y que ningún informe de inteligencia, por exacto o apócrifo que fuera, por su carácter especulativo, podía justificar una guerra.



En una columna publicada en The Independent en marzo del pasado año, que marcaba el aniversario de la invasión de Irak a cargo de la coalición británico-estadounidense, y reproducida con motivo de su muerte por ese mismo periódico hace unos pocos días, Cook sancionaba: «Habríamos avanzado más contra el terrorismo si hubiéramos llevado paz a Palestina en lugar de guerra a Irak». Hacia el final, Cook adoptaba un tono profético, pero no aquel de la ciega convicción religiosa: «En este primer aniversario parece demasiado probable que el juicio de la Historia sea que la invasión de Irak ha sido el mayor fallo en la política exterior y de seguridad británica desde Suez». Londonistán está en guerra y ya sabemos que la primera víctima de una guerra, aparte de la verdad, es la razón. Son motivos de sobra para llevar luto.



Bath, Inglaterra.



Arturo Escandón es periodista y profesor universitario. Autor de la monografía Censura y liberalismo en Chile a partir de 1990, Centro de Estudios Latinoamericanos, Universidad Nanzan.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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