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¿De quién es Chile?

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A fines del año pasado, Colo Colo perdió la final de la Copa Sudamericana ante un muy táctico equipo mexicano. La derrota dejó muy satisfecho a un amigo. Eso sí, su estado emocional no tenía relación alguna con el juego en cuanto tal. Dudo incluso que sepa de fútbol algo más fuera de que implica una competencia entre dos equipos por introducir el balón en la portería contraria. O sea, ya sería mucho si llegara a pasar la prueba de fuego para legos: explicar qué es un fuera de juego.



Su alegría venía por motivos no futbolísticos, pero que ahora son futbolísticos. Lo siento por el enredo. Me explico: perder la final implicaba que no subirían las acciones del club y no ganarían dinero los especuladores (creo que sobre todo él estaba pensando en un accionista «muy» mayoritario). Cual hincha, cosa que no es ni de lejos, argumentaba disgustado sobre una obviedad que ha escapado a muchos: Colo Colo ya no es propiedad de sus socios. Los dueños legales son un grupo de apostadores que juegan con el azar en la Bolsa, los cuales se conocen con el respetable nombre de «inversionistas» o «accionistas». Su satisfacción ante la pérdida de la Copa, se mezclaba también con un dejo de lástima por los socios e hinchas entristecidos por una derrota en verdad ajena. Aunque en general no me simpatizan los hinchas —a quienes considero los fascistas del fútbol— y tampoco mucho esos de Colo Colo, que nunca han entendido que sólo son los tuertos del País de los Ciegos futbolistas, mi amigo logró despertar en mi algo de congoja por ellos.



A la fecha, salvo aisladas reacciones (recuerdo un atisbo de pataleo de un grupo de barristas de Universidad de Chile), ya se legitimó el que los equipos de fútbol profesional puedan ser empresas lucrativas y, específicamente, sociedades anónimas. Es más, esa forma de ver a todo tipo de organizaciones está aceptada hace años en el país. La sociedad de mercado nacional ya asimiló la ética del lucro y, cosa no menor, fue convencida del falaz axioma de la conveniencia de lo privado. Se dice que esa forma de propiedad sería más eficiente, no sólo en cuanto a la maximización de recursos, sino en cualquier otro sentido (hablo en condicional porque no sé si alguien realmente lo ha demostrado). En Chile, fundados en una cuestión formal del tipo de propiedad, no de la gestión, se ha privatizado a diestra y en realidad más a siniestra: la salud, las pensiones, las calles, la educación, el océano, el agua, los servicios básicos y hasta gran parte de la minería del cobre. El fútbol no podía quedar fuera de esta danza de millones.



La tradición neoliberal dice que la privatización sería un inexorable paso al éxito. Luego, la consecuente competencia favorece a los «consumidores», pues de forma automática se optimizaría la gestión, se desarrollarían mejores productos y se abaratarían los costos. Esa eficiencia y progreso busca conseguir la preferencia de las personas, es decir, su dinero. Lo raro es que en la realidad las empresas privadas también quiebran y ciertos equipos de fútbol, que ahora son sociedades anónimas, no han tenido un mejor rendimiento deportivo. Tampoco los privados traspasan siempre sus rebajas de costos a los precios, al contrario; ni por principio la competencia es más eficaz ni ofrece un mejor servicio, como lo probaban cotidianamente los buses amarillos en Santiago. O sea, todo indica que el «éxito» viene en gran parte por la gestión y no sólo por el tipo de propiedad, como si ello fuera algo mágico. Pero, entre los tecnócratas intentar cuestionar esa magia es un detalle estúpido o ni siquiera existe la conciencia del particular carácter de su «lógica».



En el fútbol la búsqueda de eficiencia es un argumento poderoso para cambiar el tipo de propiedad de los equipos. La tradicional conducta de muchos dirigentes que manejaban los clubes como patrones de fundo (pero sin responder con su patrimonio por sus malos manejos) es una realidad demasiado presente. Como las administraciones desastrosas quedaban impunes, se optó por la moda y por lo fácil: privatizar. Las utilidades para unos pocos lo arreglaría todo. La sed de triunfos, en un deporte marcado históricamente por los fracasos, hizo el resto. La posibilidad de platas frescas y libros de contaduría en azul, se convirtieron en sinónimo de seguros triunfos a mediano e incluso a corto plazo. Por las malas experiencias del pasado y la esperanza en el futuro, las cosas estaban dadas para entrar por la puerta ancha en la era de las sociedades anónimas deportivas.



La propiedad de los clubes ya no será de los socios, barristas o hinchas. Los gritos de los brokers del ruedo en la Bolsa acallarán a los de las gradas; la pasión por el dinero reemplazará a la pasión por el deporte. Los socios no tendrán voz y menos aún voto. A los hinchas les restará sólo ejercer el papel de público en el estadio y del canal cable que transmite los partidos. Y recen porque no les suban el precio de las entradas y la cuota del cable. Lo cual es totalmente acorde a la «modernización» de la actividad. El otro rol que se les asignará a los hinchas será el de compradores de chucherías, esas que en jerga comercial se denomina «merchandising». Otro negocio para nada despreciable.



Hace mucho habían quedado atrás esos años donde los jugadores eran los que pagaban por poder jugar en sus equipos (en un principio al «hombre económico» no le gustaba el fútbol) y en que los clubes eran organizaciones «sociales». Ahora se está dando el paso definitivo. Pareciera que, como ocurrió con tantas cosas en este país, los perjudicados terminan por convencerse que no se puede hacer nada y se entregan. O, se consuelan con el argumento de que las instituciones en cuestión serán más competitivas y eficientes si son empresas privadas lucrativas: sus equipos van a ser económicamente viables y jugarán mejor. Mas, el argumento hace temblar cuando uno, por ejemplo, piensa en las Isapre. Porque en ese como en otros tantos casos, el problema es que a los empresarios, inversionistas y accionistas no les interesa la gente. Su tema es tener utilidades.



Sin embargo, cuando se observa a un hincha gritar ante una cámara «Ä„Grande…!» y el nombre de su equipo o afirmar que su sentimiento por él es «más que una pasión», se comprende la facilidad con que se puede embaucar a tipos cuyo único objetivo en la vida es que su club gane el domingo. Pareciera que aún no se enteran de que ya no son dueños de nada, que sólo celebrarán triunfos ajenos, que sólo pagarán para que otros sí que ganen… y no hablo de victorias en la cancha. Si ya era patético que unos cretinos agredieran a personas sólo por ser seguidores de otros clubes, imagínense ahora. ¿Insultaría Ud. o, peor aún, golpearía a alguien que usa otra marca de pantalones distinta a la suya o toma una bebida diferenta a su favorita? Si ya la violencia no merecía comentarios, esto será de una estupidez superlativa.



Si siempre la hinchada ha estado al borde de ser un «fans club», con mayor razón o definitivamente ahora pasaron a serlo. Como en la hípica, celebrarán los triunfos y las ganancias de terceros. No obstante, al menos en los «burros» muchos pueden ganar dinero apostando. En el específico caso de los colocolinos, el ya megalómano grito «Ä„¿Quién es Chile?!», tendrá menos sentido todavía. Sobretodo en un país donde hace rato habría que preguntarse ¿de quién es Chile?



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Andrés Monares, antropólogo y académico

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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