Nos mezclamos moros y cristianos, judíos y palestinos, derechistas e izquierdistas, ricos y pobres, feos y lindas, en una comunión fraterna de cariño sincero, felices de abrazarnos, agradados de disfrutar el simple acto de compartir una mesa, de admirarnos por nuestros pequeños cambios físicos…
Por Gustavo Parraguez*
Primero, me tocó atender profesionalmente a Jorge González, el mítico prisionero, ícono de aquellos duros años. Con sorpresa constaté que tenemos exactamente la misma edad, 44 años, es decir somos de aquellos ochenteros puros y duros; claro, con la diferencia que por aquellos años yo era un anónimo estudiante de la Universidad de Chile, y él ya una consagrada estrella del rock nacional.
Lo segundo, fue celebrar con más de 100 compañeros de la Facultad de Derecho, todos obviamente también ochenteros de raza pura, el increíble transcurrir de veinte años del egreso (fines de 88) de nuestro último año de la carrera.
Tanto reunirme con el ídolo del rock ochentero, como compartir con mi tribu de esos años fue un sublime agrado, pero sinceramente no creo que porque aquella época haya sido especialmente feliz, sino mas bien por la alegría de que los años hayan transcurrido de buena forma para la mayor parte de ellos. Recuerdo que en ese entonces, entre varios de los que hoy compartimos un abrazo y varios vinos, solo nos desafiábamos y descalificábamos por nuestras adolescentes y distintas formas de ver el mundo, y en particular, por cómo veíamos a nuestro polarizado y deslavado país de hace cuatro lustros; con aquellos con quienes cruzamos violentas amenazas hoy revisamos fotografías de los respectivos hijos (de primeros, segundos y hasta terceros matrimonios); no hubo distinciones ni distingos, solo genuino ánimo de engarzar en aquellas determinantes cosas comunes: nuestra casa de estudio, la adolescencia, nuestra viejas tensiones y angustias, el cumplimiento o incumplimiento de viejas expectativas, y tantas otras que se escurrieron casi tan rápido como el alcohol de las mesas.
Nos mezclamos moros y cristianos, judíos y palestinos, derechistas e izquierdistas, ricos y pobres, feos y lindas, en una comunión fraterna de cariño sincero, felices de abrazarnos, agradados de disfrutar el simple acto de compartir una mesa, de admirarnos por nuestros pequeños cambios físicos y sorprendernos por nuestros avances personales. Disfrutamos los relatos de una jueza valiente, ardiente defensora de su sexualidad; chasconeamos a nuestro Fiscal Nacional, admiramos a nuestras guapas compañeras de cursos, nos cruzamos personajes anónimos y públicos.
Al terminar la jornada, más embriagado por la felicidad que por el licor, le agradecí a la rueda de la fortuna la suerte de pertenecer a ese grupo humano y me pregunté ¿que era aquello que nos ataba con tanta fuerza? ¿En qué radica ese magnetismo intenso que nuestra estrella Jorge González denominó «la fuerza de los ochenta»? Después de infructuosas especulaciones divisé por fin que la respuesta estaba en la implacable energía de nuestro sólido linaje universitario de los ochenta. Nuestra fortuna humana proviene en buena parte de habernos formados en ese resumen de Chile, que se llama Universidad de Chile. Sentí también que de alguna forma todos los que estábamos ahí portamos con orgullo la insignia de haber contribuido en parte a cambiar ese país de sombras en el que estudiamos a este actual de cordillera clara.
Y como dice la canción, «porque veinte años no es nada… «; a lo que agrego: menos para la firme voz de los ochenta.
*Gustavo Parraguez,Abogado.