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Araucanía: sangre, identidad e integración

Gabriel Angulo Cáceres
Por : Gabriel Angulo Cáceres Periodista El Mostrador
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No es cierto que los mapuches sean chilenos con poca educación o lo que es igual, chilenos salvajes que aún no se dan cuenta de que lo son. Insistir en esta tesis no sólo no nos permitirá enfrentar correctamente el problema, sino que es la receta perfecta para extremar los conflictos, irritar a…


Por Tomás Jocelyn-Holt*

Hace unos días atrás, me sorprendí con las afirmaciones del historiador Sergio Villalobos, en un artículo publicado en El Mercurio, que se titulaba «falsedades sobre la Araucanía». En esta extensa nota, Villalobos sustenta la siguiente tesis: no existe algo llamado «El Pueblo Mapuche». Todos quienes hoy se denominan de esta manera son mestizos, tan mestizos como cualquier chileno y sus supuestas reivindicaciones no serían más que actos de oportunismo o sueños indigenistas.

Quiero partir rechazando tajantemente estos dichos. En primer lugar porque son falsos. En segundo lugar porque son prejuiciosos y por fin, porque son malintencionados.

Sin embargo, si algo tiene de rescatable la exteriorización pública de esta tesis, por parte de un intelectual reputado y que ha ganado el Premio Nacional de Historia entregado, entre otros, por el Ministerio de Educación de Chile, es que evidencia, con una nitidez pocas veces vista, una forma de mirar la identidad de nuestros pueblos  originarios que ha sido dominante en nuestro país por décadas, y que peor aún , ha sido la base en la que se ha sustentado la manera como hemos sido educados la mayoría de los chilenos.

Sostiene Villalobos que no existe el pueblo mapuche, en primer lugar, porque su sangre se ha mezclado en sucesivas oleadas con la sangre, primero española y luego criolla. Esta perspectiva, permítanme, sólo tiene un nombre en español y se llama «racismo». Desde esta perspectiva, no existiría tampoco el pueblo chileno, o el mismo podría haberse visto puesto en dudas con las sucesivas «mezclas» que ha sufrido producto de oleadas migratorias. Increíblemente, Villalobos al negar la calidad de mapuches a los mestizos, niega cualquier oportunidad de identidad a cualquier etnia que no sea racialmente pura.

Sin embargo, su tesis  no se queda ahí. Continúa relatando los motivos por los que el pueblo mapuche no ha sido en el tiempo una unidad política, deteniéndose en diversos ejemplos acerca de la falta de cohesión de su gente y afirmando, en definitiva, que tras siglos de historia en común, primero bajo España, y luego bajo la República, los mapuches hábiles han logrado integrarse como verdaderos chilenos, y así progresar, mientras que los mapuches flojos, se han mantenido al margen de la civilización por su propia responsabilidad.

Al leer estas palabras, no me queda más que contrastarlas con la realidad. Es un hecho que las políticas públicas basadas en la integración del pueblo mapuche, especialmente en lo relativo a la educación, no sólo no ha cerrado la brecha que los debiera llevar, según Villalobos, naturalmente a asumirse como chilenos y abandonar discursos autonomistas, sino que ha sido justamente el acceso de los jóvenes mapuches a la educación lo que ha ido generando una creciente conciencia de pueblo que, por vías adecuadas y también por vías violentas que personalmente deploro, dan cuenta de una realidad cada día más distante.

No es cierto que los mapuches sean chilenos con poca educación o lo que es igual, chilenos salvajes que aún no se dan cuenta de que lo son. Insistir en esta tesis no sólo no nos permitirá enfrentar correctamente el problema, sino que es la receta perfecta para extremar los conflictos, irritar a los pueblos y dar una señal de extrema violencia hacia quienes, en primer lugar, esperan ser reconocidos en sus diferencias, en lugar de ser obligados a abdicar de las mismas como único medio de progreso.

Por el contrario, lo que podemos observar tanto desde la historia y el pasado como desde la realidad actual, es la existencia de un pueblo que vive y ha vivido en el peor de los rincones del cuadrilátero. Se le llamó a integrarse plenamente a ser chileno, pero sus rasgos, sus apellidos y su origen familiar (los mismos que Villalobos niega como señal de identidad) les han reportado, en la práctica, una  abierta discriminación desde la verdea de los chilenos. Quizás sea esta la primera prueba de que Villalobos se equivoca al intentar asimilar al campesino mapuche con el «campesino mestizo de Melipilla», pues este último, aún desde sus propias carencias, no considera al mapuche si igual, y con toda seguridad rechazaría abiertamente la afirmación de pertenecer ambos a una misma y única etnia.

En cambio, mirando hacia el futuro, cosa muy distinta es el entender que nuestros pueblos originarios, con su historia, costumbres y reivindicaciones, comparten una misma geografía con diversos otros tipos de chilenos, desde descendientes de españoles hasta de inmigrantes alemanes, italianos o suizos y que el desafío real tiene que ver con la posibilidad de convivir respetando las diferencias y haciéndonos cargo de nuestras recíprocas responsabilidades.

Fracasaremos como nación si apostamos a la integración como instrumento de paz, pues eso implicaría olvidar lecciones que, como occidentales, nos han sido legadas ya desde la vieja Antígona y se han demostrado en todos los casos de convivencia exitosa con las etnias originarias.

Negar como nación la identidad de un pueblo, es invitarlo a sentir que cualquier mensaje que provenga desde ese Estado contiene, en sí mismo, una amenaza. La amenaza del exterminio de su cultura.

Nunca he sido partidario de la violencia como medio para la solución de conflictos y este caso  no es una excepción. También se equivocan las minorías violentas que piensan con mentalidad de corto plazo en la obtención de reivindicaciones puntuales. Y por lo tanto, con la misma fuerza, se les debe recordar que en una «época negra» de nuestra historia reciente, hubo quienes reivindicaron cualquier medio de lucha en contra de un gobierno ilegítimo. En ese entonces, cuando ese gobierno torturaba y mataba, cuando ese mismo gobierno me encarcelaba a mí y a otros muchos, seguí repudiando la violencia. No sólo por esta misma convicción personal que hoy me acompaña sino porque la historia reciente demuestra que los procesos históricos importantes requieren, más que nada, de la buena voluntad de las partes y un acuerdo amplio de la sociedad.

*Tomás Jocelyn-Holt es candidato a senador por la Novena Norte.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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