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La Universidad y la profesión universitaria

Javier Barrientos G.
Por : Javier Barrientos G. Doctor en Derecho Universidad de Castilla La Mancha. Académico de número de la Academia Chilena de la Historia. Investigador Ramón y Cajal, Universidad Autónoma de Madrid.
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En los últimos años se aprecian algunos signos alentadores, pues algunas universidades, en un contexto de universalización y de competencia, han asumido ciertas políticas en cuya base se encuentra la idea de que la actividad universitaria es una profesión específica que, por ende, exige una formación propia y peculiar, que exige, igualmente, una producción científica medible con los parámetros usuales de la “universidad globalizada”.


La terca porfía de los hechos ha puesto, una vez más, ante nuestros ojos que las universidades son unos cuerpos, respecto de los que la sociedad y el estado han de tener una cierta opinión y una determinada visión política y estratégica. Si a la reciente dinámica de los hechos sucede la de una seria y sosegada discusión crítica, no debiera obviarse, junto a los temas de institucionalidad y economía universitarias y de justicia social, una cuestión que, a mi juicio, constituye una de las debilidades históricas de la cultura universitaria chilena: la “profesión universitaria”.

Si un efecto indeseado tuvo la substitución de la universidad tradicional por un cierto modelo de universidad del Estado al promediar el siglo XIX, fue el de marcar el fin de una “profesión universitaria”, es decir, de una determinada actividad que, sujeta a unas reglas varias veces centenarias, exigía una formación específica y que implicaba la dedicación exclusiva a esa actividad con la necesaria compensación económica. La segunda mitad de nuestro siglo XIX, el XX y lo que va de éste, se puede describir, tal vez con minúsculas excepciones, como la de una cultura universitaria chilena en la que dedicarse a la universidad – dedicación mayoritariamente docente y mínimamente investigadora –, constituía, por una parte, una decisión que no implicaba contar con una formación disciplinar específica y propia formalmente establecida, de modo que, por ejemplo, si se obtenía el grado de licenciado en ciencias jurídicas y sociales, ese graduado podía o dedicarse a la abogacía, a la judicatura, al notariado o a la Universidad, situación ésta muy diversa de la observada en países de una tradición cultural común a la nuestra; y, por otra, la dedicación a la universidad, representaba un ejercicio casi de liberalidad, pues no era posible vivir de ella, de manera que nuestra clase universitaria” tenía una o más actividades económicas prioritarias a las que dedicaba la mayor parte de su esfuerzo y tiempo, situación ésta que, con matices, era más marcada en algunas disciplinas que otras, por ejemplo el derecho.

[cita]En los últimos años se aprecian algunos signos alentadores, pues algunas universidades, en un contexto de universalización y de competencia, han asumido ciertas políticas en cuya base se encuentra la idea de que la actividad universitaria es una profesión específica que, por ende, exige una formación propia y peculiar, que exige, igualmente, una producción científica medible con los parámetros usuales de la “universidad globalizada”.[/cita]

En cierto modo, hemos sido capaces de mantener a la universidad desde la segunda mitad del XIX sobre la base de una clase universitaria, que ni era una “profesión”, ni un agente dedicado a una actividad económica peculiar y autosuficiente, pero que monopolizaba el acceso a ciertas profesiones y, con ello, a una vía de promoción social.

De esa característica de nuestra cultura universitaria se han seguido una serie de consecuencias que, desde que en los últimos decenios el mundo ha cruzado nuestra cordillera y hemos sido conscientes de que había vida más allá de ella, se muestran como falencias sociales graves, entre otras: a) una sociedad en la que no existe una profesión universitaria carece de un actor independiente y clave para la crítica del poder y de sus actuaciones en un estado liberal de derecho, y aquellas en las que la dedicación universitaria es compartida con otras actividades sociales genera una serie de malsanas “incompatibilidades de roles”: ¿cómo, por ejemplo, va usted desde la universidad a hacer juicio del Poder Judicial y de su actuación si, antes que como “profesor de universidad” se gana la vida como ministro de una Corte, juez, fiscal o abogado y es a esta última actividad a la que dedica su esfuerzo mayoritario?; b) carece, igualmente, de un estamento profesional dedicado activamente a la investigación, desarrollo e innovación, cuyos resultados se proyecten en las esferas pública y privada, y es esta una de las “desventajas estructurales” que hoy día determinan más decisivamente las diferencias entre unos países y otros en función del “desarrollo”, de la producción o adquisición de conocimiento y, en definitiva, de la dependencia del capital científico; c) carece, también, de un espacio adecuado y competitivo para dar cabida a sus mejores o más aplicadas “inteligencias” que, por esta ausencia, en muchas ocasiones se ven forzadas a emigrar o a redefinir su actividad profesional y, por lo mismo, no cuenta con un campo de trabajo apropiado para aquellos que, formándose fuera del país, regresan a él. Nos sorprendería saber el porcentaje de estudiantes que, becados con fondos del estado, que son de todos, al volver al país acaban dedicándose a otras actividades, generalmente privadas, por no poder insertarse, científica y económicamente, en un espacio profesional universitario, con todo lo que ello implica de malbaratar recursos públicos, pero, sobre todo, de desperdiciar capital humano intelectualmente formado y; d) carece, en fin, de un estamento profesional consciente de lo que es una universidad, de aquello que se espera socialmente de ella, y capaz de definir sus fines específicos y de gobernarla y conducirla como lo que ha sido siempre: un cuerpo que actúa por sí mismo, sin que dude de que ella ni es una sociedad mercantil, ni menos una repartición pública. Esta falta de una profesión universitaria es una de las causas que explica por qué en nuestra actual cultura universitaria, entre otras cosas, se nos haya vuelto tan común el hablar de “dueños de la universidad” o, en fin, que se entienda que pueden dirigir una universidad empresarios, accionistas y, en general, quienes no son profesionales de la universidad.

En todo caso, en los últimos años se aprecian algunos signos alentadores, pues algunas universidades, en un contexto de universalización y de competencia, han asumido ciertas políticas en cuya base se encuentra la idea de que la actividad universitaria es una profesión específica que, por ende, exige una formación propia y peculiar, que exige, igualmente, una producción científica medible con los parámetros usuales de la “universidad globalizada” y que, como contrapartida, implica que sea una actividad que, en una proporción significativa, permita económicamente a sus miembros dedicarse con exclusividad a ella.

En esta línea, cabría esperar que como sociedad, junto a las demás cuestiones que parece se decidirán, nos preguntáramos: ¿Entendemos que la universidad es sólo un espacio de formación profesional de cara al mercado de trabajo o, entendemos, también, que ella es el espacio social para la investigación, el desarrollo y la innovación?, ¿Y si la universidad es ese espacio social para la investigación, el desarrollo y la innovación, debe considerársela como foco de atención prioritaria no sólo de políticas de “educación” sino de “desarrollo”?, ¿Y si no es la universidad ese sitio, cuál debe ser? y, en fin, ¿es, y lo preguntaré con crudeza, razonable y “estratégico” que como sociedad nos permitamos que cualquiera pueda “dar clases” en una universidad y que la “profesión universitaria” quede entregada al “libre juego del mercado” o, por el contrario, es socialmente relevante y políticamente perspicaz que se asuman unos criterios de exigencia de formación profesional y de productividad que, coincidentes con los universalmente admitidos, sean exigibles a todas las universidades?

La decisión sobre el “fin de lucro” o de “mera liberalidad” no debiera ocultar que, como sociedad, debamos decidir y definir cuáles son los fines que, por sí misma, ha de perseguir la universidad en el país de hoy y de mañana.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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