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Muchas leyes, poco compromiso

Mi hijo menor, mi niño tierno, dulce y cariñoso ha sido una víctima constante de esta pústula purulenta que afea el rostro de nuestros altares. Sí, de nuestros mitos, de nuestras indulgentes visiones personales y familiares, de mi querido e íntimo círculo de amigos y afines, de aquellos con quién comparto mi vida tan decente, donde además, somos todos, algo así, como una comunidad “tan de Iglesia”, como se diría.


En los últimos años, se ha legislado de todo. Donde hay un problema, surge una ley, la ley ordena se dicte un reglamento que permitirá su adecuada aplicación; los servicios públicos encargados de fiscalizar su cumplimiento, preparan a todo vapor las órdenes de servicio y las circulares que utilizarán sus inspectores en sus actividades fiscalizadoras; se abrirá un nuevo ítem en las finanzas del Estado para la contratación de esos funcionarios, dotarlos de medios tecnológicos, habilitar oficinas, levantar estadísticas; a poco andar, habrá modificaciones porque las sanciones son de poca monta y deben endurecerse para que la ley sea finalmente efectiva y cumpla el objetivo que se propuso el legislador.

Bien, cada vez que un tema alcanza notoriedad, los parlamentarios y la bancada médica, las autoridades gubernamentales y principalmente las secretarías de Estado concernidas, los partidos políticos, las iglesias con su cartas apostólicas llamando a la sensatez, la Confech, las fuerzas vivas de la nación, moros y cristianos, romanos y cartagineses, levantan sus voces indignadas, emocionadas y clamorosas, reclamando sanciones ejemplarizadoras, que indefectiblemente otro habrá de aplicar, pues nadie parece cumplir.

Si bien me inscribo entre aquellos que creen que la majestad de la ley ha sido algo así como el predicado de nuestra cultura, el motor de nuestra nacionalidad, la sustancia vital de nuestra conformación patria, a estas alturas, estoy en el convencimiento que el desuso es el destino inmarcesible de la mayor parte de los esfuerzos legislativos. Son normas que nacen muertas porque nadie quiere hacerse cargo de lo más importante: creer en el valor de su mandato y negarse a delegar su cumplimiento.

¿Se preguntarán por qué digo esto?

Lo digo, porque se acaba de estrenar la rutilante ley que sanciona la violencia y el acoso escolar, por la cual los establecimientos educacionales quedan obligados a aquello que porfiadamente se han negado hacer en mucho tiempo, que no es otra cosa que, proponerse erradicar la violencia de sus recintos, imbricando en ese cometido a toda la comunidad escolar, profesores y estudiantes y a los grandes ausentes: los padres.

[cita]Mi hijo menor, mi niño tierno, dulce y cariñoso ha sido una víctima constante de esta pústula purulenta que afea el rostro de nuestros altares. Sí, de nuestros mitos, de nuestras indulgentes visiones personales y familiares, de mi querido e íntimo círculo de amigos y afines, de aquellos con quién comparto mi vida tan decente, donde además, somos todos, algo así, como una comunidad “tan de Iglesia”, como se diría.[/cita]

Y esto me lleva al punto que quería tratar luego de este alarmante preámbulo: mi hijo menor, mi niño tierno, dulce y cariñoso ha sido una víctima constante de esta pústula purulenta que afea el rostro de nuestros altares. Sí, de nuestros mitos, de nuestras indulgentes visiones personales y familiares, de mi querido e íntimo círculo de amigos y afines, de aquellos con quién comparto mi vida tan decente, donde además, somos todos, algo así, como una comunidad “tan de Iglesia”, como se diría.

Pues bien, una madre preocupada me escribió un sentido correo electrónico excusándose porque su hijo en conjunto con otros compañeritos, tuvieron la infeliz idea que materializaron, de agredir a mi pequeño. Consigno que no es la primera vez que lo agraden y pese al esfuerzo familiar, no hemos logrado el cese de esta cruel y persistente conducta, que sólo remite a ratos. Esta es mi respuesta:

“Mamá:

Agradezco tus palabras, ya que lo primero que debe ocurrir frente a tristes sucesos como éste, es que los padres entiendan que su ocurrencia no se puede dejar pasar, puesto que, si aspiramos a que nuestros hijos sean personas de bien, debemos estar alertas y reprimir (sancionar) estas conductas perversas, que dañan tanto al ofendido como al ofensor, a la víctima y al victimario.

Nosotros no entendemos qué ocurre con nuestro hijo, es decir, qué detona que viva reiterados episodios de esta naturaleza desde que estaba en 1º Básico. Desde entonces diversos grupos, —siempre han sido grupos unidos al efecto—, los que lo han agredido verbal y físicamente. Hemos planteado esta situación a los profesores, teniendo colaboración de algunos e indiferencia de otros que simplemente no se han hecho problema y, más bien, se han hecho “los suecos”.

El colegio de su lado (la institución), parecen haber minimizado esta situación, puesto que existe, a mi juicio, entre muchas de sus autoridades e integrantes un sentido de superioridad moral que les impide ver que una organización por más valores cristianos y humanos que diga enarbolar y profesar (en ese orden), siempre en su interior va  desarrollar conductas indebidas y contrarias al orden ético que “guiaría sus pasos”. Creer lo anterior, es soberbia y desconocer, por lo mismo, la realidad y la debilidad instalada que habita el alma humana. Esto, la Iglesia Católica lo denomina “el pecado de la acidia,” que no es otra cosa que una autocomplacencia que impide estar alerta y alertar a los demás, que demora tomar acciones para evitar el abuso, la vulneración de los derechos y la dignidad ajena, que teme a reconocer que los suyos son falibles. Por ponerlo en una frase, estamos lejos del cielo.

Lo anterior, lo digo con pleno conocimiento de causa, porque otro de nuestros hijos, que hoy estudia derecho y que espero que en el futuro honre su profesión con su conducta, hace pocos años, se tuvo que abrir paso hacia el respeto y la dignidad, a puñetazos, —lo que no queríamos sus padres—, luego de ser agredido por un grupo de matones del Colegio que lo atacaron en elevado número y terminó en la clínica con un TEC cerrado debido a que entre los muchos golpes que le propinaron, recibió (o le impartieron) una patada en el cráneo. El colegio dijo haber efectuado una investigación cuyo resultado nunca conocimos, ya que no nos quiso informar la persona que tenía a cargo la requisitoria del delito. Lo más grave, los padres de esos pobres muchachos, no fueron capaces de disculparse ni menos de comprometerse a tratar el tema con sus hijos para prevenir su repetición. Las autoridades superiores del colegio, nada dijeron, ya que creo que le temen a lo que puede suceder si la verdad aflora. Prefieren vendarse los ojos, esconder la cabeza, sellarse la boca, es un temor que paraliza. Es una comunidad religiosa con miedo: encapsulada y cuadripléjica.

¿Sabes que pasará si el bullying es tomado en serio por el colegio?

¡Nada! ¡Nada que nuestros apesadumbrados y atribulados corazones no puedan tolerar! Se podrá establecer que la violencia y el acoso estudiantil es mas frecuente de lo que se pensaba, que nuestros hijos no son todo lo buenos que creíamos, que hemos sido negligentes para su afrontamiento, que probablemente la causa de ello sea que somos cobardes porque no queremos constatar que entre nosotros, como en toda comunidad, también habita la maldad, la pereza, la cobardía, el prejuicio, la envidia y la perversión. También se podrá constatar, que esta peste (porque eso es y, altamente contagiosa, al igual que otras como el mobbing, la pedofilia, la violencia anónima y sin rostro que asola las calles del mundo y nuestro país) se ha tomado el sistema escolar, incluyendo el de los colegios católicos que detentan con orgullo esos valores que hinchan nuestros pechos y hacen flamear nuestros estandartes. Tan contagiosa es esta peste, que mi hijo, la víctima de hoy, también ha sido victimario, (se replican las conductas violentas y oprobiosas), ya que hace algún tiempo insultó de un modo inaceptable a un compañero. Sufrió el castigo correspondiente a la falta, impartido por sus propios padres, debió disculparse, pedir perdón; pero, principalmente le hicimos ver que eso que el sufrió y le dolió, también le duele y lo sufre su compañero, todo compañero, cualquier compañero.

Si no hacemos nada, ¿sabes qué puede ocurrir?

Que, cada año al comprar uniformes y útiles, debamos cotizar en las armerías de la plaza, ya que a los colegios se terminará concurriendo armados; que las pandillas ajusticien a los adversarios; que los profesores deban hacer clases tras un cristal antiproyectiles; que el colegio sea la antesala de la penitenciaría.

¿Parece exagerado?

¡Sí, lo es!, pero ¿acaso no has escuchado en las noticias, algunas versiones atenuadas de este relato terrorífico? Hechos verídicos que suceden extra muros de este afamado colegio en que estudian nuestros hijos, en Santiago de Chile, a pocos kilómetros, en sectores donde los niños viven el infierno diario, rutinario e interminable del riesgo social, donde la única instrucción real y efectiva se adquiere sistemáticamente a golpes de puño e insultos. ¡Y cómo no! Si finalmente, es un axioma de nuestra sociedad: ¡la letra con sangre entra!

¿Quién dice que la violencia, hoy anónima y sin rostro, que por cualquier razón que te imagines o sin ella, levanta barricadas y quema buses en el centro y en la periferia del otrora pacífico Santiago, no inicie su ascenso hasta la cota mil? ¿Quién dice que entre esos violentos no se encuentren finalmente nuestros propios hijos, víctimas de nuestra negligencia y comodidad?

Por lo mismo mamá, acepto tus disculpas, en la medida que te comprometas a tratar este tema con toda tu familia (nuclear y extendida), con tus amigas y amigos, con tus vecinos, con las madres y los padres del colegio, con los profesores y las autoridades del mismo, ya que con eso no estás desagraviando a mi hijo ni menos a mi persona, ¡estás protegiendo a tus hijos! “

Finalmente, digo esto, porque de qué me (te) sirve la íntima convicción, la certeza espiritual que una conducta es reprochable —como lo disponen numerosas leyes—, si al final, puesto en el deber de reprimirla, actúo como un tiburón que vela por su feroz y egoísta apetito sin importar las víctimas o, peor aún, como un cobarde que delega sus deberes, ¡por descuido, indiferencia o temor a la verdad!

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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