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Andreotti, Moro y la ‘realpolitik’ demócrata cristiana

Giovanna Flores Medina
Por : Giovanna Flores Medina Consultora en temas de derecho humanitario y seguridad alimentaria, miembro de AChEI (Asociación chilena de especialistas internacionales).
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El joven humilde de la Ciociaria jugó con su inteligencia, como ningún otro, el rol de El Príncipe. Al lado de Dio e con il Diavolo por consejero, como gustaba ironizar, sus sospechosas amistades le situaron siempre bajo la sombra de cierta criminalidad: el Vaticano, la masonería de derechas, Kissinger, los dictadores latinoamericanos y los árabes, y, por supuesto, la mafia.


Con la muerte de Giulio Andreotti este pasado 6 de mayo no sólo se cierra un ciclo de la política italiana, sino también una parte de la historia de la Democracia Cristiana internacional. Si durante cuatro décadas la DC itálica logró ser el único partido que gobernó ininterrumpidamente en toda Europa, entre 1948 y 1993, las glorias y miserias de ese paradigma se encarnan en una sola persona: Andreotti. No hay otras visiones: la suya, es una larga vida de culto al poder, de maestría en la realpolitik, que lo erigieron en el símbolo de la primera república. Siete veces presidente del consejo de ministros, el joven humilde de la Ciociaria jugó con su inteligencia, como ningún otro, el rol de El Príncipe. Al lado de Dio e con il Diavolo por consejero, como gustaba ironizar, sus sospechosas amistades le situaron siempre bajo la sombra de cierta criminalidad: el Vaticano, la masonería de derechas, Kissinger, los dictadores latinoamericanos y los árabes, y, por supuesto, la mafia. Todos siempre estuvieron conectados con él, despertando la suspicacia y la inspiración de una nutrida creatividad artística que encuentra en el film ‘Il Divo, la espectacular vida de G. Andreotti’ su máxima referencia.

Sin embargo, es su estrepitosa caída la que mayor significado tiene como síntoma —y detonador— de la decadencia del sistema político de Italia. Un largo proceso de descrédito y fragmentación que empezó hace 35 años. Fue el 9 de mayo de 1978, cuando aparece muerto, su camarada, Aldo Moro, que se abre una herida en el corazón del Estado. Su ejecución por las Brigadas Rojas, es una manifiesta advertencia contra la tesis del Compromesso Storico y el primer intento de un gobierno de coalición entre la DC y los eurocomunistas.

Entonces, Moro presidente del partido y defensor del pacto y Andreotti, que, si bien encabezaría el gobierno, nunca lo propició, se vieron finalmente enfrentados. Cada uno representó las dos formas opuestas que conflictúan a la DC hasta nuestros días. Sin preverlo, el paradigma andreottiano cimentó el camino de su destrucción. Su consecuencia más grave fue abrir las puertas al vendaval del neoliberalismo y su mirada de la política al servicio del mundo de los negocios y la concentración de la riqueza. El máximo representante de esta nueva realpolitik es Silvio Berlusconi, “Il papi”, y su modus vivendi hoy llamado por algunos como la videocracia.

[cita]El joven humilde de la Ciociaria jugó con su inteligencia, como ningún otro, el rol de El Príncipe. Al lado de Dio e con il Diavolo por consejero, como gustaba ironizar, sus sospechosas amistades le situaron siempre bajo la sombra de cierta criminalidad: el Vaticano, la masonería de derechas, Kissinger, los dictadores latinoamericanos y los árabes, y, por supuesto, la mafia.[/cita]

Giulio, el culto al poder, versus el peso moral de ‘Il caro’ Aldo

Tras el referéndum que termina con la monarquía en Italia, la DC se consolida como la mayor fuerza política y es, sobre todo, gracias a su Constitución y diseño programático que el discurso de la justicia social pasa al centro de la coyuntura pública. En ese escenario, de posguerra, las figuras de Moro y Andreotti derivaron en distintos modelos del control político, lo que inevitablemente se exportó a América. Mientras Il divo Giulio, —Belcebú o el Papa negro según ironizaban los cronistas y férreo anticomunista—, adecuó el uso del poder a cada tiempo, llevando el partido hacia el centro y el statu quo, Moro construyó un perfil antagónico.

Il caro —el querido— Aldo, abogado y editor de prensa escrita al igual que Giulio, ejerció el rol de un estratega progresista de largo aliento. Ya en la década del 40 defendía la incipiente constitucionalización de los derechos fundamentales —incluso antes de la Declaración Universal de Derechos Humanos—, la urgencia de una reforma agraria del sur del país y una nueva política penal contra la mafia. Con los años, sus posiciones fueron combatidas por los ímpetus derechistas de la corriente andreottiana, cuya predilección por el diálogo pro EE.UU, la curia vaticana y la mafia al servicio del anticomunismo se consolidará sin pudor.

Lo irreconciliable de las posiciones de ambos líderes sería evidente en la década del 70, los años de plomo, cuando las calles de Roma, Milán, Padua y Turín conocieron de los atentados terroristas. Entonces, la ciudadanía estaba convulsionada por la emergencia de la lucha armada de las Brigadas Rojas (ultraizquierda) y la acción paramilitar de Propaganda Due (P2), una selecta logia masónica de extrema derecha, que propugnaba la “transformación autoritaria del Estado”, tan cercana a la CIA como a los golpistas latinoamericanos de la época.

En esa coyuntura, Moro, jefe de gobierno en 1963 y nuevamente electo en 1976, se opuso a cualquier acercamiento con la derecha, fuera la italiana, la del resto de Europa o la norteamericana. En su diseño estratégico, seguir conciliando con esas fuerzas y mantenerse en el centro implicaba un retroceso que contrariaba los principios ideológicos de justicia social de la DC y, sobre todo, alejaría al electorado: la enorme masa “operaia” sindicalizada (obreros) y el nuevo mundo de los universitarios provenientes de la reforma educacional. Lo importante era potenciar el vínculo con esa masa crítica en ciernes, ávida de reivindicaciones y capaz de apoyar las reformas de la justicia social —según el modelo DC— sin caer en una guerra civil. Esto, ya que la grave experiencia del golpe militar de 1973 en Chile y su desenlace fatal de represión debía ser evitado en Italia, cerrando la vía violentista y más ultraderecha.

En materia internacional, Moro, fue un crítico de las intervenciones de EE.UU., ante cualquier peligro inminente de comunismo, especialmente bajo la influencia de Kissinger. En efecto, el controvertido premio nobel de la Paz recuerda en sus memorias que Moro siempre le ofreció nula amistad, siendo tan diferente a Andreotti, al que sí califica como un estrecho colaborador. Resulta así innegable que Il caro Aldo, en aquel tiempo, fue un nexo público con la resistencia demócrata cristiana e izquierda latinoamericana. En tanto, Andreotti, con intermitencia trataba el tema directamente con Licio Gelli de P2, parte de la curia vaticana más ultraderechista o con otros amigos de los gobernantes, siempre fiel a su lema “el poder se ejerce sin dejar huellas”.

La ejecución de Moro, la advertencia contra el compromesso storico y Chile

El revuelo mundial provocado por la ejecución de Moro es la mayor sombra que pesa sobre Il divo. A partir de ese 9 de mayo de 1978, queda de manifiesto el rechazo y la advertencia internacional contra cualquier propuesta programática en la DC, que incluyera las fuerzas de izquierda. En efecto, Moro fue el precursor junto a Enrico Berlinguer, fundador del eurocomunismo itálico, de un pacto de gobierno, conocido como el compromesso storico. Un estatuto de garantías mutuas de gobernabilidad, que legitimaría el paso hacia reformas sociales más definidas, y que significaba conformar, por primera vez, un consejo de ministros encabezado por el mismo Giulio Andreotti e integrado por algunos líderes comunistas. El viraje hacia la centroizquierda aseguraría un partido con mayor rendimiento electoral y legitimaría las reformas sociales ante los sectores más centristas.

Moro fue capturado el 16 de marzo de ese año, justo la mañana en que se votaba en el Parlamento la moción de confianza para dar paso al gobierno DC-comunistas, sin embargo el auto de Moro fue interceptado, muriendo su chofer y 4 escoltas. Nunca llegó a la votación. Pasaría 55 días en manos de las Brigadas Rojas, las que lo sometieron a un proceso revolucionario y finalmente lo condenaron a la ejecución. En ese tiempo no sólo se sucedieron las tratativas solicitando la absolución y entrega de 13 brigadistas rojos que estaban presos a cambio de liberar a Moro con vida, sino también se conoció, a través de sus cartas, la pugna de poder al interior de la DC. Ello, pues Andreotti y Francesco Cossiga rechazaron negociar con los captores, ya que implicaba una señal de debilidad ante los grupos anti-Estado. Hasta Yasser Arafat de la OLP se ofreció como intermediario e incluso gobiernos nórdicos le aseguraban asilo y protección al democristiano una vez que fuera liberado. Pero nada aplacó la negativa del partido y abandonaron la vía conciliadora, afirmando que debían someterse al derecho y liberarlo. Ni siquiera la carta de Pablo VI, el pontífice amigo de la elite DC, cuya desesperación lo llevó a proponer a los captores su persona en canje por la vida de su amigo, logró cambiar esa fatalidad.

Una vez que avizoró su condena, Moro optó por transparentar su crítica hacia los liderazgos del partido, anticipando la traición de sus antiguos camaradas y la destrucción de la DC. En su penúltima carta escribe sobre Andreotti: “No es mi intención volver sobre su gris carrera. Esto no es un fallo, pero se puede ser gris y honesto, se puede ser bueno y gris, pero lleno de fervor. Y bien. Es esto lo que precisamente le falta a Andreotti. Cierto, él ha podido navegar desenvueltamente entre Zaccagnini y Fanfani, imitando un De Gasperi inimitable que está a millones de años luz lejos de él. Pero le falta justamente eso, el fervor humano. Le falta ese conjunto de bondad, sabiduría, flexibilidad, y claridad que tienen, sin reservas, los pocos demócratas cristianos que hay en el mundo. Él no es de éstos. Durará un poco más o un poco menos, pero pasará sin dejar rastro”.

Por ello solicitó que sus funerales fueran privados y que no participara miembro alguno de la cúpula partidaria. Así fue. Le despidieron en dos ceremonias, una de Estado atiborrada con la socialité italiana, pero con un féretro sin cuerpo, y otra en privado con su familia y amistades, quienes nunca más se vincularon a la DC. Con los años su viuda daría a conocer detalles de las advertencias que ya habría formulado Kissinger en 1975 y 1976 a su marido, señalándole lo inconveniente, riesgoso y problemático para EE.UU. de su defensa de la opción progresista.

En Chile, el caso era seguido con atención. Aunque los hechores fueron condenados y luego absueltos, las incongruencias de sus testimonios así como la precariedad de sus medios, reflejaban que no eran los únicos autores. Las filtraciones de las indagatorias indican que la red operativa, incluía desde miembros de la P2, hasta agentes de las dictaduras militares de Videla y Pinochet, como Michael Twonley, y otros también pertenecientes a la CIA. Los mismos criminales que atentaron contra la vida de Bernardo Leighton y en Chile exterminaron a la dirección del Partido Comunista. Todo ello era el resultado de las acciones de la red Gladio y la famosa estrategia de la tensión, que tanto usaría como justificación en los 80 el mismo Andreotti para anular la crítica a su centrismo.

Estos ataques significaron un punto de inflexión en la dirigencia de la DC chilena, optando por asumir resueltamente la lucha contra la dictadura. Si bien en los primeros años de régimen militar parte de la cúpula del partido apoyó el golpe y la junta de gobierno, asumiendo la tesis de la “independencia crítica y activa”, esto ya resultaba inconcebible. Luego, el manifiesto “Una Patria para Todos”, lanzado en 1977, adquirió mayor fuerza tras la muerte Moro. Ahora de la defensa de la vía electoral contra la dictadura y la acción concertada con la izquierda, adquirían el consenso unánime. Después vendrían los tristes acontecimientos de relegaciones, atentados, desapariciones forzadas, y los homicidios selectivos, como el degollamiento del sindicalista Tucapel Jiménez o el envenenamiento del ex Presidente Eduardo Frei Montalva.

El fin de la era andreottiana y el proceso Manos Limpias

Hacia 1992 comienza un periodo de sucesivos procesos judiciales en contra de renombrados políticos de la DC y del PS, relativos a redes de corrupción y negociaciones incompatibles de gran envergadura. Ese año, Andreotti, ya devenido sucesivamente ministro de los gobiernos del socialista Bettino Craxi, estuvo a punto llegar al Quirinale, pero su ascenso fue truncado. El proceso de Palermo y Peruggia en su contra y la operación “Manos Limpias” contra líderes socialistas, que lo involucraban en la red llamada “Tangentópoli” de Milán, la ciudad de los sobornos, provocaría no sólo la desintegración de su poder, sino la del partido y, con ello, parte esencial de las bases de todo el sistema partidario de la primera república.

Muchos especulan que en cada conspiración que agitó a Italia post 1978, la mano nera fue la de Andreotti. La sucesión de homicidios, muchos de ellos, extraños suicidios y atentados incendiarios, en los cuales terminó implicado, lo situaban como una pieza clave del iter críminis: mandante, facilitador, cómplice o encubridor. Entre estos, se encontraban las muertes de Mino Pecorelli y del General Della Chiesa, vinculados a los secretos del caso Moro; la del banquero Michele Sindona envenenado mientras estaba preso; los atentados contra el senador Salvo Lima y el juez Giovanni Falcone, reconocido prosecutor antimafia. A contar de 1992 compareció simultáneamente ante los tribunales de Roma, Palermo y Peruggia, siempre por “concurso exterior en delito de asociación mafiosa”. En unos y en otros casos los mafiosos de la Cosa Nostra Gaetano Badalamenti y Gino ‘Totó Rina’ se repiten como autores intelectuales o instigadores. El onorévole, era como muchos decían un “punchudo”, un aliado que habría pactado con ellos, revelándose su jerarquía en “el saludo de beso” que habría dado a Rina. Sin embargo, cuando eso se hizo público, en una astuta jugada moralista, Il divo consiguió ser recibido por Juan Pablo II: a él también lo reverenciaba y besaba.

Aunque de todos los procesos resultó absuelto, ya por haber prescrito la acción penal, ya por no tener méritos en la causa, según sentencias de la Corte Suprema dictadas entre el 2002 y 2004, llama la atención que tales fallos efectivamente reconocieran su responsabilidad en el delito asociativo como una concreta colaboración con la mafia y su protección “paralegal”.

Andreotti conoció entonces el rechazo social y el declive del poder que detentó por 45 años.

Con la caída de Andreotti y de Craxi se agota la primera República e Italia ingresa a una etapa histórica de desorientación, pérdida de la identidad política en su proyecto país y deslegitimidad de la estructura institucional vigente. La crisis alcanza tal nivel que tras sucesivos llamados a la refundación de los partidos y del Estado, que incluso venían desde el Vaticano, el parlamento se disuelve en 1994. El soporte que brindaban los tres grandes partidos: DC, PS y PC que habiendo o no cogobernado se desintegró y el mayor perjudicado resultó ser el partido de Il divo. Las propuestas de socialdemocracia, humanismo cristiano y justicia social fueron reemplazadas por las “caras nuevas” y la apolítica, dando paso a la segunda república.

La segunda República: videocracia y nueva realpolitik

Acaso una de las expresiones más frívolas de la política actual italiana sea la videocracia. En 1993, ante un debilitado consejo de ministros y con una ciudadanía abrumada por la corruptelas llega al gobierno el empresario Silvio Berlusconi, “Il cavaliere”. Un millonario Forbes, amigo de la corriente andreottiana y antiguo aspirante a la P2, que aprovecha el vacío de poder, y se instala en el Palacio Chigui. Quizás lo que más le importe sea la consolidación de su imperio financiero, que desde Invesmedia controla la prensa escrita, la televisión, el cine, la banca y las inmobiliarias.

Berlusconi es la figura política más importante de este periodo y su aporte revolucionario es el régimen de la videocracia. La banalidad, la desideologización, la sobreexposición de su vida privada, sus conflictos de interés y la, para aquellos años, novísima derecha popular, se entremezclan en sus partidos Fuerza Italia y el Pueblo de la Libertad. El marketing lo erigió en el símbolo de la meritocracia de derechas y su nueva realpolitik: el abogado trabajólico que acompañado de velinas (bailarinas de TV) resulta electo, una y otra vez, como el parlamentario “del amor”. Ya sea vistiendo de obrero de la construcción, de campesino o de él mismo, es simplemente un rockstar. Cuatro veces jefe de gobierno, su autoridad le ha valido una triste fama mundial como el responsable de la deficitaria balanza de pagos que mantiene a Italia presa de las imposiciones de la troika en la eurozona. Sus infalibles conexiones le permiten, a pesar de haber sido destituido del gobierno en el año 2011, ser elegido senador este 2013.

Tras el fin anticipado del gobierno de Il cavaliere, asumió el tecnócrata Mario Monti, cuyas medidas de restricción al gasto social desencadenaron un choque entre la ciudadanía movilizada y la lógica operativa de los partidos. Así, al tiempo que las reivindicaciones de la justicia social eran las mismas que hace 60 años, las últimas elecciones parlamentarias de Italia, atomizaron aún más las ya reducidas fuerzas partidarias surgidas tras “Tangentópoli”. Varios analistas se preguntan si este es tiempo de dar inicio a una tercera república, a un nuevo pacto social que permita restablecer los equilibrios democráticos, la responsabilidad de las autoridades y la confianza del electorado. Ello, pues la irrupción del movimiento 5 Estrellas de Beppe Grillo, que es contrario a todos los políticos, y la exitosa reelección de Berlusconi, ponen de manifiesto que la inercia política continúa. En tanto Monti apoyado por Pier Ferdinando Casini y los herederos de la DC, no fueron exitosos, y tras abandonar el ya por años demodé discurso de “el centro del centro”, optaron por una popularísima centroizquierda, pero repleta de neoliberales. La contrapartida la ofrece la derecha popular que se apropia del discurso de la justicia social y la reforma propugnados por las anteriores fuerzas democristiana, socialista y comunista. Pareciera que todo es eslógan y que nada puede ser asegurado desde el Estado.

Lo mismo ocurre en Chile. Ahora que por años estuvo desdeñada la acción política, hoy ad portas de una elección presidencial, la derecha popular, émula de Berlusconi, tiene a su candidato Pablo Longueira proclamando con total desparpajo su apuesta “Por una patria más justa para todos”. Una verdadera impostura ideológica, cuando ha sido su estrategia neoliberal de desarrollo la que ha contribuido a concentrar la riqueza en unas pocas familias y a mercantilizar derechos como el de educación y salud, ungiendo a la precariedad laboral y el abuso de autoridad, ya en los mercados, ya en el aparato público, en la base de su poder. Tanto reclamó ante la carencia de un relato político en la derecha, que ahora se apropia de la ideología que trataba de old fashion y la desprovee de su esencia. Es sólo el envase, la carcasa.

Ciertamente, desde Italia, Andreotti y Moro marcaron a fuego a los partidos de inspiración cristiana, entregando las claves del ejercicio del poder. Mientras Moro es la figura heroica para las masas y un líder desdeñado por sus contendores debido a su ética política, la realpolitik de Andreotti es el paradigma del culto al poder, la “vicenda del eterno ganador”, una gloria que empieza y termina en él. Andreotti no dejó herederos, sólo imitadores. Su premisa de “el poder sólo desgasta a quien no lo tiene”, es capaz de deshumanizar cualquier intento por conciliar con su conducción del partido. Ahora el joven Enrico Letta, vicepresidente del Partido Democrático, fundado en el 2007 con bases democristianas, socialistas y comunistas, tras días de negociaciones, fue elegido Primer Ministro. En sus primeras declaraciones ha prometido la restauración de la república, y un nuevo pacto fundacional que erradique los feudos de la videocracia, acudiendo a la compañía de Il caro Aldo Moro y del onorévole Andreotti como consejero. Tras algunos días sin Andreotti y 35 años sin Moro, la crisis ante el vacío de poder y el averno nuevamente está en manos de un democristiano, uno que ahora no teme al compromesso storico.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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