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Funa al SIMCE: derrocando un pilar del modelo

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¿O acaso el SIMCE está midiendo la capacidad del sistema para ayudar a los niños en su desarrollo ético, moral y artístico? ¿O su capacidad de convivir de forma solidaria y democrática con otros? ¿O de participar responsable y activamente en la comunidad? Todos ellos son, aunque cueste creerlo, fines del sistema educativo definidos por la mismísima Ley General de Educación. Que el SIMCE no aporte a dichas finalidades, no es más que la constatación de que esta prueba, en lugar de ser un medio para evaluar el estado de avance hacia un fin, se ha transformado en un fin en sí mismo.


Bastó que la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios (ACES) y la Coordinadora Nacional de Estudiantes (CONES) llamasen a funar el SIMCE para que tanto el Mineduc y la Agencia de Calidad de la Educación como los medios tradicionales (El Mercurio, La Tercera) salieran a denostar, con más vehemencia que argumentos, la ofensiva de los secundarios y dedicasen editoriales completas para defender el SIMCE, uno de los bastiones que sustentan la educación de mercado.

Los medios matizaron mediáticamente dicho boicot apelando a la baja cantidad de establecimientos que adhirieron, sumado al rechazo de plegarse a esta iniciativa por parte de algunos colegios emblemáticos como el Instituto Nacional (IN). Ahora bien, ¿por qué los estudiantes del IN decidieron dar el SIMCE? ¿Acaso fue por su contribución y aporte a su proceso educativo? La razón esgrimida resultó esclarecedora: por miedo. Un miedo inducido a toda la comunidad escolar a partir de la importancia asignada al SIMCE. Directores asustados por los convenios de desempeño, profesores por los bonos SNED, apoderados por el lugar que ocupe su escuela en el ranqueo, estudiantes por la posibilidad de que su establecimiento sea cerrado. El miedo se ha transformado en un justificativo recurrente para avalar y aceptar el SIMCE, instrumento ad hoc para la implementación de una política progresiva de responsabilización de resultados, en donde el temor –a ser castigados o perder beneficios– se ha convertido en el motor del quehacer educativo.

Actualmente, la Agencia de Calidad de la Educación, mandatada por la ley n.º 20.529, está creando una metodología para clasificar colegios. Si rankear escuelas es per se aberrante, que dicho «ordenamiento» se sustente principalmente en un instrumento como el SIMCE, que no mide la calidad sino ciertos contenidos, resulta delirante. Si tomamos en consideración que los aprendizajes y resultados del SIMCE están altamente influenciados por el grupo socioeconómico (GSE) al que pertenecen los estudiantes, vemos cómo este «termómetro» no sólo resulta engañoso al promocionar como méritos lo que en gran medida deviene de una condición de privilegio, sino que además condena al desprestigio a las escuelas (en su mayoría públicas) que atienden precisamente a los sectores más vulnerables del país.

[cita]¿O acaso el SIMCE está midiendo la capacidad del sistema para ayudar a los niños en su desarrollo ético, moral y artístico? ¿O su capacidad de convivir de forma solidaria y democrática con otros? ¿O de participar responsable y activamente en la comunidad? Todos ellos son, aunque cueste creerlo, fines del sistema educativo definidos por la mismísima Ley General de Educación. Que el SIMCE no aporte a dichas finalidades, no es más que la constatación de que esta prueba, en lugar de ser un medio para evaluar el estado de avance hacia un fin, se ha transformado en un fin en sí mismo. [/cita]

Por su parte, el Mineduc encuentra en la ordenación de colegios una política idónea para justificar sus proyectos. Primeramente, incrementar la frecuencia del SIMCE, el que ya se aplica en seis ejes temáticos (Lenguaje; Matemáticas; Ciencias Naturales; Geografía y Ciencias Sociales; Inglés y Educación Física), y a estudiantes de seis niveles distintos de la educación escolar (2°, 4°, 6° y  8° básicos; 2° y  3° medios). Estos 11 años dedicados al adiestramiento se traducirán este 2014 en la aplicación de 17 evaluaciones con un costo asociado superior a los 22.000 millones de pesos, que representa un incremento del 228% desde el 2011, cuando se gastaron $6.743 millones.

De igual forma, la generación del ranking demanda respaldar otro pilar para la educación de mercado: la publicación de los resultados del SIMCE. Dicha información, permite fomentar la competencia entre escuelas, justificar la selección de estudiantes, y situar el rol de la escuela como un mero ente promotor de la reproducción y memorización de contenido. Hoy, todos los esfuerzos de la gestión educativa están más enfocados en “subir el SIMCE” que en impartir una formación integral a los estudiantes. Prueba evidente de ello es la progresiva reducción curricular que han vivido las escuelas y el uso casi exclusivo de la Jornada Escolar Completa en más horas de lenguaje y matemáticas.

Desde el gobierno, de manera casi tautológica, han repetido que el SIMCE es un mero mensajero, un termómetro que mide la calidad de la educación. Con sus declaraciones ignoran no sólo la precariedad del termómetro, sino también que éste mide una sola variable: el desarrollo de algunas competencias cognitivas. Tal como un doctor no puede quedarse sólo con la temperatura para diagnosticar qué tiene un paciente, porque terminaría recetando a sus pacientes paracetamol pudiendo padecer cáncer, las comunidades educativas no pueden reducir su labor y función pedagógica a rendir el SIMCE, prueba que se ha convertido, más que en una herramienta, en un fin en sí misma. ¿O acaso el SIMCE está midiendo la capacidad del sistema para ayudar a los niños en su desarrollo ético, moral y artístico? ¿O su capacidad de convivir de forma solidaria y democrática con otros? ¿O de participar responsable y activamente en la comunidad? Todos ellos son, aunque cueste creerlo, fines del sistema educativo definidos por la mismísima Ley General de Educación. Que el SIMCE no aporte a dichas finalidades, no es más que la constatación de que esta prueba, en lugar de ser un medio para evaluar el estado de avance hacia un fin, se ha transformado en un fin en sí mismo.

A 25 años de la creación del SIMCE, tal como la carta abierta por un nuevo sistema de evaluación educacional indica, se hace necesario que los diversos actores de la educación atendamos el llamado a repensar las herramientas de evaluación, en pos de crear instrumentos apropiados que se condigan con el concepto de educación como derecho social. Nuestro sistema educativo demanda mecanismos de evaluación pertinentes, contextualizados, emancipadores, que retroalimenten los procesos formativos, ayudando a identificar falencias curriculares, técnicas, pedagógicas, y se constituyan como instrumentos funcionales a un concepto de calidad educativa integral, crítica y democrática, para lograr escuelas que sean, más que reproductoras de contenidos, promotoras de pensamiento crítico, constructoras de significados, y formadoras de ciudadanos que aporten, en un futuro cercano, al desarrollo del país.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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