Publicidad

Voto voluntario

No es difícil advertir que la supresión del voto obligatorio, constituye un grave retroceso político, puesto que los efectos beneficiosos del balotaje han desaparecido. El día domingo 15 de diciembre pasado la candidata que resultó elegida, con una participación ciudadana de un 42,55% de los chilenos, obtuvo la Presidencia de la República con un 25,91% del total del electorado.


No siempre la libertad sin regulación conduce al bien común. La Constitución Política de la República no sólo debe impulsar derechos, sino también deberes. La legítima expectativa que nace de los derechos debe llevar aparejada también la necesidad de cumplir ciertas cargas.

¿Por qué el Estado se encuentra en la necesidad de satisfacer derechos sociales de las personas? Porque las personas son dignas o merecedoras de ese derecho, y el mérito o acreencia, por lo general, nace de una obligación recíproca del beneficiario del derecho a favor de quien lo otorga, en este caso, del Estado. Si tuviéramos que graficar la relación Estado-Individuo, el Estado diría algo así como: doy para que des, doy para que hagas, hago para des, hago para que hagas, doy para que no hagas, hago para que no hagas, etc., pero siempre consagrando un deber correlativo.

Pues bien, el Capítulo III de la Constitución Política de la República, cumple esta correlación entre garantías constitucionales que el Estado asegura a las personas, y deberes que las personas deben cumplir para con el Estado. Así se desprende claramente del artículo 22 que impone una nómina de deberes constitucionales. Por ejemplo, el respeto a Chile y sus emblemas nacionales, honrar a la patria, defender la soberanía, contribuir a preservar la seguridad nacional y los valores esenciales de la tradición chilena, cumplir el servicio militar y demás cargas personales, entre ellas los impuestos, en los términos y formas que la ley determine; y aquellos que se hallen en estado de cargar armas inscribirse en los Registros Militares, si no están legalmente exceptuados.

La ciudadanía es un derecho esencial para la existencia de una república democrática, y el derecho a sufragio debe contener como contrapartida la obligación correlativa de las personas de concurrir a las urnas a sufragar, ejerciendo la voluntad soberana.

La ciudadanía con voto voluntario distorsiona la reciprocidad entre los derechos y las obligaciones ciudadanas. La democracia, principal forma de gobierno de los Estados occidentales, se erige en una premisa esencial: la voluntad de la mayoría. Y si esa voluntad no se manifiesta, la representación popular se diluye. Supongamos, por ejemplo, que de las 13.388.000 personas que componen hoy día el universo electoral chileno, no concurriera ninguna de ellas a votar a las urnas, o haciéndolo no manifestaren su voluntad de delegar la representación popular. ¿Qué pasaría con el Estado? ¿Qué pasaría con la democracia? ¿Quién tendría el derecho a gobernar? El Estado ya no sería representante de la ciudadanía, la democracia ya no sería la representación de la voluntad popular, y cada ciudadano siendo dueño de su porción de la soberanía podría reclamar para sí el derecho a ejercer el gobierno de la nación.

En otras palabras, ocurriría el presagio de Chesterton cuando expresa que “en una sociedad compuesta únicamente por Aníbales y Napoleones, es mejor que en caso de sorpresa no manden todos al mismo tiempo…”.

La sola posibilidad absurda y remota, pero real de que la ciudadanía no se exprese o lo haga en menor medida de lo esperado, constituye un riesgo latente de legitimidad del sistema democrático y un aliciente a la anarquía.

Es un error legitimar las conductas antisistema o pretender que el voto voluntario es una instigación al régimen político para mejorar la calidad de la democracia. La única forma de mejorar la calidad de la política es la responsabilidad y el compromiso político de los ciudadanos.

Si hay un mérito que puede reconocérsele a la Constitución de 1980 fue la creación del balotaje, que obliga a las dos primeras mayorías, que en la elección presidencial respectiva no obtengan más del cincuenta por ciento de los votos válidamente emitidos, a concurrir a una segunda vuelta electoral para que el país decida, por mayoría absoluta del electorado, quién es el próximo Presidente. Precisamente en este mecanismo descansa la fortaleza del sistema democrático: la representación de la mayoría.

Sin ir más lejos, si la Constitución Política del Estado de 1925, en la elección presidencial de 1970, hubiera consagrado el balotaje, quien hubiera obtenido más del 50% de los votos en la segunda vuelta habría contado políticamente con el apoyo de una mayoría ciudadana para llevar a cabo el programa de gobierno, cualquiera que éste hubiere sido. La tragedia del ex Presidente Allende es que con un 36,62% de los votos (un tercio de los ciudadanos), pretendió impulsar un programa revolucionario que no era afín a la mayoría de los chilenos y a poco andar esta falta de apoyo mayoritario se tradujo en la falta de peso político, en el caos social, en el boicot al gobierno y finalmente en el Golpe de Estado y sus nefastas consecuencias.

No es difícil advertir que la supresión del voto obligatorio, constituye un grave retroceso político, puesto que los efectos beneficiosos del balotaje han desaparecido. El día domingo 15 de diciembre pasado la candidata que resultó elegida, con una participación ciudadana de un 42,55% de los chilenos, obtuvo la Presidencia de la República con un 25,91% del total del electorado.

Esto significa en la práctica que, con menos de un tercio del apoyo ciudadano, nuevamente expondremos a un Presidente de la República a que asuma el mando supremo de la nación, para llevar a cabo un plan significativo de transformaciones, sin el respaldo popular suficiente.

Los errores políticos se pagan y, más temprano que tarde, veremos las consecuencias de la nefasta decisión de haber derogado el sufragio obligatorio.

Publicidad

Tendencias