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El polvorín de Kiev Opinión

El polvorín de Kiev

Gabriel Henríquez
Por : Gabriel Henríquez Editor Internacional en Ballotage.cl , Master en Asuntos Internacionales en SciencesPo, París, y Economía Política Internacional en London School of Economics.
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La gran diferencia es que hoy Ucrania ha perdido ambigüedad geográfica ante las tensiones internas y externas en la definición de un ordenado desenlace final, o para un potencial caos interno. La post-Guerra Fría tácitamente implicó que Ucrania estaría dividida en un este pro-ruso y un oeste anti-ruso (o pro-europeo) y que movimientos radicales, eventualmente, tensarían al país en dos. La aparente necesidad de una definición hoy, entre este u oeste, ha dejado atrás la precaria pero estable división interna.


 “Su propia existencia [la de Ucrania] como país independiente ayuda a transformar Rusia. Rusia sin Ucrania puede todavía pretender ostentar un estatus imperial, pero sería predominantemente un Estado imperial asiático… Rusia con Ucrania ofrece la capacidad de ser un estado imperial poderoso, extendiéndose entre Europa y Asia”

Zbigniew Brzezinski, The Grand Chessboard (1997)

El rápido suceder de eventos en Ucrania revela que lo que está en juego ha escalado a niveles imprevisibles para la Unión Europea y Rusia. Y es que lo que comenzó como protestas ante la negativa del gobierno de suscribir un Acuerdo de Asociación con la Unión Europea –con obvia presión rusa– se transformó en sólo semanas en un firme rechazo al gobierno del destituido Presidente Viktor Yanukovych. Pero, sobre todo, refleja un repudio a la supeditación de los límites de la política en Ucrania a Moscú.

Años atrás, en 2004, en lo que fue la revolución naranja, los ucranianos se volcaron a las calles para reclamar una elección presidencial robada con la esperanza de integrarse la Unión Europea prontamente. La calle ganó, sin derramamiento de sangre. Casi diez años después, la movilización más bien versa sobre el miedo de no poder acercarse a Europa nunca; la gente sabe que Ucrania no ingresará a la UE en un corto plazo. El Acuerdo de Asociación –que al final de cuentas es un TLC con aspectos políticos y sociales– era, al menos, un camino para conservar la esperanza.

[cita]En Octubre, el embajador norteamericano ante Ucrania describía las grandes oportunidades de que el país se alinease con los Estados Unidos. Nada podría ser más caótico. Cheques en blanco que tienen el potencial de crear un conflicto de proporciones. Por tal razón es tan delicada la resolución de la crisis política y los equilibrios posteriores en política exterior. La destitución de Yanukovych no es el fin de la crisis, sino más bien el comienzo de un complicado balance de intereses.[/cita]

La revolución naranja, si sirve para comprender los sucesos de hoy, refleja que los ucranianos no pueden confiar en sus líderes políticos, pero que cientos de miles de manifestantes en la Plaza de la Independencia pueden actuar, llegadas las circunstancias, como poder de veto –un efectivo último recurso, pero esta vez letal–.

La explícita disputa por Ucrania

La gran diferencia es que hoy Ucrania ha perdido ambigüedad geográfica ante las tensiones internas y externas en la definición de un ordenado desenlace final, o para un potencial caos interno. La post-Guerra Fría tácitamente implicó que Ucrania estaría dividida en un este pro-ruso y un oeste anti-ruso (o pro-europeo) y que movimientos radicales, eventualmente, tensarían al país en dos. La aparente necesidad de una definición hoy, entre este u oeste, ha dejado atrás la precaria pero estable división interna.

Ucrania depende de Rusia y de la UE: sus trabajadores migratorios van al este y oeste, y los oligarcas mantienen ahorros en dos canastas (al menos). Políticamente, Ucrania es un poco de dos mundos: corrupta, desordenada e ineficiente, pero más pluralista y abierta que Rusia o Bielorrusia. De sus políticos es difícil saber qué quieren, pero se puede anticipar hasta dónde pueden llegar. Promesas sin compromisos son el ingrediente principal de esta delicada estabilidad.

Esta vez, sin embargo, la crisis hizo emerger a Ucrania como un activo a disputar entre la UE y Rusia (más la interesada parte norteamericana). La UE subestimó el poder blando de su Política Europea de Vecindario (European Neighbourhood Policy), fruto del fuerte atractivo político de la Unión ante su débil despliegue diplomático. Esto es notorio, en particular respecto al subdesarrollado este de Europa y las esperanzas de las poblaciones en incrementar su calidad de vida al integrar la Unión.

Según Ivan Krastev (Project Syndicate, 2013), en algún momento todos comprendieron mal a Ucrania. Los políticos europeos hicieron entender al Kremlin que Ucrania no era tan importante para la UE; Rusia, en respuesta, no sólo se esforzó en que Kiev se desviase de la UE, sino que buscó capturarlo para su proyecto de integración, la Comunidad Económica de Eurasia (EurAsEc). Rusia también calculó mal. La escala de las protestas tomó a Moscú por sorpresa, porque las autoridades nunca han considerado a la sociedad civil como un actor independiente en política, y también fallaron en percibir el consenso europeo en la sociedad ucraniana. En lo que Rusia sí acertó es en la predisposición de Yanukovych para usar la fuerza para mantener el poder, aunque no tanto en que la represión duraría relativamente poco, y que la presión social forzaría al Parlamento a deponer al Presidente.

¿De regreso a la Guerra Fría?

La situación hoy es tal, que un estallido eventualmente podría oponer a Occidente y Rusia. Una resolución pacífica pone al acuerdo doméstico a merced del tira y afloja ruso-europeo. Ucrania es indispensable para Rusia (mencionar que Crimea está en Ucrania ayuda a contextualizar), mientras la UE desearía encapsular a Ucrania por su posición geográfica y recursos naturales, en lo posible sin empeorar la relación con Rusia. Por el contrario, a Estados Unidos le interesa minimizar a Rusia dentro de lo posible, alejándola de Ucrania y la UE.

Ante los ojos de Estados Unidos, la Guerra Fría ha regresado y Rusia nuevamente es el enemigo en la mira. En diciembre, el senador Norteamericano John McCain viajó a Kiev, apoyó calurosamente las protestas y brindó el apoyo de EE.UU. en la “lucha por la libertad”.

La ecuación entonces cambió. Ahora que la geopolítica ha dado un paso adelante, la disputa puede entenderse como una que versa sobre en qué núcleos de poder, en Europa o en Eurasia, serán dominantes en el futuro.

Es un peligroso juego de ajedrez; en Ucrania ya no se juega solamente por las consecuencias internas, ni siquiera de corto plazo. Antes de morir en 2008, el ex Primer Ministro Ruso Yegor Gaidar –liberal y pro-Occidente–, señaló que quienes deseaban que Ucrania integrase la OTAN, como quería el Presidente Viktor Yushchenko, ignoraban el hecho de que pondría a Rusia en una situación defensiva insostenible. El esfuerzo debía abandonarse (Der Spiegel, 2014).

Por otra parte, a Estados Unidos no le interesa la UE ni el futuro de Ucrania. Más bien apuesta a que, como sea, pierda Rusia. Una suerte de exacerbación del planteamiento del estratega Zbigniew Brzezinski, en The Grand Chessboard, sobre la hegemonía euroasiática de una Rusia con Ucrania en la palma de la mano. Esto puede tener coherencia estratégica, pero carece de consistencia histórica, si consideramos la Guerra Fría como un pequeño hiato de las relaciones interestatales en Europa. Una Ucrania separada de Rusia es, ciertamente, anacrónica.

Así emerge también el miedo de EE.UU. de acercamientos germano-rusos y la posibilidad de un acuerdo entre Europa y Rusia, que expulse a Estados Unidos de la región. De ahí el interés actual norteamericano, y en particular el promovido fuertemente durante le presidencia de Bush con el escudo antimisiles.

Mientras los europeos se involucren en Ucrania y dañen sus relaciones con Rusia, aun mejor para Washington. Desde ahí se entiende el filtrado “Fuck the EU!”, proferido por la Portavoz del Departamento de Estado Norteamericano, Victoria Nuland, al referirse a la crisis en Ucrania, que causó molestia en los círculos diplomáticos europeos (The Guardian, 2014). Aquél no representa un lapsus ni una equivocación de fondo, sino crudamente la política norteamericana respecto a la UE.

La revelación confirma lo que muchos líderes europeos han sospechado: los Estados Unidos no sólo desprecian su lenta e inefectiva diplomacia, sino que también esperan que el proyecto europeo falle. Al mismo tiempo, sirve para que Rusia recuerde a los ucranianos que otra potencia desprecia a Europa.

Sin embargo, el primer objetivo del percance es ucraniano: el reformista moderado y liberal económico Arseniy Yatsenyuk, a quien se le ofreció el puesto de Primer Ministro. Asumiendo que el apoyo diplomático norteamericano afecte la credibilidad de una figura pública en Ucrania (y, por supuesto, en Rusia), la revelación de que Yatsenyuk –el tipo que tiene “la experiencia económica”, según Nuland– es el preferido de Estados Unidos, es suficiente para quitarle piso ante el pueblo ucraniano (Project Syndicate, 2014).

El mensaje de la filtración es claro: los EE.UU. quieren instalar liberales económicos en posiciones de liderazgo internacional –no políticos carismáticos como el ex boxeador Vitali Klitschko o nacionalistas como Oleh Tiahnybok–. Después de todo, un tecnócrata y un ex presidente de Banco Central como Yatsenyuk entiende cómo el sistema financiero global se usa para camuflar la cesión del interés nacional.

Así es como el liberalismo económico puede entenderse como un artilugio que sirve a intereses extranjeros; tal fue efectivamente la estrategia soviética. El exabrupto norteamericano no hace más que acercar a Ucrania a Rusia con aires desesperanzados, más aún al perfilar a Occidente entero como desconfiable. Del mismo modo, Rusia ha presentado a Ucrania como beneficiario de contratos de gas a largo plazo, mientras advierte que abrir la economía a la competencia de exportadores de la UE aniquilaría su sector manufacturero.

Tal no fue el caso de Polonia, a pesar del acoso y la retórica soviética en la década de 1980. El PIB per cápita en 1990 era US$1,694 en Polonia y US$1,570 en Ucrania, y las expectativas de vida de 71 y 70 años, respectivamente. En 2011, las fortunas de los países eran dramáticamente distintas. Polonia había alcanzado US$13,382 y Ucrania un pobre US$3,576 per cápita. Las expectativas de vida subieron a 76 en el primero; y en el segundo, apenas a 71. Por suerte, este es el ejemplo que muchos ucranianos desearían seguir.

 La división de Ucrania

La estrategia norteamericana de separar a Ucrania de Rusia, sin embargo, no tiene demasiada concordancia con lo realmente posible. A diferencia de las ex repúblicas soviéticas bálticas, es un país de 45 millones de habitantes, con históricas divisiones y arraigos locales, que difícilmente podría ser absorbido o reordenado sin esfuerzo.

Las regiones económicamente débiles del oeste son principalmente el bastión de nacionalistas. Las compañías más importantes, la industria de acero, astilleros y operaciones de construcción de turbinas, se ubican en el este y se centran primordialmente en el mercado ruso.

La lengua predominante en Kiev es el ruso, y millones de rusos viven en el este del país y en Crimea (la histórica región que solía pertenecer a Rusia). La estratégica península del Mar Negro fue transferida a Ucrania en 1954 contra los deseos de sus habitantes. Es un foco de potencial conflicto. La flota rusa del Mar Negro se estaciona en Sebastopol, la histórica ciudad del antiguo imperio ruso que cuenta con un estatus jurídico especial, una fuente de irritación constante para nacionalistas y pro-norteamericanos.

En octubre, el embajador norteamericano ante Ucrania describía las grandes oportunidades de que el país se alinease con los Estados Unidos. Nada podría ser más caótico. Cheques en blanco que tienen el potencial de crear un conflicto de proporciones. Por tal razón es tan delicada la resolución de la crisis política y los equilibrios posteriores en política exterior. La destitución de Yanukovych no es el fin de la crisis, sino más bien el comienzo de un complicado balance de intereses.

No es sólo el aparato del gobierno, acusado de corrupción, que estuvo a punto de fallar en Ucrania en la reciente y sangrienta confrontación callejera, sino los fundamentos de un país cuyos límites son difíciles de sostener. La partida de Yanukovych ha concedido la calma suficiente para buscar una salida política que tome en cuenta las demandas de los manifestantes, pero dentro de los límites de las posibilidades que otorga la actual composición étnica y económica del país –de ahí los intentos de buscar un gobierno de unidad–. No por nada el Consejo Superior de Crimea, en la semana de los enfrentamientos, amenazó con alentar a sus residentes a “defender la paz civil” en la península.

Hasta ahora Moscú conoce bien la situación y ha buscado no incitar sentimientos separatistas en el este o en el sur del país, pues tampoco ve mucho beneficio en una guerra civil en su frontera. Aquellos que conocen mejor la historia de Ucrania saben que los militantes nacionalistas del oeste del país se han embarcado numerosas veces en guerras que no pueden ganar. Luego de la Segunda Guerra Mundial, el ejército insurgente ucraniano declaró una guerra de cinco años contra la URSS, dejando miles de muertos en ambos lados.

El proyecto europeo de la Unión y el euroasiático de Rusia han colisionado. Hay tres opciones que deben barajarse en Kiev: una, firmar el Acuerdo de Asociación con la UE, que es lo que la mayoría de los ucranianos quiere (pero se ve improbable, pues Ucrania ya firmó un acuerdo económico con Rusia); ingresar al EurAsEc de Putin, como la élite preferiría, al menos hasta hace poco; o explotar económicamente. La tercera opción está a la vista. Hace un par de días, el ministro de Finanzas indicó que Ucrania, para mantenerse a flote, necesita US$35 billones en ayuda (Russia Today, 2014). Cómo se suministre esa ayuda, será clave para vislumbrar un escenario en el mediano plazo.

Lo que es claro es que Ucrania no puede sobrevivir sin la UE, pero tampoco sin Rusia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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