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Los vacíos y ambigüedades de los cambios al SIMCE

En síntesis, más allá de analizar los resultados del SIMCE 2013, hoy tenemos la necesidad de abrir un debate nacional sobre qué debemos entender por un sistema educativo de excelencia para la sociedad en su conjunto, y qué mecanismos debemos utilizar para evaluar y retroalimentar dichos objetivos. Citando a Antonio Gramsci, «cuando lo viejo se muere y lo nuevo no acaba de ver la luz, es en ese claro oscuro que surgen los monstruos».


El martes recién pasado se dieron a conocer los resultados del SIMCE 2013, los que, pese a ciertas excepciones, se mantienen estables en el tiempo, brechas socioeconómicas incluidas. Puntos más, puntos menos, lo relevante de la jornada no fueron los resultados obtenidos en cada área, sino la inédita presentación de indicadores no académicos (autoestima académica y motivación escolar, clima de convivencia, y participación y formación ciudadanas), y la declaración de intenciones del gobierno de modificar el SIMCE y el plan de evaluaciones.

En primer lugar, resulta valorable que desde el gobierno se reconozca la necesidad de desarrollar indicadores que trasciendan a los resultados académicos, generando un sistema, en palabras de la subsecretaria Valentina Quiroga, al servicio del aprendizaje, que apoye la labor de los actores, y que aporte a la construcción de un concepto de calidad de la educación más integral, tarea en la que el SIMCE ha fallado. Dichos principios y orientaciones recogen en parte el categórico diagnóstico, compartido por más de 300 actores del sistema educativo, incluido en la carta entregada al ministro Eyzaguirre por la campaña “Alto al SIMCE”. En ella se identificó al SIMCE como uno de los pilares de la educación de mercado, en la medida que promueve la competencia entre escuelas a través de un medidor supuestamente «objetivo» que pretende distinguir entre escuelas buenas y malas, dando una base racional a su precio de mercado, y orientando la elección de apoderados en el mercado educativo. Como bien indica el doctor en enseñanza y educación de profesores Iván Salinas en una columna, la justificación posterior del SIMCE como herramienta pedagógica es parte de los mitos político-técnicos construidos en torno a esta prueba.

En cuanto a las modificaciones que se le harían al SIMCE, se consideran: I) la disminución a la cantidad de pruebas que se realizan; II) eliminar algunos niveles en los que se aplica; y III) un eventual paso de mediciones censales a muestrales.

Si bien estos elementos significan una mejora, en la medida que reducen la presión en las escuelas, no representarán un cambio estructural al sistema de evaluación escolar si no se impulsan modificaciones que apunten a desmercantilizarlo. Al respecto, es entendible la gradualidad en la implementación de las reformas, pero no su ambigüedad. Si existe la voluntad desde el gobierno de avanzar hacia la construcción de la educación entendida como un derecho social, se debe atender a los siguientes puntos débiles de los anuncios del MINEDUC:

1) La falta de un posicionamiento claro respecto a la ordenación de escuelas que se pretende implementar este año. Resulta contradictorio presentar consenso ante la necesidad de abolir rankings que estigmaticen a los colegios y, en contraparte, omitir pronunciarse sobre la clasificación de escuelas, en la que el SIMCE será el factor principal para “medir” la calidad de la educación, y castigar a aquellas instituciones que no cumplan dichos criterios. Según La Tercera, si esta ordenación hubiese sido implementada el 2010, más de 240 colegios en Chile habrían cerrado, perjudicando con ello a 59 mil alumnos, un 70% de los cuales estudia en el sector municipal. Un Estado que entiende la educación como un derecho no concebiría el cierre de escuelas públicas, sino que impulsaría procesos que apunten a su mejora. Por lo mismo, mantener la ordenación de escuelas es profundizar la concepción de la educación como bien de consumo, reduciendo el concepto de calidad, promoviendo la competencia entre establecimientos, y premiando a aquellas instituciones educacionales que seleccionan estudiantes por su rendimiento académico o condición socioeconómica.

[cita]En síntesis, más allá de analizar los resultados del SIMCE 2013, hoy tenemos la necesidad de abrir un debate nacional sobre qué debemos entender por un sistema educativo de excelencia para la sociedad en su conjunto, y qué mecanismos debemos utilizar para evaluar y retroalimentar dichos objetivos. Citando a Antonio Gramsci, «cuando lo viejo se muere y lo nuevo no acaba de ver la luz, es en ese claroscuro que surgen los monstruos».[/cita]

2) El silencio frente a la necesidad de hacer modificaciones legales que desarticulen la simcificación del sistema educativo, en otras palabras, de explicitar la voluntad de introducir cambios a las leyes de Aseguramiento de la Calidad de la Educación (20.519), Calidad y Equidad (20.501), Subvención Escolar Preferencial (20.248), Sistema de Evaluación del Desempeño Docente, y todas aquellas leyes que hoy hacen que el SIMCE sea, en palabras de Jaime Retamal, “un ‘hoyo negro’ que se está tragando al ‘universo escolar’, a sus prácticas pedagógicas, a su ejercicio docente, al sentido de una educación integral”.

3) La invisibilización de la distinción entre los diferentes fines que puede tener la evaluación educativa, particularmente entre: a) sus usos pedagógicos, con foco en la auto-observación de la escuela y la retroalimentación de sus prácticas, y b) sus usos de monitoreo por parte del Estado, para conocer el cumplimiento de los estándares curriculares a nivel nacional. Al afirmar que en un primer momento esta comisión pretende determinar «qué es lo que busca con un sistema nacional de evaluaciones estandarizadas, para así concluir si las pruebas (…) cumplen con esos fines», se está haciendo alusión a los fines de monitoreo. Sin embargo, luego se plantea la posibilidad de «proponer cambios en los test de manera que entre mayor información a los docentes y establecimientos», refiriéndose así a los usos pedagógicos del instrumento. Es decir, se pretende “matar dos pájaros de un tiro”, lo cual es imposible: un mecanismo de evaluación orientado al monitoreo sí podría ser estandarizado, muestral y generar indicadores medibles y comparables, mientras que aquel orientado a la retroalimentación pedagógica y particularizada de las escuelas, en ningún caso se restringe a la estandarización ni a las mediciones, a la vez que es necesario de realizarse en todas las escuelas sobre la base de los principios de la autonomía y pertinencia. A fines distintos se requieren instrumentos distintos.

4) La excesiva valoración de la tecnocracia como la «clave» del cambio estructural. La discusión técnica y experta es un aspecto fundamental en la implementación de una reforma, pero está lejos de ser la única. Es prioritario que esta reforma sea conversada y construida junto a los diversos actores del sistema educativo, en especial de las propias comunidades escolares, usualmente postergadas en el diseño de las políticas públicas que inciden directamente en su quehacer. Por otra parte, es necesario salvaguardar que las instancias de discusión, en este caso «el consejo», aseguren la integración de los diversos puntos de vista, y no sólo de aquellos «más expertos». La experiencia reciente, con el paso de la LOCE a la LGE, constata que esta metodología de trabajo no asegura que se implementen cambios estructurales que respondan a las necesidades de quienes viven, y muchas veces sufren, la política educativa.

En síntesis, más allá de analizar los resultados del SIMCE 2013, hoy tenemos la necesidad de abrir un debate nacional sobre qué debemos entender por un sistema educativo de excelencia para la sociedad en su conjunto, y qué mecanismos debemos utilizar para evaluar y retroalimentar dichos objetivos. Citando a Antonio Gramsci, «cuando lo viejo se muere y lo nuevo no acaba de ver la luz, es en ese claroscuro que surgen los monstruos». Se hace indispensable, por tanto, disipar las ambigüedades de cara a la reforma, dar luces de las modificaciones que se pretenden implementar, y asegurar la participación vinculante de los diversos actores del sistema educativo, con el objetivo de impedir la reproducción, como bien indica Gramsci, de aquellos «monstruos» que puedan impedir la consecución de un sistema de evaluación coherente con una educación entendida como derecho social.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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