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Fue el Estado: notas sobre Ayotzinapa en primera persona Opinión

Fue el Estado: notas sobre Ayotzinapa en primera persona

Carla Pinochet Cobos
Por : Carla Pinochet Cobos Dra. en Antropología de la Cultura. Docente Universidad Alberto Hurtado
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En su abrumadora mayoría, los muertos de estos sexenios no tienen nombres propios. Sus cuerpos no descansan en tumbas, sino en fosas clandestinas que quizás ellos mismos cavaron. Y es por eso que la masacre de los normalistas de Ayotzinapa no adquiere una real dimensión en su singularidad sobrecogedora, sino en la condición biopolítica que la produjo. La justicia, si todavía cabe hablar de ella, no se alcanza con el castigo a los asesinos, sino con la denuncia, impugnación y transformación de las estructuras sobre las que éstos operan.


Cuando llegué a México en el año 2007, el fraude electoral con el que Felipe Calderón asumió la presidencia estaba todavía fresco, y el Distrito Federal parecía ser una ciudad de cuidado. “No hables con la policía”; “no tomes un taxi en la calle”, me advirtieron. En 2013, cuando decidí volver a Chile, México había vivido un sexenio de sangre, y los 120 mil muertos de la “guerra contra el narcotráfico” superaban con creces a los muertos en los conflictos de Irak, Libia y Pakistán. La Ciudad de México, con todo y su violencia urbana, se había convertido por contraste en el lugar más seguro del país.

Hoy, cuando me preguntan sobre los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, no puedo ofrecer más que unos pocos apuntes desde el desconcierto. ¿Qué sucedió en estos años para que la escalada de violencia perdiera toda proporción? ¿Cómo fue que el horror inundó el lenguaje cotidiano de un país, con sus cuerpos mutilados, destazados, desollados, pozoleados? En diversos grados y formas, vivir en México es habitar una máquina de deshumanización progresiva, que a cada paso reconfigura el sentido y el valor de la injusticia, de la seguridad, de la vida. Enfrentados a una clase política incompasiva, a unos medios de comunicación cómplices y unos perpetradores impunes, lo que en México ayer resultaba inadmisible hoy es parte del día a día.

La muerte que puebla los noticiarios mexicanos estos días parece haber desbordado las coordenadas culturales de un país que, año a año, celebra a sus muertos cantando y comiendo con ellos en los cementerios. El espesor simbólico de estas tradiciones no termina de explicar –ni aun en sus aristas más oscuras, como el culto a la Santa Muerte– esta extendida cultura de la violencia que se ha apoderado de México. En su abrumadora mayoría, los muertos de estos sexenios no tienen nombres propios. Sus cuerpos no descansan en tumbas, sino en fosas clandestinas que quizás ellos mismos cavaron. Y es por eso que la masacre de los normalistas de Ayotzinapa no adquiere una real dimensión en su singularidad sobrecogedora, sino en la condición biopolítica que la produjo. La justicia, si todavía cabe hablar de ella, no se alcanza con el castigo a los asesinos, sino con la denuncia, impugnación y transformación de las estructuras sobre las que ellos operan.

[cita]Prestar atención a los vivos es, también, observar el sombrío contexto en el que el horror se reproduce. La desigualdad y la miseria del país, potenciadas por la exclusión y la informalidad, arrojan a miles de jóvenes a engrosar las filas del crimen organizado. Sólo en 2013 –de acuerdo a un estudio de CIESAS–, cerca de 12.000 adolescentes fueron objeto de medidas disciplinarias por infringir las leyes penales. Y es que, cuando la desesperanza es la regla, el país entero es una cantera de sicarios. Los presuntos asesinos de los cuarenta y tres de Ayotzinapa tienen apenas unos años más que los estudiantes. Jóvenes todos, víctimas y victimarios; todos privados de cualquier futuro mucho antes de su fatal encuentro.[/cita]

Mientras las autoridades y los periódicos mexicanos nos hablan de los muertos, sus familiares y compañeros continúan preguntándose por la vida. El clamor en torno a los cuerpos vivos que ha marcado su estrategia de defensa no es un acto de ingenuidad. Sus pancartas y caravanas demandan la restitución de los desaparecidos como una forma de no resignarse a las proporciones de esta carnicería: “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”. En medio de la brutalidad y la indiferencia de un Estado podrido desde sus cimientos, exigir vida es tal vez la más extrema y necesaria de las interpelaciones. Vida en una zona como Guerrero, que alguna vez albergó al Acapulco de nuestras fantasías, y hoy es la tierra de nadie, donde una decena de grupos criminales y paralegales (narcos; autodefensas; el Ejército y la policía) son los rostros apenas diversos de una violencia descontrolada. Vida para cuarenta y tres estudiantes normalistas de una zona rural, convencidos de pelear una revolución con unas pocas molotov, mientras la policía los ametralla para infundir terror y divertimento. Vida, pese a todo.

Prestar atención a los vivos es, también, observar el sombrío contexto en el que el horror se reproduce. La desigualdad y la miseria del país, potenciadas por la exclusión y la informalidad, arrojan a miles de jóvenes a engrosar las filas del crimen organizado. Sólo en 2013 –de acuerdo a un estudio de CIESAS–, cerca de 12.000 adolescentes fueron objeto de medidas disciplinarias por infringir las leyes penales. Y es que, cuando la desesperanza es la regla, el país entero es una cantera de sicarios. Los presuntos asesinos de los cuarenta y tres de Ayotzinapa tienen apenas unos años más que los estudiantes. Jóvenes todos, víctimas y victimarios; todos privados de cualquier futuro mucho antes de su fatal encuentro.

Hablo aquí como ciudadana corriente, y escribo en primera persona porque apenas logro asomarme a la superficie de todos estos estremecedores sucesos. Me informo mediante los periódicos y las redes sociales, pero sobre todo a través de los amigos mexicanos que siempre han sabido que estas batallas dolorosas son también suyas. Eternamente en deuda con México por todo lo que me ha dado, me avergüenzo de la lánguida condena que el Gobierno de Chile ha hecho de la masacre. Al “valorar” las acciones iniciadas por las autoridades para identificar y juzgar a los responsables, como afirma el reciente comunicado, se desconoce la responsabilidad inexpugnable de un sistema político comprometido en el narcogobierno desde las bases hasta las cúpulas. Y mientras México no acepta la asistencia técnica de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y Enrique Peña Nieto decide que es más urgente atender su agenda de cumbres internacionales, yo elijo convertir mi desasosiego en una voz de denuncia. En México, como en Chile hace ya cuarenta años, fue el Estado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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