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La crisis intelectual de la derecha en sus libros VIII: Francisco Javier Urbina y Pablo Ortúzar, “Gobernar con principios” Opinión

La crisis intelectual de la derecha en sus libros VIII: Francisco Javier Urbina y Pablo Ortúzar, “Gobernar con principios”

Hugo Eduardo Herrera
Por : Hugo Eduardo Herrera Abogado (Universidad de Valparaíso), doctor en filosofía (Universidad de Würzburg) y profesor titular en la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales.
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Se debe llamar la atención también sobre una confusión en la que eventualmente incurren los autores, cuando ponen en un mismo nivel y sin mayor aclaración, a una organización comunitaria, la familia (espacio de “don, solidaridad, amor gratuito”), con la organización que expresa paradigmáticamente una lógica utilitaria, interesada o económica.


En mi columna pasada comencé a comentar el libro de Pablo Ortúzar y Francisco Javier Urbina. En esta columna me propongo terminar el comentario.

El objetivo que se autoimponen los autores es determinar un “conjunto coherente de principios para la centroderecha”. Reconocen con lucidez un cierto desajuste de la derecha con la realidad y en este sentido distinguen principios reconocidos en la “tradición política e intelectual de la derecha” (p. 35), de otros principios “novedosos”, que deberían ser “asumidos por la derecha” (p. 36). Estos nuevos principios vendrían o bien a explicitar los más antiguos (en este caso, habría que entender que su obtención se logra por medio del mero análisis), o bien agregaciones, síntesis, de “algo que es armónico con los anteriores” (p. 36). Hacen así un listado de once principios, seis viejos, cinco nuevos (p. 36), que pasan a explicar.

La lista de principios que Urbina y Ortúzar describen brevemente suena plausible. Sin embargo, ella presenta varios problemas importantes.

En el listado se trata de principios propios de un tipo particular de derecha, que se amplía, eventualmente, a dos: la derecha cristiana liberal –liberal en lo económico y conservadora en lo moral– es el punto de referencia de ambos autores. A ratos se extienden hacia la derecha laica liberal, liberal en el campo político y en el moral. El carácter restrictivo de esta comprensión de la derecha se aprecia especialmente en el capítulo 6. Urbina y Ortúzar no consideran suficientemente, en cambio, a las otras dos vertientes de la derecha: la nacional-popular y la socialcristiana, que se alejan del liberalismo económico o que son al menos mucho más sensibles respecto de sus problemas, e incorporan otros elementos, como el énfasis en las maneras de reemplazar o complementar la empresa tradicional con modos de producción más colaborativos (corriente dentro de la cual es posible incluso incorporar nada menos que al Jaime Guzmán de inicios de los setenta; cf. J. Guzmán, «La Iglesia chilena y el debate político», pp. 297-298) o en los rendimientos que puede desencadenar el aspecto orgánico y comunitario de la estatalidad. No está mal presentar un listado de principios que busca expresar el pensamiento de parte de la derecha, pero sería exigible explicitar que no se está agotando allí a todas las vertientes de ese sector político.

[cita]El problema principal del libro, sin embargo, es que –pese a que Urbina y Ortúzar evidencian un conocimiento del pasado intelectual de la derecha mayor que el que exhiben los autores de los otros libros, pese a su mayor formación filosófica, a su probada inteligencia teórica, a la pertinencia de muchas de sus observaciones y no obstante su preocupación fundamental por el grave problema que afecta a aquel sector político hoy– el camino que propone para la derecha chilena es, hasta cierto punto, precisamente el opuesto al que ella debe recorrer si quiere salir de la crisis de discurso en la que se encuentra.[/cita]

Un problema de la lista, ligado al anterior, es que en ella se omiten aspectos que difícilmente podrían ser excluidos de un discurso de derecha, salvo que ella quiera terminar convirtiéndose en una fría cómplice de un sistema político centralista y mecanizado, a saber: primero, la significación de lo nacional, del pueblo, sus características, sus formas de despliegue y progreso, lo mismo que, segundo, el territorio, el paisaje y, tercero, la integración armónica de pueblo y paisaje. En tiempos cuando la mitad de la población se hacina en la capital del país, incrementándose allí la contaminación, los precios de las viviendas, la congestión del transporte, la delincuencia, la segregación, la marginalidad, en el tiempo en que nuestras provincias palidecen y en la práctica todo el sur del país ha sido convertido en un inmenso parque nacional del cual están excluidos los chilenos; en días donde a nuestro territorio le falta aún la mínima exigible conexión entre sus ciudades y poblados, resulta ésta una omisión muy grave en una lista que pretenda escapar a los límites de la injusticia. Probablemente en esto Urbina y Ortúzar se hayan simplemente enmarcado en la inclinación centralista que ha tenido la derecha en Chile. Dentro de las propias premisas liberal-conservadoras que asumen los autores, falta explicitar (aunque podría hallarse implicado en el de libertad y Estado limitado) un principio tan importante como los que sí están explícitos, a saber, el de la división de poderes.

Otro problema de la lista de principios propuesta por Urbina y Ortúzar, y que se evidencia en sus exclusiones y omisiones, es que ella carece de fundamentación suficiente. Los autores van simplemente poniendo los principios, unas veces mostrando su plausibilidad, otras sólo colocándolos enfrente. Para dotar a la derecha de discurso, en la crisis en la que se encuentra hoy, resulta muy exigible que en los libros que se escriban se ponga un énfasis especial en las tareas de justificación. Falta, por ejemplo, un tratamiento teórico del problema de la representación, institución que es asumida, pero, en la medida en que se la tiene como a un principio (p. 45), merecería ser fundada con argumentos. Cuando se escribe sobre el compromiso con la democracia –el primero de los “nuevos principios”–, se acusa, también, la ausencia de una explicación de qué entienden los autores por ella, así como el tratamiento de los problemas más acuciantes de tal sistema político, no porque se quiera rechazar a la democracia como sistema, sino por el leal afán de conformarla de un modo que contribuya efectivamente al despliegue del pueblo. Ese modo debiera incluir, por ejemplo –como he indicado–, mecanismos que permitan una efectiva regionalización del poder político. En el caso de la dignidad humana, de pronto parece –nuevamente– que hubiese muy poca fundamentación. Se habla del “valor inconmensurable” del ser humano (F. J. Urbina y P. Ortúzar, op. cit., p. 49), expresión contradictoria, si se tiene presente que la lógica detrás del valor es, precisamente, una en la que lo inconmensurable, en tanto que pasa a ser valorado, se vuelve conmensurable, comparable con otros ítems valorados, dependiente, en último término, de las valoraciones y minusvaloraciones que realicen libremente los sujetos; cf. C. Schmitt, La tiranía de los valores. Buenos Aires: Hydra, 2012, pp. 91, 119, 125; también el comentario de Jorge E. Dotti como introducción al mismo libro: “Filioque. Una tenaz apología de la mediación teológico-política”, pp. 24-26, 64.

Se debe llamar la atención también sobre una confusión en la que eventualmente incurren los autores, cuando ponen en un mismo nivel y sin mayor aclaración, a una organización comunitaria, la familia (espacio de “don, solidaridad, amor gratuito”), con la organización que expresa paradigmáticamente una lógica utilitaria, interesada o económica: la empresa, y se separa a la comunidad familiar del Estado, desconociéndosele a éste la capacidad educativa (que ya Aristóteles le reconocía a la organización política y luego toda una tradición larga de pensamiento, que incluye, entre nosotros, a Encina, y, en el mundo, a comunitaristas como Sandel, al Estado; cf. M. Sandel, Democracy’s Discontent. America in Search of a Public Philosophy. Cambridge MA: Belknap, 1998, p. 25), lo mismo que la posibilidad de ser un espacio de “solidaridad” (p. 41). Asumen, allí mismo, una visión algo ingenua de la empresa. Está muy bien aclarar –como hacen– que “la riqueza no vino dada”, sino que es “creada por cierta organización” (p. 41). Faltaría haber agregado en esa misma reflexión algo que hacen correctamente más tarde, a saber, que la creación de riqueza en la economía capitalista es imposible si no existe antes un Estado que suspenda la violencia y garantice, por medio de la coercibilidad, el derecho de propiedad. Los autores omiten decir algo, en el punto, sobre las posibilidades de alienación que genera la sociedad civil o burguesa –el mecanismo económico dentro de ella–, cuando se la abandona a sí misma, y que son exhibidas, antes que por Marx, por el maestro Hegel (cf. Grundlinien der Philosophie des Rechts, §§ 243-244.). Si el Estado deja simplemente hacer al mercado, ocurre que se le está permitiendo operar a un dispositivo en el cual no cuentan igualitariamente los pareceres de los ciudadanos, sino que los de algunos de ellos –dotados de mayores posiciones económicas– resultan mejor reconocidos.

Más adelante, en un capítulo destinado a caracterizar y distinguir a la derecha de la izquierda, Urbina y Ortúzar indican que la “posición básica” de la derecha es que “‘el hombre es un ser libre capaz del bien, pero débil frente al mal, imperfecto’” (pp. 64-65). La descripción tiene alguna pertinencia, pero, en estricto rigor, es poco útil, pues claramente aplica no sólo a gente de derecha, sino también a todo aquél que no crea en el dogma de la bondad fundamental del ser humano, o sea, a todos los pensadores políticos relevantes, exceptuando anarquistas y marxistas. Además, en su generalidad moralizante aún no dice nada sobre qué tipo de instituciones, qué clase de principios políticos concretos, qué actitudes existenciales puede importar una tal aserción tan puramente moral.

A la izquierda la describen como “conformada en su núcleo por doctrinas que afirman que lo que llamamos ‘naturaleza humana’ es en realidad un producto social: la maldad, la desigualdad y el egoísmo son fundamentalmente producto del mal diseño de la sociedad’” (p. 65). Esta descripción vale sólo para una izquierda decididamente constructivista. Pero ¿es toda la izquierda así? De hecho, los propios autores en la página siguiente admiten una tesis que, sin mayor aclaración, es exactamente la contraria: el mal para la izquierda se debería a una culpa moral. Dicen: “Así, se plantea el problema de la desigualdad y la pobreza como si tuviera un origen simplemente moral: el egoísmo de unos cuantos, los verdaderos culpables de casi todo el mal del mundo” (p. 66). O bien la desigualdad es el origen del mal o bien el mal el origen de la desigualdad. Urbina y Ortúzar parecen atribuirle a la izquierda en definitiva la segunda posición, cuando agregan que “la izquierda presenta el debate como entre quienes por un lado tienen ciertas convicciones sobre el bien de la sociedad, y quienes quieren preservar sus intereses o tienen pasiones subracionales” (p. 66). Todo podría aclararse si distinguieran entre momentos de las descripciones, de la existencia y la sociedad, que les debemos a los autores más significativos de la izquierda. Existencialmente los seres humanos no son malos. En cambio, ya dentro de la sociedad aparecen la maldad (reaccionaria) y la bondad (revolucionaria).

El problema principal del libro, sin embargo, es que –pese a que Urbina y Ortúzar evidencian un conocimiento del pasado intelectual de la derecha mayor que el que exhiben los autores de los otros libros, pese a su mayor formación filosófica, a su probada inteligencia teórica, a la pertinencia de muchas de sus observaciones y no obstante su preocupación fundamental por el grave problema que afecta a aquel sector político hoy– el camino que propone para la derecha chilena es, hasta cierto punto, precisamente el opuesto al que ella debe recorrer si quiere salir de la crisis de discurso en la que se encuentra. Hacer una lista de principios puede ser orientador para quienes no han hallado el rumbo, sea por desconocimiento, sea por deseos o temores desordenados, pero ello en una situación que es normal y en la cual ya existe la complejidad teórica exigible en el discurso político del que se trate. En el momento actual de la derecha, en cambio, cuando estamos –y desde hace años– ante un escenario de crisis y malestar, junto a un discurso excesivamente simple, concentrarse en enlistar principios conspira contra la necesaria apertura comprensiva hacia fuentes teóricas y a la novedad de la realidad histórica, que se requiere para la reconstitución de un pensamiento vigoroso y complejo en grado suficiente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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