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Chile en una palabra: desigualdad

Iván Auger
Por : Iván Auger Abogado y analista político
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Según la OCDE, Chile tiene «un sistema del bienestar no bien desarrollado. Con un gasto en transferencias (servicios sociales públicos) y un nivel de impuestos considerablemente más bajo que la media de la OCDE, más una fuerte dependencia de los tributos al consumo», socialmente retrógrados.


El problema de la desigualdad en Chile es más grave que el de los países desarrollados. Pinochet, con el gremialismo y los Chicago Boys, se adelantó a la revolución conservadora, y la impuso desde 1973 a punta de bayonetas.

La pinche (ruin) transición, como la calificó uno de los negociadores democráticos, dejó las cosas atadas y bien atadas, una pretensión de Franco que no funcionó en España, pero sus discípulos chilenos aprendieron de esa experiencia y tuvieron éxito hasta, al parecer, la reelección de Bachelet y el Pentagate.

El laissez-faire oligárquico

Los concertacionistas administraron mejor el país y sin violencia, lo que atrajo inversiones extranjeras. Chile y los países sudamericanos no sufrimos la gran recesión que siguió a la crisis del 2008, gracias a las exportaciones de productos primarios, a muy buen precio, en especial a China.

Disminuimos la pobreza y la indigencia, crecimos pero no nos desarrollamos, como lo hizo notar Foreign Affairs en junio del 2013. Una consecuencia de la «economía del laissez-faire oligárquico que impuso la brutal dictadura de Pinochet y que en gran parte conservaron los gobiernos electos», como dijo el Financial Times en mayo de ese mismo año. Por ello la igualdad no volvió a los niveles en que la dejaron los gobiernos de Frei y Allende.

[cita] Según la OCDE, Chile tiene «un sistema del bienestar no bien desarrollado. Con un gasto en transferencias (servicios sociales públicos) y un nivel de impuestos considerablemente más bajo que la media de la OCDE, más una fuerte dependencia de los tributos al consumo», socialmente retrógrados. [/cita]

El resultado ha sido la continuación de un sistema extractivista, también en lo político, y exportador de productos primarios. Si bien el cobre, el principal, por obra de la naturaleza no es tan común como los textiles, de cuya exportación viven muchos países en desarrollo, es más abundante que la de Singapur, país exportador que se especializó en alta tecnología: electrónica, químicos y servicios, y en cuyas grandes empresas el gobierno tiene una alta participación, a lo que suma un capital humano de primera clase.

No aprovechamos los altos precios del cobre durante los últimos años para diversificar nuestra economía, ni siquiera invertimos en refinación del metal rojo o en manufacturas de cobre. Y se nos olvidó el litio, que ha adquirido gran relevancia con las baterías Li-ion, debido al interés mundial en energías limpias, y cuyo mercado, según un estudio del Citibank, pasará de 13.900 millones de dólares el 2011 a 34.300 millones el 2020. Por ahora somos el primer productor y en nuestros salares nortinos, más los de nuestros vecinos, Bolivia y Argentina, se acumulan a lo menos dos tercios de sus reservas. Una alianza se impone para favorecernos a los tres, dejando a un lado rencillas decimonónicas; y el vencedor debe dar el primer paso.

En la prueba PISA para estudiantes secundarios, Singapur ocupa el segundo lugar y Chile el 51, entre los 65 países que la rinden. El resultado económico es que Singapur, que era más pobre que Chile en 1960, ahora es 3,5 veces más rico que nosotros. Una consecuencia de la mayor eficiencia del desarrollismo asiático, en el que el gobierno es el guía, respecto del economicismo de libre mercado o consenso de Washington, que impera en nuestro país desde hace casi medio siglo.

Un país partido en dos

Nuestro país, además y en contraste con Singapur, es muy desigual, aunque fluido, como lo indica Florencia Torche. Es decir, partido en dos. La élite, el decil con mayor ingreso, tras barreras infranqueables, la primera en la educación pagada. Y los otros nueve, con una igualdad relativa y movilidad entre sí, lo que los hace inestables, en especial en períodos de desaceleración como el de hoy.

Parte importante de la explicación de esa partición es la bajísima participación de los salarios en el PIB, 45,4 %, o sea, la precariedad del trabajo, tanto en relación a los desarrollados, donde a pesar de su declinación es todavía más del 60%, como respecto a Costa Rica, Brasil y Uruguay en nuestra región.

Nuestro Gini, la medición de la desigualdad, es muy alto, 0,52. Solo lo tienen peor 12 países en el mundo, de los cuales tres son sudamericanos: Bolivia, Colombia y Paraguay. Con el agravante de que apenas baja, si se lo ajusta por los servicios sociales públicos (educación, salud, pensiones, etc.) y los impuestos progresivos, a 0,50. O sea, solo 4%, cuando el promedio de disminución en la OCDE por esos factores es de 25%.

Según la OCDE, Chile tiene «un sistema de bienestar no bien desarrollado. Con un gasto en transferencias (servicios sociales públicos) y un nivel de impuestos considerablemente más bajo que la media de la OCDE, más una fuerte dependencia de los tributos al consumo», socialmente retrógrados.

Avances bacheletistas

La reforma tributaria cocinada recientemente en el Senado es un avance, pero estamos lejos de acercarnos a los países capitalistas. En EE.UU. los impuestos directos rinden el 18 % de la economía. En Chile, después de la reforma, llegará a solo al 12 %.

A lo que se suma un enorme subsidio al capital mediante la privatización subvencionada de la educación, impuestos a los trabajadores administrados por el sector privado para financiar las pensiones, un sistema de salud pagado por seguros de los usuarios, isapres, para lograr un mínimo de calidad, etc.

Nuestra sociedad invierte en educación un porcentaje de la economía similar al promedio de la OCDE, pero el gasto público en ella es la mitad del promedio OCDE, todo un récord negativo. Y si bien hubo un gran aumento de estudiantes en la educación superior, también tuvimos una baja cualitativa, más una insuficiente oferta de empleos para los diplomados endeudados.

Todo ello fue adornado por los gobiernos precedentes con el nacimiento de una supuesta clase media y el anuncio de que estábamos al borde de ser un país desarrollado. Lo que aumentó las expectativas que, al no ser satisfechas, crearon una frustración que se demostró en la calle.

La reforma propuesta por Bachelet es un progreso, pero está a años luz de proponer una estructura pública similar al sistema educacional de los EE.UU., el supuesto campeón del libre mercado.

Desconfianza ciudadana

La consecuencia es una enorme desconfianza ciudadana en el sistema político y el gran empresariado, como lo dijo Foreign Affairs. Su principal síntoma ha sido una constante baja de la participación electoral a partir de 1997, que desembocó en una reelección de Bachelet con 250 mil votos menos que en su elección hace ocho años.

La derecha tuvo un descalabro mucho mayor. En el cuatrienio de Piñera, la primera elección que ese sector ganó después de más de medio siglo, perdió alrededor de un tercio de sus votos, casi 1,5 millones, incluso la suma de los sufragios de los candidatos disidentes la superaron.

Todo ello con una abstención del 57 % en la segunda vuelta, la decisiva, el más alto de nuestra historia desde que tenemos sufragio universal.

Los ganadores no entendieron el mensaje de los ciudadanos, que los preferían, pero con muchas dudas. La Presidenta fue elegida por amplia mayoría, pero solo por el 25% del electorado, y su mayoría en la Cámara de Diputados por solo el 22%, una demostración de desconfianza. Y que superar en las urnas a la derecha es normal, pues es una minoría desde hace casi un siglo, salvo en dos ocasiones.

Mas la derecha ha tenido otro poder, el económico, del cual también es parte el control de los medios de comunicación, creadores de opinión pública, que fue fortalecido por la dictadura y no preocupó a la Concertación.

No obstante, el reciente descubrimiento del contubernio fraudulento del Pentagate es un fuerte golpe para nuestras derechas, económica y política, que en verdad es una sola, como lo demostró ese escándalo. El consejo del rector de la Universidad Adolfo Ibáñez a sus amigos, separar aguas, como se predica en las democracias capitalistas maduras, fue tardío. ¡Nuestra oligarquía del laissez-faire ya quedó al desnudo!

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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