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De moral, política y legalidad

Felipe Ruiz
Por : Felipe Ruiz Periodista. Candidato a Doctor en Filosofía.
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El periodismo activo ha ejercido una presión sin par en la velocidad de circulación de estas polémicas y sus diretes, pues (no debemos ser ingenuos) se potencia un escenario propicio para lo “escandaloso”, que bien entra en los rumores colectivos y en el malestar social.


Lo primero que hay que decir es que es el Estado de Derecho el que legitima el imperio de la ley y no al revés. Esto quiere decir, entre otras cosas, que es el delicado equilibrio e independencia de los poderes del Estado el que delimita –pero en su diferencia– el rasgo o misión de cada uno en concomitancia con la legalidad.

Es el régimen político, en su amplio sentido, y a través de un mandato ciudadano, el que da sentido a la constitucionalidad y legalidad de las leyes. Hoy por hoy, es el régimen parlamentario el que posee dicha función y –he ahí el centro del conflicto–, el que otorga la característica política a las leyes, ya que su legitimidad proviene de la elección y del voto ciudadano.

Lo preocupante de la realidad política en Chile –tras el escándalo por los casos Caval, Penta y SQM–, es que el Estado de Derecho peligra por la sobredeterminación de la ley impuesta a partir de una constitucionalidad espuria, elegida bajo un régimen autoritario y en ningún caso democrática. Durante los gobiernos de la Concertación y uno de la Alianza, se ha parchado, modificado, reconstruido, yo diría, incluso, legitimado, esta Constitución. Sin embargo, de manera natural el sentido final de ella pesa y gravita sobre el resto del corpus legal.

[cita] El periodismo activo ha ejercido una presión sin par en la velocidad de circulación de estas polémicas y sus diretes, pues (no debemos ser ingenuos) se potencia un escenario propicio para lo “escandaloso”, que bien entra en los rumores colectivos y en el malestar social.[/cita]

Es de este modo en que ha salido a flote la ilegitimidad de la realidad político-institucional chilena, en que, casi por azar, ha caído en manos de un legalismo que se sustenta en un trasfondo ilegítimo; esto quiere decir que en el trasfondo de las demandas locales por corrupción, apropiación ilícita y tráfico de influencias, pena una sensación de que la política es un timo del cual es necesario desprenderse. Por ello mismo, el legalismo judicial pasa a ser el componente esencial del juicio a la política y, en tal caso, se pone en peligro el Estado de derecho.

Existe un componente tan esencial como no visto: el periodismo. En efecto, así como se habla del “cuarto poder” –denominación ganada a partir del escándalo del Watergate, en EE.UU.)–, se debería hablar también de los enormes réditos comerciales y sensacionalistas que ciertos medios han adquirido a partir de las “polémicas” surgidas a contar de los casos antes señalados. El periodismo activo ha ejercido una presión sin par en la velocidad de circulación de estas polémicas y sus diretes, pues (no debemos ser ingenuos) se potencia un escenario propicio para lo “escandaloso”, que bien entra en los rumores colectivos y en el malestar social.

Es este “cuarto poder” el que ha quebrado aquello que llamábamos delicado equilibrio de los poderes del Estado. Las leyes están para hacerlas cumplir, claro está, pero ellas provienen de un debate político, donde se confrontan legítimas propuestas, y no deberían dar lugar a que uno –como el Poder Judicial– se politice en la misma medida que el Poder Ejecutivo se “judicialice”.

Potenciar atribuciones del Poder Judicial a partir de la exposición social, es un rasgo que aquella vieja y olvidada palabra, “moral” (moral que no tiene que ver con ninguna ley), debería llevar a frenar, retener e, incluso, distanciar los vuelos de exhibicionismo de estos polémicos casos. De tal modo, debemos admitir que el periodismo no tiene moral y, por tal motivo, es una “mala junta” de todo poder político. El estado de debate en estos “cuatro poderes” está aún por dirimirse.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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