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La costosa resiliencia del euro


El euro en crisis. Eso significa que hay países cuya economía está en un estado no funcional a esa moneda. ¿Fue un error introducirla hace 15 años? ¿Y peor error incorporar a la eurozona a países (19 del total de 28 de la Unión Europea) incapaces de cumplir las reglas necesarias para su estabilidad? Los intentos de inducir ahora a Grecia a abandonarla o de expulsarla de plano, aunque no haya mecanismos previstos para ello, parecieran decir que sí. Por el otro lado, los reiterados esfuerzos por hacer posible su permanencia lo desmienten. Aquí se refleja el cúmulo de antagonismos, contradicciones y discrepancias políticas, ideológicas y materiales que caracterizan no solo a la economía europea, o a la pobre Grecia, sino al capitalismo globalizado.

El desbarajuste de una economía pequeña como la de Grecia y la falta de la solidaridad de países socios de la eurozona ha confirmado muchas dudas sobre el carácter de la unión monetaria europea, su solidez y consistencia. Algunas de las políticas impuestas en Grecia para contener su crisis han resultado tan nefastas para las condiciones de vida de gran parte de la población, que hacen aparecer a la unión monetaria como carente de todo sentido social. Con Portugal, España, Italia y otros sembrando incertidumbres respecto a si son o no candidatos a abandonar el euro, la eurozona se debate entre extremos: la persistencia del dogmatismo económico hegemónico o el desmembramiento político. Poco viable aparece su reorientación política hacia los conceptos originales, nunca materializados, de solidaridad comunitaria.

Surge inmediatamente la duda. ¿Es el euro el responsable? El euro fue concebido por Alemania y Francia a fines del siglo pasado como forma de superar las crisis cambiarias entre el marco alemán y el franco francés (con la lira italiana y el florín holandés en el vagón trasero) y retomar su competitividad internacional consolidando financieramente el mercado común europeo.

Cuando en 2002 comenzó a circular como moneda única de los países de la eurozona, los gobiernos respectivos lo presentaron y defendieron como símbolo de una etapa superior de convivencia democrática y pacífica en Europa. A mayor interdependencia, mayor solidaridad y paz. En el euro se veía la aurora de una nueva etapa civilizatoria de una Europa antes caracterizada por guerras.

[cita] ¿Podrá subsistir el euro y la eurozona? La respuesta seguirá siendo incierta por mucho tiempo. Si la realidad se ajusta a los pronósticos del FMI, en los años venideros habrá poco crecimiento económico, pero no un desastre del euro. Pero si se cumplen las profecías de muchos observadores y analistas, respecto de la inminencia de una deflación global de valores monetarios, ni el diablo los salvará. [/cita]

La introducción del euro fue menos complicada de lo pensado. La gente pronto se acostumbró a él, a pesar de que los anuncios optimistas respecto a sus ventajas no se cumplían en lo más mínimo. Pronto el euro se convirtió en telón de fondo para promover una liberación de los mercados que afectó seriamente a los del trabajo y, con ello, los ingresos de la mayoría de la población. Pero el euro tenía incorporada una compensación: una gigantesca expansión del acceso al crédito por los hogares, las empresas y el sector público. El euro colectivizó al «hombre endeudado» (Lazzarato) y, de pasada, a los estados de la eurozona, cada vez más endeudados.

La eurozona había previsto frenos al endeudamiento, que no funcionaron. Lo que no previó era que la libertad de los mercados financieros iba a agudizar tanto los déficits fiscales de la mayoría de países miembros como las distorsiones del comercio entre ellos. En vez de converger, algunos países se transformaron en superavitarios y otros en deficitarios, sin que hubiera mecanismo automático para evitarlo. Se había renunciado a la fluctuación cambiaria. Pero no se establecieron las estructuras para lograr una mayor convergencia por otras vías.

Felices los bancos y los fondos e inversión a los que se abrió un universo de posibles negocios. Estos sustituyeron la filosofía y los acuerdos originalmente implícitos en el Tratado de Maastricht y su predecesor, el Informe Delors, origen del euro, y se encargaron de financiar crecientes déficits y procesos especulativos, amén de la corrupción y la ineficiencia estatal. El crecimiento de la deuda pública dentro de la eurozona no se ajustó nunca a los límites contemplados en los tratados. Grecia no fue el único caso.

En el año 2008 se desató la crisis financiera de los EE.UU., que no demoró en llegar a la eurozona. Repentinamente, la banca se vio enfrentada a serias dudas respecto al valor de sus activos. Se hicieron diferentes «test» para establecer la resiliencia de sus niveles de capitalización. Apenas publicados los resultados, ya resultaban obsoletos. Se generalizó entonces la idea de que los estados, para salvarse a sí mismos, primero debían salvar el sistema que los estaba financiando. Y donde no quisieron hacerlo voluntariamente, la Comisión Europea y su Eurogrupo de Ministros de Finanzas, se encargó de obligarlos.

Refinanciar a la banca para mantener el valor de los activos monetarios de los bancos pasó a ser prioritario. Sus pérdidas de capital fueron cubiertas con fondos públicos; y su pérdida de activos, con garantías y compras masivas por parte de las autoridades monetarias. Lo que no sobrevivió fue la coyuntura económica. Toda la eurozona entró en un período de recesión. La otra cara del salvamiento de bancos y gestoras de fondos pasó a ser la miseria de millones de desocupados y afectados de recortes del gasto público social y productivo.

Pero igual la deuda pública siguió creciendo en todos los países de la eurozona, aunque sintomáticamente de manera muy divergente. Los inversionistas monetarios, dotados ahora con toda la liquidez del crédito público utilizado para salvar la banca, se avalancharon sobre los bonos de países seguros, mientras esquivaban los más inciertos y huían de los que aparecían al borde de la cesación de pagos. Consiguientemente, la brecha entre los rendimientos de los bonos públicos dentro de la eurozona explosionó. Según un estudio, para Alemania ello significó desde 2010 a la fecha un beneficio de alrededor 100 mil millones de euros, mientras otros como Grecia quedaban al borde del estrangulamiento financiero.

De allí en adelante, la cuestión ya no ha sido solo de economía, sino también de política, y de visiones sobre la estructura futura de la eurozona. Alemania, como país con balances positivos, se erige junto a Francia como guardián de los valores monetarios acumulados sobre la montaña de deudas. Su exigencia: nada de condonación de deuda pública ni deuda privada bancarizada. La posición contraria afirma que la deuda de varios de los países de la eurozona es impagable y que debe ser recortada. En el caso de Grecia, hasta el Fondo Monetario Internacional la ha compartido. Obviamente no por razones altruistas.

Frente a este panorama, ¿podrá subsistir el euro y la eurozona? La respuesta seguirá siendo incierta por mucho tiempo. Si la realidad se ajusta a los pronósticos del FMI, en los años venideros habrá poco crecimiento económico, pero no un desastre del euro. Pero si se cumplen las profecías de muchos observadores y analistas, respecto de la inminencia de una deflación global de valores monetarios, ni el diablo los salvará.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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