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Crisis de credibilidad: ¿son los políticos o es la política en sí misma? Opinión

Crisis de credibilidad: ¿son los políticos o es la política en sí misma?

Pablo Torche
Por : Pablo Torche Escritor y consultor en políticas educacionales.
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Hay que tener mucho cuidado antes de atribuir las causas de la debacle de la política a un discurso unificado y menos propositivo. En esta crisis convergen factores muy diversos, a veces contrapuestos.


La reciente encuesta Adimark ha puesto de manifiesto, una vez más, la crisis generalizada de credibilidad que atraviesan los distintos representantes de la clase política, partiendo por la Presidenta de la República.

Lo interesante de la crisis (que es seria), es que cada quien la atribuye a las razones de su preferencia y supone con rapidez que la amplia mayoría de 70%, 80% o 90% de descontentos, lo está por las mismas razones que yo. Por este motivo, son muchos los que sacan casi “cuentas alegres” ante esta amplia insatisfacción ciudadana, como si expresaran un diagnóstico compartido (el mío) y fueran a derivar, por ende, en una solución común que se ajusta a mis propias expectativas.

Así, para un sector de la izquierda, la desafección radicaría en un cuestionamiento de fondo hacia el modelo de mercado y a la falta de garantías estatales para resguardar derechos sociales básicos. La solución, por tanto, pasaría obviamente por una modificación, o definitivo reemplazo, del “modelo”. En otra línea, algunos agregan la necesidad de mayor transparencia y participación, atribuyendo la causa de la crisis al encierro de las elites políticas. Intelectuales como Gabriel Salazar inscriben esta visión en lo que perciben como la perpetuación de una oligarquía dominadora y opresora.

Pero también hay una visión de derecha que sustenta este rechazo generalizado a los políticos, aun cuando por razones completamente contrarias. Estas se relacionan con una crítica a lo que se percibe como una intromisión excesiva del Estado, y la institucionalidad política en general, en asuntos que se considera serían mejor manejados por manos privadas. De esta forma, la actual crisis de confianza en la clase política es una oportunidad de oro para librarse de una vez de la molesta intervención estatal y avanzar hacia una sociedad mucho más desregulada y privatizada. En esta línea se incluyen también, sin duda, visiones más autoritarias, para las cuales las largas discusiones y negociaciones políticas no son más que un debate inútil, una pérdida de tiempo, un poco en la línea del joven Hitler, que se “curó” de la democracia –según el mismo señalaría– después de asistir a las caóticas sesiones del Parlamento austríaco.

También hay, por supuesto, un conjunto de otros grupos sociales que articulan su malestar desde posiciones y puntos de vistas muy diversos. Están los que fundan su rechazo a los políticos desde una perspectiva del “consumidor”, acusando principalmente problemas de servicio. Así, las dificultades en el funcionamiento de cualquier sistema, desde el transporte a la mala calidad de los alimentos, pasando por la falta de actividades culturales, la baja calidad de la televisión o el mal acceso al crédito, se achacan inmediatamente a este actor vago y fácilmente vilipendiable: los políticos. La “política” se concibe así como una gran empresa, a la que tengo derecho a reclamarle por todos los problemas de la compleja vida social contemporánea, sin dar casi nada a cambio.

También hay un malestar desde la “clase media”, donde la molestia con la política se asocia principalmente con una demanda de acceso (“yo también quiero los beneficios que están llegando a otros”). Puede que haya aquí, efectivamente, una proporción de lo que se denomina “trampa de los ingresos medios”, en el sentido que la demanda por prestaciones sociales es siempre maximalista y sus resultados no son nunca satisfactorios.

[cita] Constituiría un severo error de diagnóstico asumir que detrás del descrédito de la clase política se organiza una crítica organizada y, mucho menos, una demanda común. Hay que hacerse menos ilusiones respecto de que la actual crisis de legitimidad augura necesariamente un nuevo discurso político, para no hablar de uno constructivo; por el contrario, detrás de esta se esconden también muchas de las lacras propias de la sociedad de mercado que hemos construido: individualismo a ultranza, desideologización radical, perspectiva de consumidor para observar todos los asuntos públicos y ciertamente tendencia al autoritarismo. [/cita]

Desde el idealista, por otra parte, la crítica a los políticos es sobre todo moral y la solución va por el lado de recuperar la pureza de los ideales, volver de alguna forma al gobierno de los “hombres buenos”. Desde el pragmático, la política es pura pérdida de tiempo, palabrería vana que no tiene ninguna utilidad y la solución, por ende, pasaría por transformar el Estado en una especie de Hogar de Cristo o Techo para Chile y simplemente “hacer cosas”.

Otra postura adopta más bien el rol de “catedra moral” (los periodistas de televisión se inscriben en general en esta): “¿Cómo no pueden los políticos preocuparse  de los problemas reales de la gente, cómo no pueden  hacer más cosas, ser más humanos?”. Están también los indignados, que simplemente quieren que todos se vayan para la casa; los anarquistas, que creen que el Estado es intrínsecamente opresor y desvirtúa la integridad del ser humano; los espirituales, que creen que la única solución pasa por un cambio interno; los intelectuales, que creen que el debate político es siempre muy ramplón y frívolo y no va a los problemas de fondo; los individualistas, que creen que estarían mejor sin que nadie los moleste; los economicistas, que simplemente quieren ahorrarse el gasto de todo este aparataje burocrático llamado política, y así muchos más, con sus respectivas mezclas y matices.

Este amplio abanico es completamente válido, pero hay que tener mucho cuidado antes de atribuir las causas de la debacle de la política a un discurso unificado y menos propositivo. En esta crisis convergen factores muy diversos, a veces contrapuestos.

En este sentido, me parece, constituiría un severo error de diagnóstico asumir que detrás del descrédito de la clase política se organiza una crítica organizada, y mucho menos una demanda común. Hay que hacerse menos ilusiones respecto de que la actual crisis de legitimidad augura necesariamente un nuevo discurso político, para no hablar de uno constructivo; por el contrario, detrás de esta se esconden también muchas de las lacras propias de la sociedad de mercado que hemos construido: individualismo a ultranza, desideologización radical, perspectiva de consumidor para observar todos los asuntos públicos y ciertamente tendencia al autoritarismo.

Más peligrosa aún me parece la posibilidad de que la severa crisis por la que atraviesa la clase política en la actualidad, desemboque en un cuestionamiento de la actividad política en su conjunto, como si fuera la política en sí misma la que no sirve para nada, aquello que hay que suprimir para solucionar todos los problemas.

Preocupantemente, tanto visiones de derecha como de izquierda convergen en esta visión eminentemente apolítica. Desde sectores de derecha, que privilegian en general la iniciativa privada y propugnan un mayor individualismo, la limitación de la actividad política es un objetivo añejo, que se vincula muchas veces en favor de grupos de poder fáctico, económicos o culturales. Desde la izquierda, por  otra parte, hay una tendencia a asumir muy rápidamente la actividad política como un estrangulamiento de la soberanía ciudadana, que también puede conducir a la fantasía de que, para la verdadera expresión popular, lo que se requiere es eliminar la política.

Para superar la actual crisis se requiere más y mejor política, no suprimir la política en pro de una idealización de la ciudadanía como tal y, menos, desde luego, de un endiosamiento de la iniciativa privada. La ciudadanía, para expresarse, requiere al fin de cuentas de algún tipo de organización y acción políticas, de lo contrario, se mantiene como un grupo de aspiraciones individuales o grupales dispersas e inconexas, sin sentido. Desprovista de una dimensión política, la estructura de la ciudadanía se vuelve inerte y el cambio social se obstruye o desactiva.

La solución de la crisis pasa por una revaloración de la política, una política que se haga cargo de los desafíos actuales. Para esto, se requiere, sin duda, una renovación de la clase política, esto es, el ingreso de nuevos actores y nuevas voces a la actividad pública. Pero esta renovación será necesariamente gradual, no se puede pretender un reemplazo radical, ni una supresión de todo lo que existe. La incorporación de las nuevas generaciones es vital, pero se producirá necesariamente sobre la base de una integración con las generaciones anteriores.

Así como la crisis de la política tiene muchas causas, su solución también tendrá muchas vertientes y caminos. Para definir los más apropiados para el país, será necesario negociar, buscar puntos de encuentro, construir soluciones comunes: esto es, hacer política, no suprimirla.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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