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Inmoral

Manuel Riesco
Por : Manuel Riesco Economista del Centro de Estudios Nacionales de Desarrollo Alternativo (Cenda)
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«El sistema de AFP viola flagrantemente una segunda regla moral sagrada de todas las sociedades civilizadas, aquella que prohíbe estrictamente a las élites apropiarse aquella parte de la jornada que los trabajadores deben destinar a sostenerse ellos mismos y sus familias, incluidos sus viejos».


El sistema de AFP debe terminarse cuanto antes y del todo, no sólo por sus bajas pensiones sino porque contraviene dos de las normas morales más esenciales de todas las sociedades civilizadas: el deber de los que pueden trabajar de sostener a quienes no pueden hacerlo y la estricta prohibición de las élites, de apropiarse de aquella parte de la jornada de los que trabajan que éstos necesitan para sostenerse ellos mismos y sus familias, incluidos sus viejos.

La civilización y la historia nacieron cuando la productividad del trabajo empezó a generar un excedente por encima de lo que lo que es necesario para sostener a las personas que lo realizan. A partir de ese momento se establece la regla moral que éstos deben sostener a quienes no pueden trabajar, sea porque están enfermos o inválidos o no han alcanzado o excedido la edad adecuada para hacerlo y que inevitablemente mueren si son abandonados a su suerte.

La regla moral secular ha sido y será, que cada persona que trabaja debe sostener a una que no puede hacerlo por motivos de edad o enfermedad, o sea, casi siempre el número de personas en condiciones de trabajar iguala aproximadamente a la población pasiva. Así ha sido siempre en las sociedades agrarias tradicionales y así vuelve a ser en las sociedades urbanas muy avanzadas y esta carga secular sólo se aliviana por un tiempo mientras se transita de unas a otras.

Todas las sociedades disfrutan de un «bono demográfico» en la segunda fase de su urbanización, cuando alcanza la edad de trabajar la explosión demográfica de niños y jóvenes ocurrida durante la primera fase de este proceso, debido a que las tasas de fecundidad siguen siendo entonces muy elevadas y las mejores condiciones sanitarias urbanas permiten sobrevivir a la mayoría.

En Chile, en la actualidad, por ejemplo, este bono demográfico es máximo, puesto que el número de personas en edad de trabajar duplica al de jóvenes y viejos, y por lo tanto hay condiciones demográficas inmejorables para dar muy buena educación a los primeros y pensiones adecuadas a los segundos. A medida que avance el siglo, aumentará el número de viejos más de lo que se reducirá el número de jóvenes, por lo cual la proporción entre ciudadanos en edad pasiva y activa se volverá a acercar al equilibrio tradicional, pero continuará al final del siglo siendo mucho más favorable que lo que era en los años 1970, cuando la carga sobre los activos de la población pasiva —niños y jóvenes casi todos en ese momento— alcanzó en Chile su máximo histórico.

Sin embargo, el incremento acelerado de la productividad del trabajo permite que siempre se incremente y de modo cada vez más rápido, la cantidad de bienes y servicios que los que trabajan prudente poner a disposición de todos, activos y pasivos, para que disfruten de ellos a lo largo de vidas cada vez más largas, en abundancia creciente y a veces incluso exagerada, puesto que ello no necesariamente conduce a una mayor felicidad.

La demografía no constituye una amenaza sino todo lo contrario, representa el mayor logro de la moderna sociedad urbana, cada vez más rica, culta, longeva, globalizada y entrelazada. Son otros los demonios que ésta enfrenta, como la depredación de la naturaleza, el fascismo y la guerra, exacerbados todos ellos por la perversión del individualismo a ultranza.

El así llamado «sistema de capitalización individual» pretende romper esta regla moral esencial, proclamando que si se libera a los que trabajan de la obligación de sostener a sus mayores, aquellos podrán sostenerse por sí mismos cuando lleguen a viejos si ahorran lo suficiente, confiando desde luego la multiplicación de dichos ahorros a la magia de sus hábiles administradoras, las AFP.

Todo ello no es más que una mistificación, puesto que es evidente que los viejos, al igual que los niños e inválidos, no pueden valerse por sí mismos. Es indispensable que los que pueden trabajar les proporcionen el alimento, abrigo y cuidados que requieren para no morir. El pan que desayunaron hoy los viejos en Chile no lo sacaron de las bóvedas de las AFP, sino fue horneado esta misma mañana por trabajadores bien activos y madrugadores, quienes también les proporcionaron el resto de sus alimentos, el abrigo y los servicios de salud, energía, transporte y todo lo que requieren para sobrevivir.

Si la gente vive más años y aumenta la proporción de viejos en la sociedad, los que trabajan deberán inevitablemente destinar una parte mayor de su jornada a producir las cosas que ellos necesitan para vivir en condiciones dignas, o empobrecerlos si no están dispuestos a cumplir con esta obligación moral. Los diferentes sistemas de pensiones no son sino mecanismos de cálculo para determinar la magnitud de esta parte del producto de la jornada de los que trabajan que será destinada a sostener a sus viejos.

La regla que establece para esta distribución el «sistema de capitalización individual» es particularmente inmoral y discriminatoria: reduce automáticamente las pensiones a medida que aumenta la esperanza de vida y otorga montos inferiores a uno solo de los grupos que vive un poco más, las mujeres. Es como si en la mesa de la antigua familia campesina, la dueña de casa hubiera servido solo medio plato de sopa a su padre y apenas un cuarto a su madre, explicándoles que lo hacía porque iba a tener que sostenerlos durante demasiado tiempo. ¿Que hubieran opinado sus vecinos si alguna de estas familias hubiese osado establecer una regla tan perversa? Pues bien, eso es exactamente lo que hacen las AFP.

Peor aún, el sistema de AFP viola flagrantemente una segunda regla moral sagrada de todas las sociedades civilizadas, aquella que prohíbe estrictamente a las élites apropiarse aquella parte de la jornada que los trabajadores deben destinar a sostenerse ellos mismos y sus familias, incluidos sus viejos. En todas las sociedades civilizadas conocidas hasta el momento — tenemos el sueño que ello dejara de ocurrir en algún momento—, las élites se apropian del excedente, es decir, aquella parte de la producción social que excede a lo necesario para mantener a quienes trabajan para generarla. Ello se considera legítimo en la medida que la élite sea capaz de organizar la producción social y desarrollar la cultura de la forma que resulta posible y más feliz en cada época histórica.

De este modo, los amos, señores feudales o latifundistas, y sus respectivos reyes, emperadores y sacerdotes, se apropiaron durante milenios de aquella parte del trabajo de sus esclavos, siervos o inquilinos, que excedía lo necesario para mantener a ellos y sus familias, incluidos sus viejos. Del mismo modo, en la moderna sociedad urbana los auténticos capitalistas se apropian de la parte que excede al salario de sus obreros, del valor agregado en la producción de bienes y servicios que se venden en el mercado en condiciones competitivas, ganancias que a la fuerza deben compartir con propietarios de terrenos, aguas y minerales, con monopolistas, especuladores y toda suerte de rentistas y por convicción destinar otra parte al avance de la ciencia, la cultura y las artes.

Sin embargo, en todas esas sociedades civilizadas está estrictamente prohibido a las respectivas élites que, además de quedarse con el excedente, pretendan echar el guante a lo que los trabajadores, esclavos, siervos, inquilinos y obreros, necesitan para mantenerse ellos mismos y sus familias. Y en eso consiste precisamente la esencia del sistema de la así llamada «capitalización individual», que no es en verdad un sistema de pensiones sino de ahorro forzoso, destinado a transferir a los grandes consorcios financieros una parte siempre creciente de los salarios, además de subsidios financiados con impuestos pagados asimismo principalmente por los trabajadores.

Pruebas al canto. Según las estadísticas de la Superintendencia de Pensiones, en el mes de agosto del año 2015 recién pasado, un total de 5,5 millones de trabajadores con un salario promedio de 673 mil pesos percibieron una masa de salarios de poco más de 3,7 billones de pesos, de los cuales cotizaron en las AFP un poco menos de un 12,5 por ciento incluyendo comisiones y seguro de invalidez y sobrevivencia, es decir, un total de poco más de 462 mil millones de pesos. Ese mismo mes las AFP y compañías de seguros pagaron 1,08 millones de pensiones con un monto promedio de 200 mil pesos, lo que da un total de poco más de 200 mil millones de pesos, es decir, un 43 por ciento de lo recaudado por cotizaciones obligatorias.

La cifra recaudada sube a más de medio billón (millón de millones) de pesos en meses como septiembre o diciembre, en que aumenta el empleo y las remuneraciones. Es decir, un mes con otro las AFP recaudan medio billón de pesos en dinero contante y sonante, lo que es una cifra fácil de recordar, y pagan en pensiones menos de la mitad de esa cifra (⅖ partes).

En otras palabras, las AFP se embolsan más de un cuarto de billón de pesos netos todos los meses, lo que equivale a más de tres billones de pesos netos por año, considerando sólo las cotizaciones obligatorias de los afiliados. Adicionalmente, el fisco aporta al sistema de AFP más de dos billones de pesos anuales en dinero efectivo, en subsidios directos como bonos de reconocimiento o aportes previsionales solidarios, e indirectos como planes de retiro.

Es decir, en el año en curso las AFP se están embolsando salarios e impuestos por un total neto de más de cinco billones de pesos en dinero efectivo —que equivale a poco menos de un 5 por ciento del PIB. La mitad de este monto se las apropian ellas mismas junto a sus compañías de seguros relacionadas, en forma de comisiones y primas netas. El resto lo transfieren íntegramente a los mercados financieros de los cuales la mitad lo transfieren en su mayor parte a los principales grupos financieros que operan en el país bajo la forma de préstamos y capital accionario y el resto lo juegan a la ruleta de los mercados financieros internacionales. En las arcas del chanchito de las AFP no queda ni un peso.

Esto se viene repitiendo año tras año desde 1981 y quieren que siga para siempre. Exceptuando sus comisiones y primas netas, que van a sus balances, lo “invertido” en los mercados financieros queda debidamente registrado en el fondo de pensiones (FOP), el que por la vía de la apropiación de estos siempre crecientes excedentes netos sólo puede crecer año tras año, es decir, es solo un registro de lo que se han apropiado y no van a devolver jamás. Algo parecido ocurre con el tristemente famoso Fondo de Utilidades Tributables (FUT), registro de utilidades no tributadas que, como dijo anterior el Ministro de Hacienda, dado que solo crece año tras año, no lo van a devolver nunca. Lamentablemente, a las AFP no siempre les va bien en la ruleta y en un año como el 2008 pueden perder un tercio del fondo completo o la mitad del fondo A, o en pocas semanas como las recientes pueden perder todos los aportes netos de los afiliados del fisco en un año.

Todo esto es lo que debe terminar y va a terminar, cuando Chile implemente la propuesta C de la Comisión Bravo, presentada por la Profesora Leokadia Oreziak, que en base a cifras como las anteriores demuestra que solo con las cotizaciones actuales, sin subir las tasas y jubilando a todos al cumplir edad de jubilación que tampoco es necesario elevar, es posible subir las pensiones al doble y reajustarlas anualmente en el índice de remuneraciones, y al mismo tiempo ahorrar al fisco más de dos billones de pesos por año.

Y lo que es más importante, terminar con esta inmoralidad.

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