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El debate sobre la inmigración en la era de la posverdad

Felipe Harboe
Por : Felipe Harboe Senador del PPD y ex subsecretario del Interior.
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Hemos visto, en los últimos meses, algunos signos que indican que estamos entrando en una era particularmente compleja, en la que priman las medias verdades, las respuestas fáciles, los prejuicios y la mediocridad. Una era de discursos radicalizados que buscan alimentar -y aprovecharse- de los temores y la vulnerabilidad de quienes se sienten (con razón o sin ella) marginados por la globalización, por la modernización y el crecimiento inequitativo. Algunos la han llamado la era política de la posverdad, y cuyo máximo exponente es, sin duda, Donald Trump.

A miles de kilómetros, en Chile, estamos empezando a ver los mismos signos, similar uso inescrupuloso de argumentos falaces, y el aprovechamiento -para fines electorales- de los temores y desconfianzas de nuestros conciudadanos. Esto es exactamente lo que hacen quienes, sin sustento alguno, relacionan a los inmigrantes con la delincuencia, y levantan discursos chovinistas que nada aportan al necesario debate migratorio que debemos tener en Chile. Por cierto, resulta válido preguntarnos si la inmigración es favorable para el país o es un problema. En cualquier caso la respuesta debe fundarse en evidencia, en estudios serios, y en el reconocimiento de los derechos inalienables que todo ser humano posee. No en consignas vacías que solo sirven para reforzar estereotipos, y generar divisiones y reacciones xenófobas. Vayamos a los datos: la realidad es que Chile se ha convertido, en la última década, en un destino atractivo para las migraciones en el contexto sudamericano. De acuerdo con la encuesta Casen (2015), 465 mil extranjeros residen en Chile, principalmente provenientes de países de la región. Este es un número aún bajo (2,7% de la población total), pero que ha crecido aceleradamente en los últimos tres años (sobre el 30%). Desde el 2010 los migrantes son personas mayoritariamente en edad productiva, con más años de escolaridad que el promedio nacional (12,7 v/s 11), y que disponen, mayor educación superior completa que el nacional (17,6% v/s 12%). Son hombres y mujeres que han sabido insertarse en el mercado laboral, y tienen una tasa de ocupación muy superior (77,8%) a la que vemos en los nacidos en Chile (53,4%). Y –además- que cometen relativamente pocos delitos: solo 1% de los inmigrantes en nuestro país ha sido detenido por esta razón, y sólo el 0,3% de las denuncias registradas involucran a extranjeros.

[cita tipo=»destaque»]No nos equivoquemos: los países que prosperan y llegan al desarrollo son aquellos capaces de atraer a trabajadores de esfuerzo y talento, los que valoran y alientan la diversidad, que brindan oportunidades y logran aprovechar las capacidades de quienes habitan en el territorio nacional, independientemente de sus lugares de procedencia.[/cita]

Esto muestra (o permite deducir) que las migraciones actuales están generando impactos positivos, no sólo económicos, también demográficos y culturales. Quienes vienen a Chile traen consigo sus sueños y ganas de surgir; vienen con ideas nuevas y una gran energía que ponen al servicio de sus proyectos individuales pero también de nuestro proyecto nacional. Junto con ello, desempeñan labores que otros no pueden o no quieren realizar, y contribuyen a reemplazar a nuestra fuerza de trabajo a medida que el país envejece. Esta es la verdadera situación de la inmigración en Chile, no la que nos transmiten los representantes criollos de la posverdad. La inmigración es un fenómeno que puede generar tensiones sociales, pero que también ofrece enormes posibilidades de progreso. Debemos procurar lo primero. Y para ello necesitamos normas e instituciones adecuadas para regular los flujos migratorios, y políticas que faciliten una integración armónica de quienes están de paso o vienen para quedarse.

Sabemos que nuestra ley migratoria está obsoleta y no responde a las necesidades actuales. Por ello muchos inmigrantes tienen serios problemas para regularizar su situación, y acceder a prestaciones sociales y servicios básicos como vivienda, salud y educación.

No nos equivoquemos: los países que prosperan y llegan al desarrollo son aquellos capaces de atraer a trabajadores de esfuerzo y talento, los que valoran y alientan la diversidad, que brindan oportunidades y logran aprovechar las capacidades de quienes habitan en el territorio nacional, independientemente de sus lugares de procedencia. Son aquellas naciones -como Estados Unidos (antes de la era Trump), Australia, Canadá y Nueva Zelandia- que logran conformar sociedades dinámicas, que fusionan culturas de tal forma que el producto es siempre mayor que la suma de las partes. No las que construyen muros y cierran sus fronteras, ni las que se dejan llevar por discursos xenófobos y falaces que solo buscan réditos políticos en el corto plazo.

Sabemos que el ser humano siempre ha migrado, el punto es cómo somos capaces como sociedad de generar las condiciones adecuadas para recibir, de la mejor forma posible, a quienes vienen con el anhelo de construir un mejor futuro para ellos, sus familias y el país que los acoge.

Este -y no otro- debe ser el sentido de nuestras reflexiones, y el propósito de la nueva ley de migraciones que empezaremos a discutir prontamente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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