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Víctimas y victimarios Opinión

Víctimas y victimarios

Joaquín Trujillo Silva
Por : Joaquín Trujillo Silva Investigador CEP. Profesor de las universidades de Chile y Santiago de Chile
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En su cuento En el bosque, el escritor japonés Ryūnosuke Akutagawa plantea un problema de gran actualidad, pero al revés.

En ese cuento, que transcurre en las zonas rurales del Japón tradicional, un día cualquiera es hallado el cadáver de un hombre, La herida en su cuerpo sugiera que ha sido asesinado.

La información que reportan los testigos habla de tres involucrados: un bandido, el occiso y una mujer, unida al segundo en matrimonio. La mujer, a su vez, ha sido violada.

Todo hace pensar, en principio, que el bandido ha violado a la mujer y que ha matado al marido.

En la indagatoria, el bandido se confiesa autor del asesinato.

Sin embargo, la mujer también declara ser la homicida aduciendo que ha actuado a petición de su propio marido. Al verse vencido por el bandido, y observando impotente la vejación sufrida por su mujer, amarrado a un árbol, amordazada la boca, él le habría suplicado con la mirada, según ella, que lo matase.

Para más, hacia el final del cuento, a través de una médium, nos enteramos de la declaración del mismísimo occiso. El muerto declara haberse quitado la vida ante la humillación.

En resumen, tanto el bandido, como la mujer y el muerto confiesan ser autores y cada uno expone las pruebas que lo acreditan.

El lector se siente tentado a revisar cada uno de los detalles, hallar en el propio texto el elemento objetivo que deje en pie tan solo una de las incompatibles confesiones. Y es que el cuento no da otras pistas que testimonios y confesiones. El caso no se resuelve como un cuento de Agatha Christie, porque no es más que una apariencia de cuento policial.

Este cuento de Akutagawa trata, entre otros, sobre un problema muy peliagudo: el de cómo las sociedades deslindan la responsabilidad.

La sociedad tradicional japonesa, en la que transcurre el cuento, no soporta la deshonra que para ella significa la calidad de víctima. Ante la sola idea de exhibirse como víctima, aun en un juicio, prefiere cargar una falsa culpa: hacerse pasar por victimario. Es una caricatura, cierto, pero una caricatura muy ilustrativa.

Esta manera de relacionarse con la justicia no es tan lejana. Todavía hoy en occidente, muchas personas callan el daño sufrido. Ellas se sienten incluso culpables por haber sido víctimas: por haberse expuesto al daño, en no pocos casos; en tantos otros, porque las heridas tienden a cicatrizar antes de tiempo, sin ser limpiadas. Estas víctimas en silencio en el peor de los casos acaban encubriendo a sus victimarios al extremo de ofrecerse como culpables, ante sí o ante el mundo.

Es lo que se ve, por ejemplo, en tantos abusos sexuales o de poder, y que se sufren en silencio por largo tiempo.

Un mundo en el que todos son culpables, sea por estos o aquellos motivos ocultos, es un mundo de impunidad que, como en el cuento, obstruye la acción de la justicia. En el extremo, opera aquel grito de los habitantes de Fuenteovejuna, en la pieza de Lope de Vega, que ante la pregunta de quién mató al comendador, proclaman: ¡Fuenteovejuna!, es decir, todos nosotros, el pueblo completo. O para decirlo con el Macbeth de Shakespeare: “la culpa es feliz en muchas manos”.

Pero hay un riesgo del otro lado: un mundo en que todos son víctimas. O para ser más exactos: un mundo donde hay tantas víctimas que hasta los culpables pueden parecerlo, pueden servirse de un disfraz muy a mano. A la larga, un mundo de impunidad también.

En su libro El otoño de la Edad Media, Johan Huizinga caracterizó la época medieval como un tiempo de venganza y no de justicia, uno en que los buenos eran radicalmente buenos (“enfermos de cuerpo y mente”, por ejemplo, o sea, “irresponsables”) y los malos radicalmente malos. En la Edad Media, dice Huizinga, la sociedad no reconocía su parte de culpa en nada de cuanto considerase anómalo. De ahí que se haya dividido tan exageradamente en facciones, las que se hacían reconocibles por sus eslóganes propios, sus santos y señas, hasta los colores con que se uniformaban ciudades enteras.

Me atrevería a sugerir que el historiador estaba de alguna manera proyectando en la Edad Media el mundo que le tocó vivir a él. Uno de la locura totalitaria y nacionalista en que, como escribiría el poeta Kurt Tucholsky, Europa se convertía en un “manicomio multicolor”. Uno de banderas, de estandartes, de colores característicos, de hinchadas, barras bravas, nazis, o sea, exageraciones casi siempre criminales.

Pues bien, ese mundo faccioso no admite jueces. Todo tribunal de justicia es puesto bajo sospecha porque no hay tercero imparcial en este mundo.

Como dice la Blancanieves de la escritora Elfriede Jelinek: “ajustar lo justo da mucho trabajo”. En efecto, el problema de las víctimas y los victimarios es, en el fondo, el problema de la justicia. Esa justicia —que fuera caracterizada en el mundo llamado “clásico” como “dar a cada uno lo suyo”— ha sufrido bastantes deterioros y con ello forzosas revisiones. Cuando la justicia no ha sido la del derecho, sino que la de los propios hechos, o sea, la de la fuerza involucrada, ya fuera la de los antiguos dioses o la de los nuevos hombres, esa justicia se llamó también: guerra, una guerra respecto de la cual —lo sugiriera el artista y teórico socialista William Morris— al menos se tiene la esperanza de una paz duradera.

Esa administración del conflicto que llamamos “justicia” es un equilibrio precario. Su condición de posibilidad ha sido “el tercero imparcial”. Ese tercero en el mejor de los escenarios lo han sido los mismísimos jueces, pero a veces también los gobernantes, historiadores, científicos, escritores, y quienes hayan recibido alguna cuota de autoridad formal o de hecho.

Un mundo dividido entre víctimas y victimarios a todo evento, va arrastrando, poco a poco, a todos los terceros en su torbellino. En él no hay trajes que se ajusten, sino disfraces que se lucen. Y claro, es posible que en las más profundas cavernas antropológicas del ser humano todos los trajes no sean más que disfraces, pero, ¿no apela acaso la distinción entre víctima y victimario a una verdad más allá de los disfraces? ¿No es, precisamente, la más ajustada justicia lo que se busca en tal pesquisa? O sea, ¿no se busca desfragmentar el disco de las culpas? “Ajustar lo justo da mucho trabajo”, y efectivamente, no hay justicia que no se logre sin trabajo, sin tiempo, sin tomar las medidas del caso… a cada caso.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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