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Reescribir el pacto social: sobre empatía e igualdad en Chile Opinión

Reescribir el pacto social: sobre empatía e igualdad en Chile

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Germán Johannsen
Por : Germán Johannsen Abogado, candidato a doctor en derecho de la Universidad de Múnich
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La distancia genera un abismo insalvable entre lo que se siente en Chile y lo que se puede llegar a sentir desde el extranjero. Acá, tan lejos, lo que nos envuelve – a mi y otros chilenos – es una sensación de profunda impotencia. La impotencia de no poder ser parte de este proceso, de no poder dolerlo de la misma manera. Sin embargo, de forma tozuda y constante uno intenta asir el dolor vivido por otros, esa es la empatía actuando al servicio del entendimiento. Del mismo modo, si quienes estos días en Chile están haciendo política entre cuatro paredes, actuaran de forma menos egoista, es decir, más empática, quizá esbozarían mejor las causas del problema, el origen del dolor.

Pero pareciera ser que la empatía conflictúa con ese origen. Pues ese origen es la implantación de un sistema de reglas por la fuerza o, en lenguaje accesible para neoliberales, un contrato de adhesión impuesto por un monopolista a sus consumidores en un mercado con demanda perfectamente inelástica. El gran truco del contrato, establecer que todos estaremos sometidos de igual forma a la ley (incluso el monopolista). Sobre esa base, luego se confeccionó un sistema económico en que privatizar se convirtió en el mayor valor, y por lo tanto también la individualidad. El mundo a puertas cerradas. Llevado al extremo, la experiencia de la vida misma como un fenómeno de aislamiento. Sin prójimo. Donde cada cual se las vale por su cuenta. Terminamos atrapados en ghettos. Cavamos nuestra propia trampa.

Pero así y todo, a pesar del aislamiento, a pesar de las groseras desigualdades socio económicas, en la medida en que siguiésemos creyendo que suscribimos voluntariamente un pacto social (fue un plebiscito, sí, pero a punta de fusil), el conflicto social se encauzaba dentro de los márgenes establecidos por dicho pacto. En consecuencia, la privación de derechos fundamentales en dictadura, así como la ausencia de políticas redistributivas que asegurasen la igualdad de oportunidades prometida en los 90, ha sido siempre una batalla sostenida en un pliego de petitorios, con emisores y destinatarios determinados.

Pero esta vez es diferente. Es un estallido informe y anárquico. Si fuese un proceso, es el de desgarramiento de los músculos que dan contorno al sistema. Es la violencia del parto. Es luchar por alcanzar la superficie, justo antes de morir asfixiado. Esto, no se trata de ricos y pobres. El origen es más profundo. Mi hipótesis es que la paz social se destruyó, en realidad, porque se alcanzó la convicción colectiva de que no somos – y nunca fuimos – iguales ante la ley. Es decir, nos dimos cuenta de que había ciudadanos de primera y segunda clase, ya no por cuestiones circunstanciales atribuibles al ámbito económico, sino por derecho propio.

¿Qué llevó a dicha convicción? La infame, reiterada y descarada impunidad con que se ha tratado a los peces gordos y sus hijos, del poder político y económico. Esa impunidad develó la existencia de dos países, uno para quienes debemos someternos a la ley, y otro para quienes no deben someterse a la ley. Esa impunidad dejó en evidencia, entonces, que nunca hubo pacto social. Solo hubo un grupo de elite que maquilló la realidad para hacerla parecer unificada (en la forma de un documento ilegítimo escrito en 1980 que denominaron Constitución), pero a sabiendas de que en la trastienda ellos consolidaban una sociedad distinta, un grupo de privilegio, algo así como los legítimos herederos de las prerrogativas del otrora aristócrata y colonizador. La distinción entre hijos legítimos e ilegítimos, a pesar de haberse abolido (contra la voluntad de la UDI), siguió enquistada en la estructura social.

Cuando el fraude quedó al desnudo, las calles estallaron desenfrenadas. Sin ruta pero con meta: volver a la igualdad original. O somos parte del mismo orden, o somos parte del caos. Algo así como: “si el presidente es impune, todos tenemos el derecho de ser igualmente impunes”. Y frente al caos: falso asombro, y luego la oferta de soluciones a la vieja usanza, es decir, bajo la lógica de que el sistema es legítimo y se ajusta desde dentro. En buenas cuentas, intentar tapar el sol con un dedo. Pero ha quedado en evidencia que el fin del orden en las calles reclama más, reclama el fin del orden que nos rije. Declarar estado de emergencia es, sin duda, la mayor prueba de ello. Confirma que el conflicto logró escapar de los bordes. La deconstrucción ha sido completada. Ahora una tabula rasa, que exije reinventar.

¿Pero, cómo hacerlo, desde dónde? No hay una sola solución, pero sí un primer deber. Los que están en el poder deben renunciar a la mirada altiva de quien detenta el privilegio. Sin miedo. Si lo hacen, no van a perder las útilidades ganadas por décadas. Y no van a ir a la cárcel, ya no fueron. Ahora bien, esa renuncia puede ser resultado únicamente de la profunda convicción de que somos todos iguales ante la ley. Ahí es donde hay que reparar. Y para ello, se requiere empatía. Este afecto básico de la convivencia humana (recogido como principio en diversas sabidurías, y como mandamiento cristiano en el amarás al prójimo como a ti mismo) es la génesis de la república. Lo que nos permite ver en el otro a un igual, y a partir de esa igualdad, fundar la vida en común.

Si el fenómeno social es observado y sentido desde ahí y no desde un palco, quizá quienes gobiernan podrán percibir que el origen más profundo de la crisis es la ausencia de pacto social legítimo. Quizá luego estén dispuestos, quizá hasta querrán, ceder frente a la necesidades de cambio a la estructural social que otrora se impuso por la fuerza. Qué gran oportunidad de hacer historia!

Ceder significa, así, al menos tres cosas. Primero, estar disponibles para abolir sus prerrogativas de forma radical; segundo, estar disponibles para desmantelar el sistema neoliberal que protege dichas prerrogativas (no solo es un mal sistema económico, por sobre todo es ilegítimo); y tercero, convocar a todas y todos los ciudadanos del país a la reinvención del contrato social. A reescribirlo, sobre la base de lo que realmente somos: una familia de mestizos y nativos, habitando un mismo territorio. Nada más, nada menos. Todos igualmente bellos e igualmente feos. Todos igualmente buenos. Todos, ojalá a la altura de los días y meses que se avecinan, que saben y huelen a dolor, pero por sobre todo a un firme anhelo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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