Publicidad
¿Reforma o revolución? Opinión

¿Reforma o revolución?

Renato Cristi
Por : Renato Cristi PhD. Professor Emeritus, Department of Philosophy, Wilfrid Laurier University.
Ver Más


En su editorial “La instalación del poder constituyente para una nueva Constitución”, El Mostrador sostiene que el Acuerdo suscrito por casi todas las fuerzas políticas en la madrugada del viernes 15 de noviembre “resolvió instalar el poder constituyente exactamente donde reside la soberanía, esto es, en la voluntad del pueblo”. Esto pone “por primera vez” en nuestra historia “las cosas en su lugar”.

La afirmación categórica de esa novedad histórica, de ese “por primera vez”, le confiere a este texto un carácter revolucionario. Esto lo confirma, primero, su reconocimiento de que lo sucedido, a partir del 18 de octubre, ha significado la aparición en la escena política del poder constituyente del pueblo. De por sí, esta noción tiene una notoria estirpe revolucionaria. Hay que pensar solo en Locke, en Rousseau y en Sieyès, y en el vecindario histórico en que se sitúan estos autores.

Es consistente por ello el editorial cuando afirma que esa noción es “fundante”, y que se trata de un poder “totalmente autónomo e ilimitado”, un “poder absoluto inicial”. Este poder “fundante”, “autónomo”, “ilimitado”, e “inicial” exhibe una potencialidad creadora análoga a la natura naturans de Spinoza. La sola mención de esa noción deja en evidencia la orientación revolucionaria del editorial.

Segundo, la radicalidad queda también en evidencia cuando se objeta que el Acuerdo del 15 de noviembre haya decidido que la Convención constituyente se construya como “una mixtura entre parlamentarios y convencionalistas constituyentes elegidos por el pueblo”. El editorial, por el contrario, demanda que “el cuerpo constituyente para un cambio total de la Constitución debe tener un mandato expreso y excluyente”. Solo el pueblo, “tangible y real”, puede ejercer como sujeto del poder constituyente. Y debe hacerlo sin mediación alguna, es decir, no puede ejercer “como titular de un poder ya constituido, que le [sea] preexistente”. Se desecha la reforma de lo preexistente, y se afirma la creación revolucionaria inicial.

Tercero, se declara de manera categórica que “hasta ahora, en la historia de Chile, el único actor político soslayado ha sido el pueblo”. Y por ello puede concluirse que “en Chile nadie sabe cómo se hace una Carta Magna con el pueblo”. Estamos, hoy en día, en presencia, por vez primera, del pueblo “tangible y real”. Frente a esta presencia original y originante, se rinde y desaparece la historia constitucional de Chile. Nunca, en verdad, ha habido una verdadera Constitución en Chile, es decir, una en que quede de manifiesto la agencia de la soberanía popular. No se puede, por tanto, desperdiciar el actual momento constitucional permitiendo la participación de un poder ya constituido, como es la representación parlamentaria actual.

Cabe preguntarse, ¿en quién se inspira el editorialista de El Mostrador para ofrecer esta propuesta tan claramente revolucionaria? ¿Dónde se origina esta interpretación tan radical de nuestra historia constitucional?

Me parece que algunas de las ideas expresadas en el editorial encuentran su origen en la obra insigne de Gabriel Salazar, Premio Nacional de Historia. Me referiré a un breve tratado suyo, a la vez histórico y jurídico, titulado: En el nombre del poder popular constituyente (LOM, 2011). De partida, Salazar ofrece una definición de lo que entiende por poder constituyente. Es el poder “que puede y debe ejercer el pueblo por sí mismo… para construir, según su voluntad deliberada y libremente expresada, el Estado… que le parezca necesario y conveniente para su desarrollo y bienestar” (27). Enseguida, comprueba que este poder popular constituyente no ha logrado manifestarse en el curso de la historia de Chile. Por una parte, la clase dirigente “lo ha reprimido brutalmente”; por otra, la izquierda parlamentaria, asumiendo el papel de vanguardia, “lo devaluó y sepultó en el olvido” (28).

No hay novedad en su fuerte crítica con respecto a la oligarquía. Lo que llama la atención es su implacable condena de la izquierda parlamentaria. La acusa de aceptar y acomodarse a estados constituidos “sin la participación” del poder popular constituyente, y que corresponde “al [Estado] de 1925 y el de 1980” (29)”. Notable la equiparación que hace Salazar de las Constituciones del 25 y del 80. La Constitución que fuera de Eduardo Frei y de Salvador Allende no se diferencia substancialmente de la pinochetista. La izquierda, continúa Salazar, “no se ha jugado nunca por abolir [esos estados] para luego abrir las puertas al Poder Popular Constituyente” (29). De ese modo, ha preferido “con más oportunismo que lealtad… la compañía de golpistas, formando parte de una misma, conflictiva y gobernante clase política civil” (29).

En vista de esto, Salazar recomienda que la Asamblea constituyente que propone para el ejercicio del poder constituyente del pueblo, quede formada conforme a un determinado criterio de pureza política. Piensa que es un error delegar la tarea constituyente en alguna “autoridad del sistema vigente… o en los partidos políticos, o en el Parlamento mismo” (78). Y la razón es muy simple –“todos ellos, según muestra la historia, no realizarán el cambio revolucionario del Estado que se necesita, sino una reforma limitada que les permita mantener el sistema antiguo pese a su crisis, a fin de seguir flotando en él como una hegemónica ‘clase política’” (78).

No está en disputa que el argumento de Salazar se apoya en un detallado y bien informado trabajo historiográfico. Lo que me concierne es lo que percibo como incoherencias en su ideario político, y vacíos teóricos en su incursión por la filosofía jurídica.

La concepción revolucionaria que tiene Salazar del momento constituyente, y que da cuenta de la necesidad que ve de “construir un Estado nuevo”, tiene como agente lo que denomina “movimiento social-ciudadano” (76). Este movimiento debe convertirse en alternativa al sistema político vigente. Para ello debe tener presente “la continuidad necesaria entre pasado y presente, entre su memoria acumulada y la realidad que quiere construir socialmente, entre su poder real y la tarea por realizar, sin tener que dar ese peligroso salto al vacío que va desde el mero descontento a la vaguedad de la utopía” (76).

Pero si ese movimiento alternativo se presenta como agente del poder constituyente, eso da lugar precisamente a un salto al vacío, a un escribir en una página en blanco. Corresponde, en verdad, a una ruptura revolucionaria con el pasado. Pero Salazar habla de “continuidad”. Hablar de continuidad, un término que aparece siempre en el arsenal de ideas del conservantismo, es hablar de reforma, y no de revolución.

Resulta, por tanto, incoherente afirmar, sin mayor explicación, que “la revolución es un proceso histórico que contiene una cierta continuidad” (76). En todo caso, es interesante observar que Salazar muestra que su oficio y su ideario historiográfico han constituido su indispensable vigía revolucionario. Ese oficio y ese ideario han estado al servicio de la creación del momento constitucional que hemos vivido. No podría ser así más inoportuno el Acuerdo del 15 de noviembre.

En cuanto a una incursión, en este breve tratado, en la filosofía jurídica con el objeto de dar cuenta de la noción de poder constituyente, habría que decir que brilla por su ausencia. Sugiero mi “Abecedario del momento constitucional” publicado el 10 de noviembre en El Mostrador, como un brevísimo y mínimo recuento de cómo la filosofía jurídica entiende la función del poder constituyente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias