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Poderes originarios, poderes derivados: aquí cabemos todos, o no cabe ni dios Opinión Crédito: ATON

Poderes originarios, poderes derivados: aquí cabemos todos, o no cabe ni dios

Ciertos chamanes hoy en día se avergüenzan de la fotografía en la que se ilustró el pacto político y jurídico. La “cocina” la llaman, apelando al innoble método de decidir elitistamente lo que es mejor para el resto, pero no a las definiciones jurídicas del pacto, que por toscas que se hayan presentado, son las que hicieron tangible la Convención Constitucional. Con lo anterior, he querido decir que algunas reglas de diseño (155 convencionales) y de funcionamiento (reglamento y acuerdos por los 2/3) de la Convención provienen de la actual Constitución –pues ahí fueron enquistadas por el pacto político–, y que fue el poder en ese entonces constituido el que le dio esa forma congénita. Dichas reglas, entonces, son infranqueables.


¡Qué tiempos efervescentes!

Que duda cabe, sobre todo para aquellas almas que se sorprenden en su cotidiano por el mero hecho y la suerte de estar vivos, que la actual es una época de remezones, y ellas se alegran metafísicamente por ello.

A la sacudida que significó el encierro pandémico, y que francamente agota sin más, la ha opacado la que quizás es la vivencia política más importante que mi generación haya vivenciado o siquiera recuerde. Lo inédito además envuelve también a los mayores: testigos (la mayoría silentes) de un golpe de Estado, una macabra dictadura, de la conquista de la (ahora muy vapuleada) democracia, y de su trastabillante ejecución, jamás imaginaron, ni imaginamos, ni la Convención Constitucional, ni los sucesos que la gatillaron. El último, dando material para la perplejidad de actuales y futuros sociólogos, y la segunda robándose con justicia los sucesos noticiosos de las últimas semanas. Y en su embrionario devenir quisiera detenerme en estas líneas.

Soy abogado de formación, y contra eso no puedo pelear: o sea, que dentro del currículum de mi carrera se me inculcaron nociones de poder constituyente originario o derivado. La diferencia –leímos– era bastante prístina: el poder constituyente derivado nace de una Constitución vigente; al originario, en cambio, se le ve florecer de situaciones anómalas en una sociedad. Lo ocasionan revoluciones, u otros derrumbes institucionales que tienen afán de demoler para construir o de borrar para crear. El primero es un conducto para un cambio sustancial, el segundo es pura composición hacia lo nuevo.

[cita tipo=»destaque»]En mi concepto, al menos en cuanto a la regla de los 2/3, lo  anterior no es malo. Desatendiendo momentáneamente el argumento de la bondad de los acuerdos ampliamente concordados (en el que creo, a pesar de mi cinismo connatural), me parece que la sola conformación de la Convención, que no podía profetizarse más variopinta y que sin embargo lo es, es una demostración palpable de la peculiaridad del órgano, respecto del “poder constituido” que tan mala reputación tiene. Viendo su conformación, mejor calza la obligación de los 2/3.[/cita]

Pero, no por sabidas, esas nociones dejan de ser pedestres. Como siempre la complejidad humana es más colorida y extraña que los ejemplos de un manual. Y aquí estamos interpelados como sociedad e interpretando qué fue lo qué pasó, qué es y cómo puede ser lo que vendrá. Cuál es la calidad de la potestad que este nuevo órgano tiene para delimitar qué es lo que puede hacer, tachar, corregir o engendrar.

Tendré que arriesgar entonces algunas definiciones. Si bien es cierto el estallido social tiene un cariz revolucionario, en el sentido de que su pretensión principal es un cambio, no de las reglas del juego, sino del juego mismo, pues aboga primordialmente por una reestructuración del poder (su ambición es desfondar el verticalismo que le ha caracterizado históricamente), lo cierto es que el correlato de su expresión profundamente ciudadana y callejera, es un pacto político cuya premisa principal es la redacción de esta nueva Constitución. Si la calle lo pidió, el pacto lo hizo políticamente posible. Es cierto que sin la calle no hubiera habido pacto, pero se hace cuesta arriba imaginar que solamente de la pujanza de la calle hubiera resultado, materialmente al menos, en una Convención Constitucional.  Y a su vez es el pacto político producto del clamor del 18 de octubre, el que se expresó en ciertas gruesas delimitaciones jurídicas que fueron incrustadas (por voluntad política, valga la repetición) en la actual Constitución.

Ciertos chamanes hoy en día se avergüenzan de la fotografía en la que se ilustró el pacto político y jurídico. La “cocina” la llaman, apelando al innoble método de decidir elitistamente lo que es mejor para el resto, pero no a las definiciones jurídicas del pacto, que por toscas que se hayan presentado, son las que hicieron tangible la Convención Constitucional. Con lo anterior, he querido decir que algunas reglas de diseño (155 convencionales) y de funcionamiento (reglamento y acuerdos por los 2/3) de la Convención provienen de la actual Constitución –pues ahí fueron enquistadas por el pacto político–, y que fue el poder en ese entonces constituido el que le dio esa forma congénita. Dichas reglas, entonces, son infranqueables.

Evidentemente “al andar se hace camino”, y la inmensa mayoría de los preceptos que nos dará y por los que opere la Convención son resorte exclusivo de ella y, en tal sentido, respecto de esas normas, el órgano es soberano. Pero eso no quita que el germen inamovible de instauración de la propia Convención es derivado, jurídica y políticamente hablando, es entonces una conferencia de voces de naturaleza híbrida: derivada en su origen y relativamente soberana en su devenir.

En mi concepto, al menos en cuanto a la regla de los 2/3, lo anterior no es malo. Desatendiendo momentáneamente el argumento de la bondad de los acuerdos ampliamente concordados (en el que creo, a pesar de mi cinismo connatural), me parece que la sola conformación de la Convención, que no podía profetizarse más variopinta y que sin embargo lo es, es una demostración palpable de la peculiaridad del órgano, respecto del “poder constituido” que tan mala reputación tiene. Viendo su conformación, mejor calza la obligación de los 2/3, pues veo –con un prudente optimismo– que en el hemiciclo en el que se sentarán los 155 existe una efectiva y respetable representación de intereses, sensibilidades, movimientos y partidos, que por primera vez sí se parece a Chile. La dispersión de opiniones y motivaciones sí es Chile, de ahí que los grandes acuerdos de Chile, los adopte Chile.

No comprendo, entonces, aunque este oráculo esté viciado por ser proferido a posteriori, el resquemor táctico del Partido Comunista a los acuerdos, ni creo en la calidad refundacional absoluta e inapelable de la Convención. Comprendo que para muchos es un trance ontológico, si no derechamente la revisión de un trauma, tener que deliberar, a veces dialogar y a veces trabajar codo a codo con quienes perciben como enemigos, pero la virtud de la política (que sí la tiene) se relaciona con  una suerte de despersonalización en la que, en lo posible, debe hacerse a un lado la repugnancia, en pos de un porvenir que se llama Chile.

Por lo demás, los comunistas han tenido una tradición y participación en la vida institucional de importantes credenciales democráticas (la última de las cuales sucedió, no hace mucho, con su participación en el Gobierno de Bachelet), por lo que extraña su novel aversión a ejecutar la política.

Mal que mal, fueron ellos los que clamaron alguna vez aquel lema (que robo al gran cantante Víctor Manuel) que hoy quieren desconocer para otros: “Aquí cabemos todos, o no cabe ni Dios”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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