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Democracia y violencia Opinión Crédito: Aton

Democracia y violencia

Agustín Squella
Por : Agustín Squella Filósofo, abogado y Premio Nacional de Ciencias Sociales. Miembro de la Convención Constituyente.
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Si la democracia está fallando –y eso en Chile hace ya rato–, si consideras que esa forma de gobierno, aquí y ahora, se encuentra  lejos del ideal o avanza muy lentamente hacia él, aprovechemos el actual proceso constitucional para mejorar nuestras instituciones democráticas y no poner estas en riesgo propiciando el imperio de la fuerza y la violencia, que activan no solo a los enemigos de la democracia, sino también a los demócratas que sufren hoy una crisis política, económica, social y sanitaria de la que aspiran a salir con tanto orden como libertad.


La política es más antigua que la democracia. Se trata de una actividad humana que se puede rastrear hasta las formas más primitivas de organización social. La democracia, en cambio, es una manera de hacer política. Es, en concreto, una forma de gobierno que con ese nombre apareció recién cinco siglos antes de nuestra era en algunas ciudades de la antigua Grecia. Solo siglos después reapareció en algunas ciudades italianas del Medioevo, aunque muy imperfectamente, y a partir del siglo XVIII se asentó y expandió, hasta hoy, en su moderna versión de democracia representativa. Una democracia, esta última, que puede y debe ser combinada con modalidades de democracia directa que son perfectamente compatibles con ella.

La política es una actividad humana que concierne al poder político, o sea, al poder para tomar decisiones vinculantes para el conjunto de la sociedad. Quienes hacen política, o sea, quienes se dedican a dicha actividad, buscan acceder al poder, ejercerlo, conservarlo, incrementarlo, y recuperarlo cuando lo hubieren perdido. De ahí, por lo mismo, la rudeza de la política. Hay en ella algo en disputa –el poder– y hay también personas y colectividades que rivalizan por él. La política es siempre entre rivales, no entre amigos, aunque no necesariamente entre enemigos.

Por su parte, la democracia, reconociendo el hecho antes descrito, dispone que el poder ha de quedar en manos de la mayoría, cualquiera que esta sea y cómo se encuentre conformada. Al momento de entregar y legitimar el poder a la mayoría, la democracia solo cuenta cabezas, que es algo puramente numérico, pero ya se sabe que contar cabezas es mejor que cortarlas. En tal sentido, la democracia elimina la fuerza a la hora de hacer política y, como decía Karl Popper, permite instalar y reemplazar gobernantes sin derramamiento de sangre. Más crudamente, lo que afirmaba el pensador austríaco es que la democracia “permite reemplazar gobernantes ineptos sin derramamiento de sangre”.

La democracia es un sustituto de la guerra que se libraría entre los bandos en pugna por el poder y sustituye por el voto el tiro de gracia del vencedor sobre el vencido. De esta manera, la democracia no regula solo el acceso al poder, sino también su ejercicio, su conservación, su incremento y su recuperación, y exige que todo eso se realice de manera pacífica, fijando para ello un conjunto de reglas –las reglas de la democracia– que no se reducen a la pura regla de la mayoría, y que, al menos por mi parte, cuento en 18.

Si se quiere tener democracia habrá que valorar y adoptar tales reglas en la mayor medida posible, porque no ha habido, ni habrá nunca, una democracia perfecta, o sea, una que realice al cien por ciento todas y cada una de las reglas de esta forma de gobierno. La democracia es tanto un ideal como una realidad: el ideal queda trazado por el cabal o completo cumplimiento de todas sus reglas, mientras que la realidad muestra democracias históricas o actuales que intentan acercarse al ideal y que, por lo mismo, pueden ser rankeadas según se encuentren más cerca o más lejos de ese ideal.

Entonces, la democracia es exigente, muy exigente. Lo es en su versión ideal, desde luego, pero lo es también en sus manifestaciones reales, las cuales, por decirlo de algún modo, son tiradas por un ideal que las insta a acercarse a él.

[cita tipo=»destaque»]Nadie está obligado a ser demócrata, pero si lo fuera y se presentara como tal, sería necesario que aceptara, cumpliera y defendiera las reglas de esta forma de gobierno, partiendo por el rechazo a la fuerza y hasta por evitar lo que vemos hoy a menudo en Chile: ese ambiguo y constante coqueteo con ella, acompañado del deporte nacional hoy más practicado –el doble estándar–, en nombre del cual la fuerza y la violencia se justifican cuando favorece nuestros objetivos políticos y se condena cuando lo hace con los que profesan nuestros rivales en política.[/cita]

De entrada, la democracia invalida el recurso a la fuerza y a la violencia como medio para alcanzar objetivos políticos, el principal de los cuales –ya está dicho– es conseguir el poder o ejercer una influencia sobre este. Así, por ejemplo, los dictadores hacen política, pero no hacen política democrática, aunque suelen apropiarse de esta palabra para confundir a sus súbditos, si bien adjetivándola de las más diversas y extravagantes maneras: democracia real, democracia orgánica, democracia proletaria, democracia popular, democracia bolivariana, democracia protegida, y hasta democracia autoritaria. Esta última es claramente una contradicción, mientras que en los restantes casos cada uno de los adjetivos vacía de contenido al sustantivo democracia. Esos adjetivos son “palabras comadreja”, en alusión al mamífero que es capaz de sorber el contenido de un huevo sin romper la cáscara.

Nadie está obligado a ser demócrata, pero si lo fuera y se presentara como tal, sería necesario que aceptara, cumpliera y defendiera las reglas de esta forma de gobierno, partiendo por el rechazo a la fuerza y hasta por evitar lo que vemos hoy a menudo en Chile: ese ambiguo y constante coqueteo con ella, acompañado del deporte nacional hoy más practicado –el doble estándar–, en nombre del cual la fuerza y la violencia se justifican cuando favorece nuestros objetivos políticos y se condena cuando lo hace con los que profesan nuestros rivales en política.

Y si no encuentras en la democracia una razón suficiente para rechazar la violencia, ni tampoco la hallas en alguna suerte de imperativo moral, calcula cuánta es tu fuerza y si tienes realmente las bazas a tu favor cuando instales y aplaudas la violencia en las calles. Si la democracia está fallando –y eso en Chile hace ya rato–, si consideras que esa forma de gobierno, aquí y ahora, se encuentra  lejos del ideal o avanza muy lentamente hacia él, aprovechemos el actual proceso constitucional para mejorar nuestras instituciones democráticas y no poner estas en riesgo propiciando el imperio de la fuerza y la violencia, que activan no solo a los enemigos de la democracia, sino también a los demócratas que sufren hoy una crisis política, económica, social y sanitaria de la que aspiran a salir  con tanto orden como libertad.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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