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El poder simbólico de la guerra de las drogas Opinión

El poder simbólico de la guerra de las drogas

Ibán de Rementería
Por : Ibán de Rementería Miembro de la Corporación Ciudadanía y Justicia y Vicepresidente de la Red Chilena de Reducción del Daño.
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Desde que de Castro y Gasparini publicaron en el año 2000  el libro «La Delgada Línea Blanca», la relación entre el tráfico de drogas y el poder político adquirió una nueva dimensión, ya no se trata de la típica corrupción de los actores políticos por la capacidad de soborno de los poderes económicos, como se ha denunciado en la convivencia dineros y política durante la égida concertacionista —cuya máxima expresión es el caso SQM, concesión del litio a Ponce Lerou, yerno de Pinochet— lo que inició el fin del actual sistema político nacional. Tampoco se trata del narcotraficante que viabiliza su negocio comprando la cooperación de policías, fiscales, jueces y políticos, como nos describen el crimen organizado en las novelas de Puzo o las películas de Ford Coppola, además, se trata de un delito con un mullido “colchón moral”, al fin y al cabo sólo es un “delito sin víctima”, pues sus clientes compradores que únicamente buscan gestionar sus incertidumbres y agobios consumiendo esas sustancias ilícitas, más eficientes en ese propósito ansiolítico que el tabaco y el alcohol.  No, aquí se trata de una nueva oportunidad de participar en un negocio ilícito que otorga a sus controladores la autonomía financiera que asegura la independencia política, no se trata de narcotraficantes que se apropian de la política, por el contrario en este caso se trata de agentes políticos que se apropian del narcotráfico. En esto la investigación periodística realizada por de Castro y Gasparini es muy lúcida. Un buen ejemplo local reciente de esta narcotización de la política ha sido el caso del alcalde Aguilera de San Ramón.

Finalmente, hay otra forma de usar el tráfico de drogas como instrumento de control político: “la guerra contra las drogas”. Esta forma de poder simbólico es un modo superior de ese control general sobre la población que es la “guerra contra la delincuencia”. Si bien, hasta ahora, la guerra de las drogas solo ha mostrado sus más de cien años de fracasos, tiene la ventaja indiscutible que sus propósitos sanitarios altruistas y sus prácticas policiales que procuran la seguridad ciudadana, no pueden ser puestos en duda bajo ninguna circunstancia o motivo.

Veamos los elementos para la enunciación de esa forma de poder simbólico que es la guerra de las drogas. Sobre este sutil tipo de poder bien nos dice Bourdieu que: “… el poder simbólico es, en efecto, ese poder invisible que no puede ejercerse sino con la complicidad de los que no quieren saber que lo sufren o que lo ejercen”. [ Bourdieu, Pierre, “Sobre el poder simbólico”, en Intelectuales, política y poder, traducción de Alicia Gutiérrez, Buenos Aires, UBA/ Eudeba, 2000], veamos entonces cómo se construye el poder simbólico de la guerra de las drogas.

Lo que es sometido a control simbólico mediante esta guerra son las prácticas de alteración de la conciencia para hacerse cargo de la adversidad vital o en el mundo, con fines curativos o simplemente festivos: aquello está presente desde los orígenes de la humanidad, graficado en el arte rupestre como expresión del chamanismo desde hace treinta mil años hasta hoy; en la medicina antigua griega y romana basada en cuidadosas dietas y calmantes eficientes como las infusiones de amapola (triacas) , así como estalla de manera terrible en la cacería de brujas (curanderas) de la época medioeval, pues el desarrollo de la medicina académica en el siglo XIII europeo se sentía competida por el milenario saber de cuidados que ejercían las mujeres, por eso fueron acusadas de obtener esos poderes con el diablo —todavía no había comunistas—, para su bien fueron apresadas, vejadas, torturadas y quemadas vivas. Expresión reciente de ese poder simbólico, fue la prohibición del consumo de alcohol, como la “ley seca” en los EUA entre 1919 y 1933, con sus catorce años de fracasos persecutorios, con la implantación y florecimiento del crimen organizado que proveyó esa demanda; la clave del modelo de control de las drogas y su fracaso está en esa experiencia, siempre presente en la memoria escrita y cinematográfica y, a la vez, constantemente olvidada en los estudios sociales y sanitarios, como un excelente caso de control simbólico, olvidado por sus actores activos y pasivos, pero permanente en el recuerdo banal de la entretención.

El consumo de alcohol se pierde en la noche de la historia humana, pero el alcoholismo se vuelve un problema sanitario y social en Europa y sus colonias con la acelerada urbanización de las sociedades a partir del siglo XIX, con la industrialización de la producción y la mercantilización de todas las relaciones sociales, por eso también crece vertiginosamente la delincuencia, aquí en Chile aquello acontece desde los años 30 del siglo pasado.

Los intentos del control penal del alcohol y luego las otras drogas tienen como base el principio de la prevención general que fundamenta y explica la aplicación del castigo penal, para el bien de la sociedad en general, aquí el engaño es claro, de las denuncias que solo corresponde al 50% de los hechos delictivos padecidos por la población, aquí y en todas partes del mundo el 90% de esos hechos no tienen sancionado alguno, es claro que la capacidad disuasiva del poder penal es risible: la gente no delinque por temor al castigo penal, ya que tienen un 90% de posibilidades de quedar impune,  simplemente no lo hace porque le parece que es mejor para la sociedad y ellos  no hacerlo. Pero, todos aceptamos que el castigo penal disuade al delito, y si este aumenta junto con el crecimiento de la exclusión, el desempleo y la pobreza, se piden más y mayores castigos. Como en el caso de la aplicación del derecho penal al delito común, en el caso de la provisión y el consumo de drogas la persecución penal tampoco controla nada. Pero sirve, y vaya que sirve, ya que la guerra de las drogas permite menos garantías a los acusados y mayores penas a los sancionados, así se controlan a todos los que se pueden “descontrolar”: a las mujeres —hay más mujeres por drogas en las cárceles que por cualquier otro delito—, a los jóvenes, a los pobres, —si son jóvenes pobres ni se diga— a las minorías étnicas originarias, a los irlandeses, a los negros, a los latinos, y sobre todo a los subversivos, en fin, a todos los otros que no sean hombres blancos, solventes y decentes. Es bien conocido en que los Estados Unidos de América la prohibición del cannabis tenía por objetivo controlar a los mexicanos, el del opio a los migrantes de origen oriental y la cocaína a los negros.

Aquí en Chile la guerra de las drogas ha adquirido dimensiones proverbiales, ya no se persigue solamente la provisión ilícita de drogas y cualquier sospecha de uso que no sea para el “consumo personal, exclusivo y próximo en el tiempo”algo así como: presunción de culpa en vez de inocencia—, lo cual siempre debe ser probado en un juzgado de garantía; además, hemos penalizado el uso, la tenencia y provisión de fuegos artificiales, porque están asociados a las conductas anunciadoras y celebrativas del poder simbólico de los narcotraficantes; más aún, ahora se prohibirá  la importación de armas de fogueo, porque son adecuadas y usadas letalmente por los jóvenes “soldados” de los narcos; ya que los conflictos territoriales, por deudas, ajustes de cuenta y robos de drogas (“quitadas” o “mexicanadas”) entre bandas de narcotraficantes son cada vez más letales o al menos amedrentadoras para sus vecinos. Es necesario preguntarse entonces: ¿porque no se prohíbe la importación, venta y tenencia de cualquier arma de fuego?, que no sean para la tenencia y el uso exclusivo de las fuerzas policiales y militares, como acontece en Gran Bretaña, donde ningún civil puede tener armas, con sanciones que llegan a los 10 años de prisión.  Pero, eso sí, aquí la policía escolta las ceremonias fúnebres de los narcotraficantes para protección de los ciudadanos.

Todas esas son las derivaciones y desvaríos  del empleo del poder simbólico de la guerra de las drogas por los políticos, y sus asesores expertos, son medidas que nada resuelven pero que mucho se muestran. De la misma manera que los narcotraficantes muestras su simbólico de poder local con los fuegos artificiales, que ya no anuncia la llegada de las drogas sino que reafirma su presencia en el barrio y la comuna; por su parte, la guerra de las drogas es el fuego de artificio con el cual los políticos señala su presencia en un problema que no saben cómo ni quieren resolver, ellos insisten en atacar la oferta de drogas que hacen los narcotraficantes, pero no quieren hacerse cargo de la demanda por ellas que es un asunto de salud mental de la población nacional, de la autogestión de sus incertidumbres y agobios aún a riesgo de ir a la cárcel, pero bien sabemos que el tratamientos de las determinantes sociales y culturales de la salud mental es mucho más complejo y más caro que hacerle la guerra de las drogas a los narcotraficantes y los consumidores.

Los desafíos del nuevo gobierno del presidente Boric en el asunto de las drogas están, en primer lugar, en desligase del discurso de la guerra de las drogas, que no permite ver y hacerse cargo de la cuestión de la salud mental que genera la demanda por esas sustancias controladas, también por los psicofármacos, el alcohol y el tabaco. El segundo tema que debería asumir el nuevo gobierno es establecer claramente la cantidad de drogas controladas que las personas pueden tener y portar para su “consumo personal, exclusivo y próximo en el tiempo”, consumo que no es punible de acuerdo con la ley 20.000 de drogas, asimismo, retirar de la lista 1 de las sustancias psicoactivas, que prohíbe el uso médico de la cannabis y sus derivados, así como del clorhidrato y la base de cocaína, que son las sustancias controladas más consumidas por la población. El tercer tema, es asegurar un sistema de provisión de drogas controladas como se hace en la mayor parte de los Estados Unidos de América, en la región  americana y Europa. El cuarto tema  es asumir de una vez por todas y de manera integral el asunto de la salud mental, poniendo más acciones y recursos en los tratamientos psicológicos personalizados —psicoterapéuticos— que en los tratamientos psiquiátricos con psicofármacos —somáticos— , ya que esto último es una reafirmación de los usos de sustancias psicoactivas para controlar el estrés, la ansiedad, la angustia y la depresión como los trastornos más recurrentes en el campo de los trastornos del ánimo de la población nacional, causados por la incertidumbre y el agobio que provocan las actuales condiciones económicas, sociales y culturales que está padeciendo la población en general.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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