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De los fascismos

De los fascismos

Eduardo Salinas
Por : Eduardo Salinas Abogado. Licenciado en Derecho UC
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Hace algunos años, en mis tiempos de tuitero, tuve un interesante diálogo con alguien muy ilustrado que hablaba de los «fascismos de izquierda».

En ese minuto, sin ánimo de negar la existencia de la pulsión despótica o dictatorial de expresiones de personas que se autoidentifican como «de izquierda» (y experiencias históricas innegables), le pregunté por qué no hablaba de «autoritarismos de izquierda» en vez de «fascismos de izquierda» (dado, pues, el origen histórico del «mote»).

Me contestó que era una expresión acuñada por el mismo Habermas, por lo que no veía inconveniente en emplearla. En esa oportunidad, me retiré lentamente a reflexionar sobre el tema. Tras la publicación reciente de algunas interesantes columnas, me tomo la licencia de compartir –como un punteo– el fruto de esas reflexiones (ojalá que le sirvan a alguien más que a mí).

1) Puede ser una perogrullada, pero las actitudes que hoy identificamos como «fascistas» no nacieron con el «fascismo». La intolerancia, la violencia, son antiguas como la humanidad misma. Hubo fascismos disfrazados bajo ropajes cristianos y fascismos paganos; fascismos romanos y bárbaros; fascismos de Borbón y de la Casa de Austria; fascismos europeos y amerindios; fascismos jacobinos y girondinos, etc.

2) La identificación del fascismo solo con movimientos de «ultraderecha» (con el interés que pueda tener el estudio de esos movimientos) es, como mínimo, miope, además que antropológicamente infértil.

Podríamos decir que es maniqueo y cómodo: el peligro de las derivas «fascistas» sólo estaría en la Derecha. Sabemos que no es cierto: no solo hay fascismos de izquierda y derecha, sino que también de centro; fascismos políticos y apolíticos (fascismos de colocolinos y de bullangueros; fascismos de punkis, de veganos; etc.).

3) Podríamos decir que el «fascismo» (a falta de otro vocablo que tenga la misma resonancia negativa) es una consecuencia inevitable de la política, pero de toda política: también la «política apolítica» (valga la paradoja).

Porque –en realidad– lo propio de la política es la pausa, la suspensión, la detención del juicio. La «decisión» (¿aló, Carl Schmitt?). Decía: la decisión de «no pensemos más», «no busquemos más»: «esto llega hasta aquí», sea que esa decisión la tome un directivo de un partido político, un empresario, un padre de familia o un joven al decidir qué hacer un fin de semana entre diversas alternativas.

4) Suponiendo que el debate es de buena fe. O, mejor, suponiendo que no buscamos debatir, sino dialogar. Suponiendo que, de verdad, queremos corregir las causas que generan esas actitudes espurias, debemos abrirnos a mirar de frente este «fenómeno» y a reconocer que el origen es más profundo (no solo condiciones materiales o derivas identitarias contingentes) y que –quizás– el problema no es solo la disputa por el poder público, sino que se enraíza en la autoconcepción, la misma autopercepción del yo.

Sí, pues, debemos reconocer que la pulsión antidemocrática, hegemónica, es transversal, la oposición no es entre «ellos los fascistas» y «nosotros los demócratas»; sino que –en mí mismo– la oposición entre una actitud de apertura a lo real y una de cerrazón (reduciendo todo y todos a mi medida o conveniencia).

Tras ello, la pregunta que queda abierta es qué (o Quién) me mantiene en la actitud de apertura hacia la realidad, el otro (sea como sea) y el propio yo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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