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De las multitudes hegemónicas del 2011 a la revuelta de octubre Opinión Crédito foto: Marcelo Pérez

De las multitudes hegemónicas del 2011 a la revuelta de octubre

Desde el 2011 se activó un repertorio verbal que abrió una discusión política, a saber, lo prevalente no era la dimensión “técnica”, sino el modo de producción de la organización educacional que encarnaba una determinada manera de concebir la ciudadanía y resignificar “lo político en Chile”, siempre bajo los vectores de la modernización.


Bajo el lustro 2010-2015 existió un despertar crítico contra el consenso managerial educación como significante del abuso institucionalizado– que impugnó activamente las simientes del “modelo terciario”, las “fábulas celebratorias” de la modernización, mediante relatorías rebeldes. Por esos años se habían establecido diversas posiciones crítico-modernizantes en torno a un eventual subsidio global –justicia distributiva– para mitigar la fatiga arancelaria de la educación superior y la pauperización de la muda vida. Las voces críticas y las tribunas editoriales, imputaron al Estado subsidiario como el promotor del karma crediticio, so pena que el régimen de educación nacional siempre ha sido de provisión mixta, semiestatal o privado con fondo público.

Luego de los aconteceres urbanos, vino un debate constitucional que se expresó en los cabildos impulsados por la Nueva Mayoría, que migraron por los cauces institucionales y los empeños por alcanzar un texto jurídico de raíz pospinochetista. El fulgor de la “insurgencia protegida” 2011, su intensa vocación hegemónica, coronó un inusitado ciclo de protestas contra la vía chilena de capitalismo académico, centrada en el Crédito con Aval del Estado (CAE), y un conjunto de demandas insatisfechas (malaise) que impugnaba la producción de “indigencia simbólica”, la violencia fáctica del capital traducida en “bonificación” (huellas del capital), pero sin fracturar los mitos de la modernización. 

En suma, las multitudes del 2011 y sus tramas expresivas –el llamado “mayo chileno”– contribuyeron a enarbolar el deseo “maximalista” de la gratuidad total y la sedimentación de una “demografía de los deseos” que, más tarde, se consagró a impugnar con vigor napoleónico (FA, 2017) las bases segregadoras de la modernización pinochetista. Ello, de una u otra manera, había centrado el foco de la discusión en restituir un “principio de universalidad” (¡educación gratuita y de calidad!), cuestionando radicalmente el “paradigma de la focalización” –las barreras arancelarias, la mercantilización de la matrícula y la bancarización de la subjetividad– impuesto en tiempos de la modernización pinochetista. 

Un encomiable trabajo de Claudia Sanhueza, Efecto distributivo de la gratuidad de la educación en Chile (Los Fines de la Educación, 2013), indagaba en una problemática que no tiene antídotos, aunque honraba el mérito de establecer una perspectiva civilizatoria que apoyaba la tesis de un subsidio progresivo a la educación superior.

Lo anterior sin perjuicio de adicionar una importante literatura especializada basada en estudios empíricos, que también se servía de la experiencia de algunos países como Argentina, Uruguay, modelos de un bajísimo costo arancelario, pero también Finlandia y Noruega, y se basaba en el imperativo de una “justicia distributiva” del gasto público y en un acceso no discriminatorio al sistema educacional.

Es sabido que las transferencias fiscales son siempre motivo de discordia. A pesar de admitir la necesidad de una política pública –con un 100% de focalización hacia el 70% de la población cartografiada– el estudio concluía que el subsidio se traduce en un mejor impacto porcentual para las familias más pobres, y es superior al beneficio que –incluso– pueden recibir los segmentos más acomodados.

Es importante subrayar tales resonancias públicas, por cuanto aquellas rebeldías despertaron los pliegues de la sospecha y pusieron en tela de juicio algunas “hermenéuticas” (expertos del mainstream), como es el caso de Carlos Peña, quien con distintos argumentos, exponía su distancia ante el carácter progresivo de una política de gratuidad, sus licencias poéticas y el fetiche del “favoritismo fiscal”. 

Los nudos entre el sistema educacional y el mundo del trabajo no son marginales respecto a una propuesta redistributiva, pues la “segregación social” actúa como un proceso de socialización cultural –fragmentación cognitiva y déficit ciudadano– donde los grupos sociales se hacen parte de una educación tendencialmente elitaria y selectiva en la estructura de costos. No debemos perder de vista que la cuestión de la desigualdad social, tal como indica la OCDE, implica una concepción multidimensional referida a las adscripciones culturales que vienen a perpetuar las barreras de la desigualdad e impiden una movilidad consistente.

Tras este razonamiento y sin el ánimo de agotar todos los problemas asociados a los ciclos económicos, la economista Claudia Sanhueza explicaba la línea gruesa de su argumentación que posteriormente informaba a las comisiones del Frente Amplio. Tales ideas fueron sistematizadas en el artículo “Gratuidad en la educación superior; ventajas y costos en juego” (2013). A pesar de algunas prevenciones sobre los alcances de la idea matriz, la idea avanzó en la misma dirección y esta vez se sirvió de una simulación estadística (una inducción contrafáctica), pero con datos recogidos de la Casen 2009, donde un subsidio del 100% a la educación superior mejoraría parcialmente la brecha de la desigualdad. 

Con todo, aquí nos enfrentamos al ineludible ítem de la rentabilidad social de la educación, a saber, el “problemático” retorno de externalidades en sociedades de “nacionalismo oligárquico” –como el caso chileno– que no están vertebradas desde una visión compartida del desarrollo, ni tampoco cultivan un reparto de lo común. Aquí está el quid de un problema prácticamente  irreversible.

Con relación a nuestro modelo de tercerización, el Estado chileno padeció una reducción de facultades respecto al sistema de transferencias típico de sociedades donde el mapa universitario es parte de una red de protección social que, por ventura o no, nunca fue el eventual Estado del bienestar chileno. Con todo, no faltaron los usos contingenciales de la teoría, algún léxico exultante, para impugnar una sociedad de alta mercantilización en las formas de vida. 

Sin embargo, existe un problema adicional que puso límites al argumento de la justicia distributiva hasta aquí comentado, a saber, cómo se sostiene la rentabilidad social de la educación gratuita (y sus derrames) en el marco de una diseminación del aparato productivo que mella los hábitos públicos y el reparto comunitario.

Si bien la cuestión de los retornos (intangibles) involucra un mejoramiento cualitativo en cuanto externalidades, tales como una ciudadanía habermasiana de derechos, más apegada a las tradiciones culturales y políticas, respetuosa de la diversidad de género, potencialmente crítica a las diversas formas de corrupción y proclive a participar de los ritos cívicos, todo ello también debe gozar de una viabilidad material que no es –precisamente– la condición sociocultural (segregación y consumo del caso chileno). Si bien los retornos (externalidades) de la educación favorecen su financiamiento público, esto se asemeja a la situación de otros modelos societarios. 

La denominada movilidad social es una subrama de la estratificación social, hace mención a la brecha que un sujeto recorre entre su grupo de origen y su destino laboral. Más de una voz alertó sobre cómo la flexibilidad laboral (en el caso chileno) hacía migrar a los sujetos del riesgo hacia un tipo de movilidad oscilante,inconsistente, que explicaría las condiciones materiales de la conflictividad. Tal fenómeno se nombró con la metáfora de la “zona gris”. Aquí la falta de cobertura estatal fomenta una movilidad de “corto alcance”, dada la creciente desregulación del aparato productivo (tercerización, flexibilización), cuestión que se expresaría en una “inconsistencia posicional” que tiene una retroalimentación “viciosa” en los llamados “focos de empleabilidad”; especialmente para quienes pululan en una especie de desplazamiento horizontal en medio de la pirámide social.

Ello explica que la movilidad social en Chile no sea parte de un movimiento estructural, sino que responde a las “disposiciones agenciales” –particulares– que aprovechan la estructura de oportunidades –cuestión que claramente estimula “sendos procesos de individuación”–. La “crisis de expectativas” que vino a representar el movimiento estudiantil durante el año 2011 se explica, entre otros factores, por una crisis de movilidad efectiva en medio de la pirámide social, que era más bien un drama de la capa media estancada, y los segmentos del mundo popular.

Con todo, los líderes del momento abrazaron la parlamentarización del movimiento 2011 y, a poco andar, deslindaron sus pasiones institucionales y gestionaron las memorias del trauma. Las multitudes de aquel año –contra la vía chilena de capitalismo académico y sus ramificaciones– hicieron visible la “crisis de expectativas” de los grupos medios que aún padecen, entre otras brechas, la orfandad de horizontes (perfiles de egreso y su inserción efectiva en el mercado laboral). Todo ello merced a la dosis de liberalización del modelo terciario.

La desregulación se traduce estructuralmente en que la inmovilidad social en el campo de las humanidades (doctorados reducidos a plusvalía cognitiva) ha dejado de ser una fuente de ascenso social, es decir, dista de representar una mejora efectiva en la escala económico-social y adquiere un comportamiento más bien residual, dando paso a una ciudadanía líquida, porque la flexibilidad laboral se expresa en formas de acción impredecibles donde recrudecen malestares difusos que las izquierdas no pudieron articular hegemónicamente el año 2011. 

Todo indica que la vertebración del organigrama chileno agrega obstáculos de distinta naturaleza frente a la propuesta del subsidio universal. Uno de ellos –mencionado anteriormente– se relaciona con que la liberalización del mercado laboral ha estimulado una “ideología del emprendedor” que forma parte de los estilos de vida que cultivan los actores sociales (modernización individualista). Ello también se traduce en  formas de afiliación que han hecho del consumo una experiencia cultural.

Solo así podemos deducir que aún existan universidades cuyo discurso fundamental pasa por reivindicar la capacidad de inversión desde un peculiar concepto de calidad, a saber, una “ética managerial” podría implicar un mayor costo del servicio, quid pro quo. Aunque nos resulte abrumador, subvertir este tipo de argumentaciones y apoyar la tesis del subsidio progresivo implicaría revisar –nuevamente– el andamiaje político-económico-institucional que se instauró bajo la modernización autoritaria hacia fines de los años 70, sin desestimar sus insospechados alcances en la subjetividades. 

Todo cuando la vida cotidiana ha sido capturada por una república del consumo. En suma, respecto a los “malestares difusos” del 2011, huelgan las preguntas. Qué orientación abrazó políticamente el movimiento estudiantil y el sistema de partidos, a propósito de los malestares imputados, a partir de qué economía argumental se cinceló un diagnóstico. Ello es, quizá, el más desconcertante abismo social, a saber, el análisis sobre las clases medias en su paternalismo modernizante, vale decir, “volver a la no selectividad y no al copago, que es exactamente lo que las clases medias estaban pidiendo”, cual pasión por la distinción.

En suma, la liberalización de las formas de vida implica que, en realidad, los grupos medios querían esa petite différence, mediante colegios y universidades donde la comunidad sea más parecida y cuyo estándar de vida responda a las estéticas de la gestión. Tampoco se abordó mayormente el organigrama, los criterios y los cambios de institucionalidad del lucro, sin saber su horizonte de potencia o estatuto difuso en los contratos simbólicos del progresismo. Por fin, lo que subyace, aunque es parte de una discusión, es que la bullada eficacia política de incorporar a los sectores postergados a través mecanismos de mercado, develó una falta de hermenéutica del movimiento para litigar con los teóricos de la “masificación acelerada” (1990-2010). 

Con todo, el año 2011 “inauguró” innegables litigios que, anteriormente, se discutían como asuntos de tecnólogos, respecto de los cuales los expertos tenían la curatoría absoluta de los encuadres cognitivos. Desde el 2011 se activó un repertorio verbal que abrió una discusión política, a saber, lo prevalente no era la dimensión “técnica”, sino el modo de producción de la organización educacional que encarnaba una determinada manera de concebir la ciudadanía y resignificar “lo político en Chile”, siempre bajo los vectores de la modernización.

De paso, el movimiento 2011 impugnó la figura de la donación en Chile por la vía de una “subsidiariedad activa” (a estas alturas), que desnudó –parcialmente– formas de elusión o planificación tributaria, donde las donaciones solo respondían a instituciones propietarias, mediante un financiamiento a nombre de espacios eventualmente independientes, si no a grupos de presión que declaran el poder fáctico del capital. Con todo, el mercado no puede ser moralizado incesantemente, pues no es el mundo de Caín –concitando a Hugo Herrera–. 

En el Chile del posestallido (2023), y en las resonancias de los 50 años de la Unidad Popular, la izquierda no tiene un texto para administrar el presente –escasa potencia imaginal–, ni hablar en materia del bullado subsidio global. Luego de las feroces asonadas del rechazo constitucional, el bullying electoral, no hay destellos para levantar un marco interpretativo sobre un impuesto progresivo que transgreda el fetiche de los servicios y las formas de vida –comodificación– del progresismo. Tampoco hay algo que se suele invocar a modo de comodín, a saber, “narrativas”. 

Pese al mérito  de la justicia fiscal, la batalla cultural, ha sido colosalmente perdida y la latencia mesocrática del ciclo 2011 ha quedado limitada a un parpadeo de las multitudes rebeldes que ni siquiera fueron mencionadas por la revuelta del año 2019. Lejos del fetiche o una comprensión normativa, la ola negra del 2019, con su barbarie y su rabia erotizada ante la desigualdad, excedió los guiones de los funcionarios cognitivos del pacto elitario.

La  multitud, y sus momentos sin destino, no pudieron ser fumigados –menos sublimados– de cualquier manera, porque devinieron inasibles para los agenciamientos del saber elitario. El entramado de calle, y su lirismo sin hegemonía, fue inaprensible ante los axiomas de capital, porque pululan como razón práctica ante la acumulación primitiva de capital. 

En suma, el asedio a la desregulación abonó puntos para un “neoliberalismo constitucional” gracias a los hábitos oposicionales del 2011. Por fin, y sin negar los empeños de aquellos años, el devenir parlamentario de la demografía 2011 fue, y será, un lugar gravitacional. Sin duda, el mesocrático 2011 estableció las condiciones de posibilidad y las mediaciones para explicarnos el 18 de octubre de 2019. La revuelta, pese a su falta de trazabilidad, no fue una insurgencia espontánea y sus causas han sido obliteradas. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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