
Unidad con pueblo, estabilidad con justicia
Pensar el país a 30 años no es una extravagancia: es una necesidad. Corea del Sur pasó de la pobreza a la innovación en una generación. Costa Rica abolió el ejército y se convirtió en líder ambiental. Estonia se digitalizó desde las ruinas del comunismo.
En Chile, las palabras se han vuelto escudos. “Unidad” ya no significa un pueblo encontrando consensos, sino élites políticas protegiendo sus parcelas de poder. “Estabilidad” no es paz social, sino un sistema que se blinda a sí mismo, incluso a costa de su legitimidad. Lo que vivimos no es un proceso de transformación, sino una coreografía diseñada para que nada esencial cambie.
Presenciamos un reacomodo estructural, no visible en titulares, sino en acuerdos de pasillo, en oficinas de estudios jurídicos, en pactos empresariales y think tanks. Bajo el lenguaje de “responsabilidad”, se administran inercias; se intercambian cuotas sin voluntad real de transformación. Se reparten cargos como si el país fuera una empresa. Y en medio de todo, el abismo entre el país político y el país real no deja de crecer.
Las fronteras ideológicas entre centro, izquierda y derecha se diluyen. Figuras que alguna vez fueron progresistas hoy sostienen proyectos conservadores. No es pragmatismo: es una crisis de paradigmas. En este contexto, los dilemas del siglo XX vuelven –Estado y mercado, libertad e igualdad–, pero enfrentan desafíos inéditos del siglo XXI: crisis climática, migraciones masivas, revolución digital y geopolítica inestable.
Yuval Noah Harari advierte que “a medida que los algoritmos expulsan a los humanos del mercado laboral, la riqueza y el poder podrían concentrarse en manos de esa pequeña élite que posee esos algoritmos”. Thomas Piketty denuncia que el capitalismo, si no se regula, genera desigualdades que minan la democracia. Stiglitz va más allá: “La desigualdad no es inevitable, es una elección política”.
Chile no escapa de esa lógica. El modelo neoliberal no solo ha agotado su impulso modernizador, sino que también ha cristalizado privilegios y bloqueado la movilidad social. No es casual que crezca la desafección ciudadana. La política se vacía de ideales y se llena de encuestas. Se gobierna desde el miedo a perder, no desde el deseo de construir.
La crisis no es solo económica ni política: es moral. Las instituciones arbitrales pierden legitimidad. El crimen organizado avanza donde el Estado se retira.
La Iglesia, antes brújula ética, arrastra el descrédito de sus encubrimientos. En ese vacío simbólico el ciudadano se ve convocado a votar, pero no a participar; se le ofrece el deber sin el poder.
Michael Sandel lo expresó con lucidez: “La democracia no requiere una igualdad perfecta, pero sí que los ciudadanos compartan una vida en común”. Hoy, esa vida en común parece quebrada. Sin ella, la política se convierte en un espectáculo que nadie cree ni protagoniza.
Pero no basta con denunciar. Es urgente imaginar, proponer, construir. Chile tiene las condiciones para liderar una transformación profunda, si decide dejar atrás la administración de inercias y abrazar un proyecto colectivo de futuro.
El desarrollo del futuro será sostenible o no será. El país puede convertirse en un laboratorio de energías limpias, minería verde, alimentos regenerativos y salud mental avanzada. Debemos impulsar una transición energética que no solo reemplace combustibles, sino que también democratice el acceso a la energía y fortalezca la soberanía tecnológica. Magallanes podría ser un centro mundial de hidrógeno verde; Antofagasta, un polo solar; Biobío, un nodo logístico e industrial.
La minería puede dejar de ser extractivismo si se transforma con trazabilidad de carbono, cero emisiones netas y valor agregado local. No exportemos litio crudo: fabriquemos baterías. No vendamos solo recursos: vendamos soluciones. Seamos el país de las pymes, de la imaginación y de la eficiencia del Estado.
Ninguna de estas transformaciones será posible sin una revolución educativa. Y no hablamos de otra reforma: hablamos de reinventar el propósito de educar. La escuela debe formar pensamiento crítico, creatividad, trabajo en equipo, ciencia, tecnología y arte como lenguajes comunes. No podemos seguir educando niños del siglo XXI con modelos del siglo XIX.
El bilingüismo, la neurociencia aplicada al aula, la salud mental como pilar de aprendizaje, la formación técnica dual y un año de servicio civil son ideas base para democratizar el talento. Hay que conectar la educación con los desafíos reales del país y del mundo.
Revertir la despoblación de los territorios requiere conectividad, vivienda asequible y servicios públicos robustos. Con eso, muchos pueblos hoy vacíos podrían volverse polos de vida creativa.
Necesitamos jóvenes protagonistas: emprendedores, deportistas, investigadores, innovadores. Necesitamos mandar talento chileno al mundo –India, Corea, África– para que vuelva con ideas que multipliquen las oportunidades del país.
En lo global, debemos dejar de vernos como “el fin del mundo”. Somos puerta de entrada a Sudamérica, puente entre Asia y el Cono Sur. Las alianzas del futuro no están solo en Washington o Bruselas: están en Shanghái, Nairobi, Nueva Delhi y Singapur.
Ya ha pasado un cuarto del siglo XXI. Los problemas del siglo pasado siguen presentes, pero se han sumado otros más complejos. Pensar el país a 30 años no es una extravagancia: es una necesidad. Corea del Sur pasó de la pobreza a la innovación en una generación. Costa Rica abolió el ejército y se convirtió en líder ambiental. Estonia se digitalizó desde las ruinas del comunismo.
Chile también puede. Pero no lo hará desde el miedo ni la nostalgia. Lo hará si se atreve a proyectar, convocar y actuar. Lo que este texto propone no es una promesa, sino una provocación: ¿y si en vez de heredar problemas, construimos entre los demócratas soluciones compartidas?
Porque un país que se piensa a sí mismo en grande, es un país que deja de temer al futuro y comienza a construirlo con lucidez y convicciones.
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