Opinión
De la calculadora a la brújula: medir lo que importa
Chile no necesita una educación superior más barata o más cara: necesita una educación superior más valiosa.
Chile necesita medir y financiar su sistema de educación superior por lo que entrega a las personas y a los territorios –aprendizajes reales, equidad y trabajo digno– y no solo por el binomio arancel-sueldo.
En el debate sobre educación superior, la calculadora suele ganarle a la brújula. Preguntamos cuánto cuesta estudiar y cuánto se gana al egresar. Importa, por supuesto, pero no alcanza. La educación superior es una institución cultural y cívica antes que un mercado: forma profesionales y técnicos, produce conocimiento útil, sostiene servicios esenciales y ancla proyectos de región. Tratarla como un bien de consumo es confundir etiquetas con contenido.
El panorama vigente exige elevar los estándares. El Estudio de Mercado de la Fiscalía Nacional Económica (FNE) recuerda la magnitud del sistema: más de 1,27 millones de estudiantes, 137 instituciones y un gasto anual cercano al 2,1% del PIB. No es un nicho; es una infraestructura social que cruza familias, empresas, municipios y regiones.
El estudio confirma que, al elegir, las personas ponderan un conjunto más rico de atributos: vocación y habilidades, empleabilidad, amplitud del campo laboral, expectativas salariales y factores reputacionales como años de acreditación y prestigio institucional. Incluso el arancel es relevante, pero no como único faro. Esta evidencia debe guiar los estándares del sistema: información clara y comparable sobre lo que los aspirantes realmente valoran.
A la vez, el informe constata lo obvio pero postergado: la mayoría de los aportes basales se reparte con reglas heredadas de los años 80. El 95% del Aporte Fiscal Directo se asigna por inercia histórica, sin relación con desempeño, eficiencia ni objetivos de política pública. Resultado: se premian posiciones pasadas antes que mejoras presentes. La FNE recomienda corregir esto gradualmente y reemplazar esa fórmula por criterios objetivos.
El estudio también muestra asimetrías regulatorias que afectan a las universidades estatales –trámites de “toma de razón” que demoran nombramientos por meses, imposibilidad práctica de castigar incobrables, rigideces en compras internacionales– y sugiere perfeccionar el régimen de derecho público diferenciado: mantener probidad y controles, pero eliminar fricciones que restan competitividad y servicio al territorio. No es un privilegio; es nivelar la cancha para cumplir mejor la misión pública.
Frente a este diagnóstico, Chile tiene una salida clara: cambiar la forma en que medimos y financiamos, para alinear la conversación con el valor que la sociedad necesita.
La buena noticia es que la misma FNE propone tres líneas de acción: ayudar a que los estudiantes decidan mejor, con información clara y oportuna elevar la calidad de la información que entregan las instituciones, ajustar reglas para remover asimetrías de información y corregir barreras competitivas en las IES. Lo que falta es decisión.
Este cambio no es técnico: es cultural. Decir que “la universidad no es una empresa” no es nostalgia; es una exigencia contemporánea. La sociedad pide a su sistema de educación superior cuatro cosas: formación exigente; oportunidades efectivas para quienes menos tienen; trabajo digno y aprendizaje permanente; y desarrollo territorial. Todo lo demás –aranceles, becas, créditos, infraestructura– debe subordinarse a ese fin.
Chile no necesita una educación superior más barata o más cara: necesita una educación superior más valiosa. Valiosa porque enseñar mejor, abre puertas, impulsa regiones y mejora la vida de las personas. Si nos damos ese estándar –medir lo que importa y financiar lo que funciona–, dejaremos por fin la calculadora sola y volveremos a usar la brújula.
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