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Chile: cuando la irresponsabilidad se vuelve sistema

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Por: Catalina Cerón San Martín 


Señor director: 

Hay días en que el país parece funcionar en piloto automático, sostenido por la inercia más que por la convicción. Esta semana lo confirmó una seguidilla de hechos que, tomados en conjunto, no son meras anécdotas: una Seremi que llegó tarde a presentar el recurso de protección de Nabila Rifo, establecimientos que no aplicaron el SIMCE por descoordinación y un Congreso Nacional suspendido porque más de 100 diputados simplemente no se presentaron a trabajar. Tres situaciones distintas, pero un mismo patrón: la falta de responsabilidad pública, el desdén por el deber y una erosión constante de la confianza ciudadana.

No es solo negligencia; es síntoma de un país donde las instituciones han confundido el cargo con el privilegio y donde el servicio público ha dejado de ser eso: servicio.

El caso de Nabila Rifo vuelve a doler, no solo por lo que representa su agresión brutal, sino por lo que refleja el Estado que la debía proteger. Que una autoridad llegue tarde a presentar un recurso de protección en un caso emblemático de violencia de género no es un “error administrativo”; es un acto de indiferencia institucional. Es la constatación de que, incluso ante una víctima que simboliza la lucha contra la violencia machista, el sistema no se moviliza con urgencia ni empatía.

Si el Estado llega tarde con Nabila, ¿qué queda para las miles de mujeres anónimas que esperan ayuda en una comisaría, un hospital o una oficina del Servicio Nacional de la Mujer y Equidad de Género?

El caso del SIMCE, por su parte, muestra otro tipo de irresponsabilidad y la falla estructural del sistema educativo. No aplicar la evaluación nacional —que, más allá de sus críticas, permite medir brechas— evidencia falta de gestión y compromiso institucional. Cuando el Estado no cumple su propia función evaluadora, manda un mensaje devastador: que la educación pública puede funcionar sin tener el mismo estándar de calidad y sin seguimiento de resultados.

No se trata de defender una prueba, sino de defender la idea de responsabilidad pública, esa que debiera sostener cualquier política de Estado.

El episodio del Congreso Nacional, suspendido por falta de quórum tras la ausencia de más de 100 diputadas y diputados, es probablemente la metáfora más elocuente de esta decadencia cívica. En un país con salarios parlamentarios entre los más altos de la región, la ausencia masiva sin consecuencias reales es un insulto directo a la ciudadanía.

Los representantes populares no solo faltaron a una sesión: faltaron al contrato social. Faltaron a la confianza de millones que aún creen, con esfuerzo, que la democracia sirve para algo más que promesas eternas y peleas pequeñas.

No podemos leer estos hechos sin mirar atrás. Desde el estallido social de octubre de 2019, Chile vive un ciclo de desafección profunda. Las promesas de cambio institucional —el proceso constituyente, la reforma tributaria, las transformaciones sociales— fueron frustradas o diluidas. Hoy, la ciudadanía observa cómo las élites políticas, administrativas y técnicas repiten los mismos vicios que alimentaron la indignación de hace seis años:
Falta de empatía, desconexión con la realidad, ausencia de rendición de cuentas, y una cultura política del mínimo esfuerzo, donde nadie asume responsabilidad real.

Si algo enseñó el 2019 es que la desafección tiene límites, y cuando se cruzan, el malestar estalla. No necesariamente con piedras, sino con apatía electoral, rechazo institucional y desconfianza radical. Y esa forma de ruptura es igualmente peligrosa.

Cada vez que una autoridad no cumple su deber, se erosiona un poco más el sentido de pertenencia común. Chile no necesita otro estallido para entenderlo; pero si el Estado, la clase política y las instituciones no recuperan la noción de deber público, el malestar volverá a encontrar su cauce en la calle.

La sociedad chilena está cansada de la impunidad política y de la irresponsabilidad cotidiana que se disfraza de burocracia. El verdadero “orden” no se logra con represión ni campañas comunicacionales, sino con coherencia, responsabilidad y justicia.

Catalina Cerón San Martín
Antropóloga social de la Universidad de Chile
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