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Amantes en las antípodas: el mago y la verde Opinión

Amantes en las antípodas: el mago y la verde

Alejandro Reyes Vergara
Por : Alejandro Reyes Vergara Abogado y consultor
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Hay amores que no se entienden. Amantes de bandos enemigos, de pensamiento contrario, de culturas antagónicas o de familias que se odian, como los Capuleto y los Montesco en Romeo y Julieta. Pese a ello, se siguen comprendiendo, tolerando y amando, hasta morir.

¿Qué los hace comprenderse y tolerarse aun así? «El corazón tiene razones que la razón no entiende», contestaría Pascal.

Heidegger –el gran filósofo del siglo XX– era un compuesto y respetado profesor universitario, católico, conservador y casado. Sus alumnos le decían “el mago”, por sus hechizos para cautivar. Tenía 35 años cuando un flechazo lo prendó de Hannah Arendt, su brillante alumna judía de solo 18, con ojos luminosos, que sus compañeros llamaban “la verde”, por el color de sus vestidos. El “mago” alemán y “la verde” judía se hicieron amantes. «Desearía que esos instantes de nuestras vidas no se desvanecieran nunca», le escribía Heidegger. Pero el secretismo del profesor obligó a Hannah a cambiarse de universidad y de ciudad, manteniendo su relación secreta. Para ella era el hombre “al que he permanecido fiel e infiel, y siempre enamorada… Y si Dios lo da, te amaré mejor tras la muerte.”

Pocos años después, ella se enteró que Heidegger estaba vinculado al nazismo y era antisemita. En 1933 Hitler asumió el poder y Heidegger aceptó ser rector de la Universidad de Friburgo, apoyó al gobierno nazi y excluyó a profesores judíos. Las polémicas sobre sus vínculos con el nazismo duran hasta hoy, pese a que él los negó hasta la tumba.

Ese mismo año 1933, la Gestapo encarceló en Berlín a Hannah Arendt. Ella se declaraba más judía que alemana, activa antinazi, filosionista. Huyó a Francia y le quitaron la nacionalidad alemana, quedando apátrida. Y cuando los alemanes llegaron a París, también la apresaron allí en un campo de concentración. Pero otra vez logró escapar y se fue a EE.UU.

Dolida, engañada y humillada por Heidegger, se sintió ingenua y tomó distancia durante 15 años.

Pero “el mago” hizo su hechizo y Hannah lo volvió a visitar en los años 50, y muchas veces más, restableciendo su relación, en un acto de mucha tolerancia por parte de ella, que fue la “víctima” de múltiples formas: raciales, físicas, políticas y amorosas. “Tenemos que recuperar un cuarto de siglo de nuestras vidas”, le escribía Heidegger. Ella era la pasión de su vida, como él le reconoció a su señora, también una fanática nazi antisemita desde la cuna hasta el cajón.

Hannah y Heidegger mantuvieron 50 años de intercambios de cartas, hasta que ambos murieron a mediados de los 70. Ella tuvo siempre sobre el escritorio la foto de su marido junto a la de Heidegger.

¿Qué pudo mantener esa relación entre quien fuera partidario del nazismo y del antisemitismo, con su exalumna judía, antinazi, apresada por la Gestapo, expatriada de Alemania, que pasó las miserias de un campo de concentración? ¿Por qué se toleraron, se comprendieron y se amaron hasta morir?

Quizás, porque ambos tenían un pensar profundamente reflexivo, libre, crítico, abierto, autónomo e independiente, con disposición para preguntarse e interesarse por entender realmente el fondo de las cosas, con capacidad de cambiar de opinión, desprendiéndose de los prejuicios de su tribu, llegando a comprender la posición del otro.

El mérito fundamental lo tuvo ella, sin duda. Era una Pensadora con mayúscula. Partía desde cero. “El ejercicio de pensar es como la labor de Penélope: deshace cada mañana lo que acabó la víspera”. Tenía la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Distinguía lo correcto, de lo verdadero, de tener la razón. Le interesaba pensar: “Ese diálogo con nosotros mismos en nuestra más íntima soledad”. Su actuar fue coherente con ese modo de pensar, empeñado siempre por entender sin prejuicios.

Hannah Arendt alzó aún más su inteligencia y su capacidad para comprender y tolerar, cuando asistió en Jerusalén a reportear el juicio contra el nazi Adolf Eichmann, quien tuvo a su cargo toda la logística para transportar a millones de judíos a los campos de exterminio. Era considerado uno de los responsables directos y el “arquitecto” de la llamada “Solución Final” u Holocausto. Esta vez los judíos querían enjuiciar a su propio verdugo en Jerusalén, para que esa historia horrenda no se repitiera nunca más.

Lo examinaron 6 veces antes del juicio y no le detectaron patologías sicológicas. En los interrogatorios, Arendt veía en Eichmann a un hombre simplón, común y corriente, una persona que no piensa, a veces un estúpido que alardeaba de su poder, un burócrata de escritorio, que niega ser responsable de los actos de los que se le acusa pues simplemente obedecía órdenes, cumplía las normas, como un simple tornillo del engranaje de una cadena asesina. No le interesaba qué pasaba después de sus envíos, él no mataba a judíos directamente, ni parecía ser un antisemita fanático. Tanto, que Eichmann llegó a tener una amante judía y a ser sionista convencido.

Hannah era una apasionada por “comprender”. ¿Qué había sucedido y por qué? No le calzaba lo que veía y escuchaba de Eichmann con los millones de crímenes que había cometido. No se encontró con el monstruo que había imaginado. Ella le decía a su marido: “No puedes negar la enorme diferencia entre el horror inimaginable de los hechos y la mediocridad del hombre”.

Eichmann fue condenado judicialmente, colgado y cremado en Jerusalén.

Pero Arendt estaba interesada en hacer un juicio moral y comprender la causa real del mal horrendo que se había causado. Concluyó que la actuación de Eichmann y el Holocausto judío consistían en asesinatos masivos perpetrados sin emociones, sin consciencia, transformados en conductas administrativas rutinarias, burocráticas, irreflexivas, por nazis incapaces de pensar, deshumanizados por el sistema, “locos carentes de sentido de la realidad”. Lo sostuvo pese a que ella fue una víctima de los nazis. Lo llamó la “banalidad del mal”. El “mal extremo”, llega cuando perdemos la capacidad de pensamiento y de juicio.

Los judíos la criticaron ácidamente. La tildaron de fría, traidora, sin amor por su pueblo. La amenazaron y sus amigos se distanciaron. Pero Hannah, insobornable, no varió una coma de su juicio moral ni de lo que ya había escrito (“Eichmann en Jerusalén”).

Y nos volvemos a preguntar, ¿por qué –estando en las antípodas– pudieron tolerarse, comprenderse y amarse Hannah Arendt y Martín Heidegger hasta morir, ambos brillantes y gigantes del pensar del siglo XX?

Precisamente por eso: porque eran inteligentes, capaces de pensar y comprender, de reflexionar críticamente, de meditar, con autonomía e independencia.

¿Por qué Arendt fue capaz de alzarse a comprender el Holocausto, sublimando cierta tolerancia? Porque el pensamiento es noble, nos ensancha y engrandece, nos dignifica.

Probablemente la intolerancia y la tozudez son enfermedades propias de los tontos y los burros; y la comprensión y la tolerancia son privilegios de los inteligentes y los sabios. Como lo vimos en estos casos concretos.

Donde termina el pensamiento, la palabra y el diálogo, allí mismo comienza el mal y la violencia.

¿Y usted?, aquí y ahora. En este Chile tirante, cuya contingencia vertiginosa y omnipresente en los próximos meses podría crecer y dividirnos, embrutecernos y violentarnos, ¿de qué lado se pondrá? ¿Del lado de los intolerantes y tozudos? ¿Del lado de los tontos incapaces de pensar? ¿O estará del lado de los pensantes que buscan con inteligencia ponerse en los zapatos del otro y tratan de “comprender”, para reconciliarse con la realidad y construir desde ella? Sin capacidad de comprensión no hay forma de reconciliarse ni de pensar juntos.

Nadie le pide renunciar a su pensamiento, ni a sus principios, ni a su ideal. Solo se le pide razonar, comprender y tolerar, sin embrutecerse. Buscar con la palabra aquella paz indispensable para soñar y construir un Chile que sea posible y mejor para todos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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