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La Iglesia solo será ecológica si es feminista Opinión

La Iglesia solo será ecológica si es feminista

François Meunier
Por : François Meunier Economista, Profesor de finanzas (ENSAE – Paris)
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Hay una crítica feminista al dogma cristiano que es interesante escuchar, sobre todo en un momento en que la Iglesia católica se esfuerza por afrontar teológicamente la crisis ecológica. Porque ambas causas, la femenina y la ecológica, están estrechamente relacionadas, como sostiene una nueva generación de pensadores cristianos. 

Con la encíclica Laudato si’, la Iglesia dispone de un texto poderoso para pensar en el desafío ecológico en términos religiosos. Expone con fuerza la cultura de la sobriedad y la moderación, el respeto debido a nuestra casa común, la Tierra, y el estrecho vínculo que debe establecerse entre la ecología y la lucha contra la pobreza. En este aspecto, la Iglesia se adelanta a los muchos evangélicos, notablemente en los EE.UU., que siguen con su fijación de un Armagedón final hasta el punto de alegrarse de que la crisis climática pueda acelerarlo. Entre ellos abunda el negacionismo climático. 

La encíclica también da un paso importante para responder a la acusación formulada por Lynn White, un presbiteriano estadounidense y un gran admirador del franciscanismo, en un famoso artículo de 1967. Según este autor, el cristianismo ha construido una teología de la dominación del hombre sobre la naturaleza. Dios, en su absoluta trascendencia, creó al hombre a su imagen y semejanza y puso la naturaleza a su pleno servicio (Gn 1,26-28). White ve aquí las raíces de la crisis ecológica, ya que el hombre ha utilizado sin límites el privilegio que se le ha concedido. “El hombre –dice– participa en gran medida de la trascendencia de Dios en la naturaleza”. De ahí, en la otra cara de la moneda, un desarrollo científico y técnico sin parangón para explotar al máximo los recursos naturales. Frente a esta interpretación «despótica» del texto bíblico, por utilizar la palabra de J. Baird Callicott, la encíclica opone la interpretación de la «buena administración», que también puede leerse en los libros 2 y 3 del Génesis. Aquí, la visión es la de una naturaleza que nos ha sido confiada por Dios, a la que debemos ser fieles y cuidadosos administradores. Para muchos (ver Pablo Ortúzar, Román Guridi), esta segunda lectura es suficiente para desbancar a la primera.

Pero el avance es débil porque, incluso como administrador benévolo, el hombre sigue en una posición de dominio prepotente sobre los recursos naturales, al punto de llegar a lo que se llama el Antropoceno. La encíclica propone otra línea argumental, apoyándose en la figura de Francisco de Asís: aquí la naturaleza, en su infinita belleza y diversidad, es vista como un himno a la gloria de Dios, una naturaleza de la que somos parte íntima. Aquí es posible un pensamiento ecológico global. El «yo protejo el bosque» se convierte, en esta visión franciscana, en «yo soy parte del bosque y él y yo nos protegemos mutuamente». Con esta idea de que la naturaleza se convierte en el todo, se restablece un inmanentismo largamente olvidado en la teología católica, a riesgo de enfadar a ciertos círculos conservadores que ven en ello un peligroso deslizamiento hacia el abandono de toda trascendencia divina.

La doble ruptura provocada por el cristianismo 

¿Es esto suficiente? No, dice una creciente corriente de pensadores que son a la vez feministas y cristianos. Aquí vamos a considerar la posición dirimente de la joven filósofa francesa Émilie Hache. Según esta corriente, no es inyectando a san Francisco en el dogma que la Iglesia que es posible liberarse de las críticas de White. Si la encíclica fue capaz de mostrar que una tierra maltratada es también una afrenta para los pobres, el mismo puente debe establecerse entre la ecología y el feminismo. Para ello, no basta con dar a las mujeres el lugar que les corresponde en el gobierno de la Iglesia y romper con un patriarcado envejecido. Lo que se cuestiona es el dogma cristiano y su visión del mundo. El maltrato a las mujeres, como argumenta Hache, es parte de la depredación de la naturaleza. Veamos por qué.

Hablamos de la ruptura mosaica como el mayor cambio en la concepción religiosa: nace el monoteísmo. El Dios de Moisés es el Dios del pueblo judío, distinto y compatible con los dioses de los otros pueblos. Más tarde, surgirá la concepción de un Dios único, el Dios del universo, eliminándose todo politeísmo (ver Thomas Römer o Jan Hassman). Este llegará a ser un Dios todopoderoso, la figura de un monoteísmo monárquico y masculino. En ella, el hombre, un varón, ocupa el papel de virrey en su relación con la naturaleza.

Al introducir a Jesús en este plano teológico, sin embargo, investigaciones modernas ven una ruptura de importancia comparable: el relato de su pasión es simplemente la reaparición teológica de los antiguos mitos comunes a muchas religiones paganas del Oriente Medio. Jesús puede ser visto como un dios menor que muere y reaparece, y de este modo ser el avatar, y último en la línea, de muchos dioses o diosas, como Dumusi, Dionisio u Osiris, que tuvieron una aventura similar

Pero hay, según Hache, dos diferencias significativas entre estos dioses y Jesús:

  • Jesús no nació estrictamente de una mujer, fue engendrado por el Padre. María es, como mucho, una madre sustituta. Una mujer da a luz, no engendra (la palabra ‘engendrar’ es significativamente ‘to father’ en inglés). Los otros dioses mencionados están siempre vinculados a una mujer, hermana, madre o amante, Innana, Isis, Ariadna, Pandora, sin olvidar el mito de Lilith, la primera diosa. El Dios del judeocristianismo es porfiadamente masculino. Respecto de este Dios, las figuras femeninas desempeñan un papel menor.
  • Los dioses del paganismo están todos asociados a la fertilidad. Su mundo está fuertemente ligado a las sociedades agrarias, marcadas por el ritmo de las estaciones. Jesús, en cambio, no está en una relación de regeneración, en un ciclo continuo de muerte seguido de renacimiento. Jesús muere una sola vez y resucita para siempre. Y lo hace para redimir los pecados del mundo, es decir, para salvar a las personas. Su regreso a la vida ya no es una marca de la tierra fecunda, sino que sirve para escapar de ella para siempre.

Como la ruptura mosaica, la ruptura crística ratifica la desaparición de lo sagrado femenino al mismo tiempo que la dominación del hombre sobre la naturaleza. Es significativo que Dios se personifique en un hombre, Jesús, y no en un animal o un volcán o cualquier otro elemento natural… ni por supuesto en una mujer. Ya no se busca adaptarse al ciclo de una naturaleza de la que se forma parte, una naturaleza matriz; se busca, dejando de lado la naturaleza, salvar el alma. Ya no hay un sacrificio anual, marcado por el ciclo de la cosecha; el sacrificio es para siempre. La escatología cristiana dibuja una flecha del tiempo unidireccional, en la que el ser humano debe, al final de un camino rectilíneo, fundirse con lo divino, idea que vemos gemela a la del camino continuo del progreso, ya sea técnico o espiritual. En este sentido, estamos de acuerdo con la observación de Lynn White de que el cristianismo, por su antropocentrismo, es la religión del progreso, incluido el progreso científico, pero un progreso que conduce a esclavizar la naturaleza 

Por el contrario, el paganismo enfatizaba la fecundidad, la regeneración continua a través de la vida y la muerte. Este paganismo, que precedió al cristianismo, coexistió con él durante mucho tiempo. Por ejemplo, el Culto a los Misterios (Eleusis) se mantuvo muy activo durante gran parte de la Antigüedad, al igual que las sectas vinculadas a los textos cristianos apócrifos o a la Cábala. Fue Constantino quien retomó las riendas, vinculando el culto cristiano con el poder del Estado, para acabar con ellos. De la misma manera, la colonización cristiana de América acabó con muchos cultos que expresaban el mismo tipo de relación entre el hombre y la naturaleza.

Olvidando la parte femenina, asociada a la vida y a la fertilidad, no es de extrañar que la Iglesia haya menospreciado la sexualidad. San Pablo, que veía venir el apocalipsis muy rápidamente, desaconsejó el matrimonio a los nuevos conversos de la época: ya no era el momento. Es más, la sangre de Cristo, tan importante en el rito de la Eucaristía, es una sangre masculina. La sangre femenina, en cambio, fue considerada por mucho tiempo sucia e impura, pues se la asociaba a la menstruación y al parto (hasta el punto de que durante mucho tiempo a la madre no se le permitió asistir al bautismo de su hijo recién nacido). En cambio, esta sangre, así como el sexo femenino, fueron puestos en evidencia en ciertos cultos precristianos. De aquí que en el cristianismo la naturaleza no es ya una matriz fértil, sino un objeto puesto a disposición del hombre.

Hay, por supuesto, excepciones en los textos bíblicos. En estos también existe la noción de generación continua en el ciclo de la vida, por ejemplo, en la expresión de San Juan, el más apocalíptico de los evangelistas: «En verdad les digo: si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn, 12, 24). 

Para lograr un cambio ecológico completo, dicen las feministas, la Iglesia debe dar una respuesta teológica fuerte, que vaya más allá de la encíclica. Las consecuencias pueden ser perturbantes. Por lo menos, debe refrescar su dogma del pecado original y su corolario del Juicio Final, de los que se escucha cada vez menos. Debe casar la noción de salvación con la de regeneración. Sería peligroso, ante la crisis ecológica, volver a un discurso milenarista, del fin del mundo, y restaurar así la escatología a su forma más anticuada. La Iglesia debe abrirse al aporte que pueden dar las culturas precristianas por lo que puedan aportar, tanto en términos ecológicos como de género. Esto debiera ser posible en países como Chile que cuentan con culturas originarias afines a los ciclos de la naturaleza. Un segundo paso, aún más audaz, sería revisar los términos que expresan el dogma trinitario de Dios. En este concepto debiera ser posible integrar lo femenino como lo hacía, por ejemplo, el culto a Isis/Osiris.”

Una propuesta más realista sería enriquecer el concepto de la Eucaristía: más que sangre de la Alianza, más que un voucher para la vida eterna, podría subrayar su dimensión más terrenal y dionisiaca. También ella radica en la naturaleza, en el vino, de un modo semejante a Dionisio, el dios de la fertilidad y del vino.

¿Debemos seguir a nuestras feministas hasta este punto? Este es un tema de debate, pero un debate que debe llevarse a cabo si el cristianismo quiere ser una religión en plena sintonía con el desafío ecológico y, por tanto, con su tiempo. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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