Estar en los zapatos del responsable de la campaña comunicacional de Gabriel Boric no debe ser una tarea grata. Con seguridad está sintiendo la presión del entorno por dar con esa tecla que permita dar vuelta el partido en los últimos minutos. Desde fuera, el peatón lo ve como algo fácil, hasta glamuroso. Pero quienes han participado en las entrañas de los círculos de hierro de la política saben que los caminos, siempre plagados de buenas intenciones, se reducen a poco más de dos: el innovador-rupturista, cuyo riesgo es alto; y lo probado-efectivo, cuyo riesgo es tan bajo como aburrido. Aquí, no hay margen para el palo de Pinilla, porque se enfrenta una encrucijada que podría tener efectos en el destino de los próximos años de la república.
En ese contexto, se espera mucho –tal vez demasiado– del poder de la comunicación, como si se tratara de fórmulas mágicas que pueden alterar la trayectoria de un evento, o, simplemente, cambiar actitudes culturales en un santiamén. La realidad es totalmente opuesta. Dichos cambios en el terreno electoral pueden tardar años, y en ellos, no solo influyen las variables comunicacionales. Lo sabe el candidato Kast, que viene trabajando en el objetivo por llegar a La Moneda desde que dejó de asistir a la Cámara de Diputados (hagan cuentas), montado en una pragmática estrategia que contiene trazas tanto de Steve Bannon (el paralelo entre el muro y la zanja es ridículamente evidente) como de Juan Carlos Monedero en su libro La Izquierda que asaltó el algoritmo, toda una referencia para el Podemos de España. Lo cierto es que su avance es evidente hasta hoy. Concedámoselo. Preocupémonos.
Históricamente, el balotaje ha supuesto la evaluación de los mensajes de la campaña. En concreto, un intermedio para ajustar tuercas o cambiar piezas con la urgencia de quien está en el ojo del huracán. Hay mucho espacio para equivocarse. En general, las evaluaciones de la primera parte de la elección basan sus argumentarios en frases tipo “no comunicamos con suficiente fuerza nuestro mensaje” o “no estamos llegando con claridad al centro”. Y del centro a la clase media, las joyas de la corona de la política electoral, solo hay un paso. Se instala entonces la obsesión por hablarle al sujeto despolitizado, al que pase lo que pase se “tiene que levantar a trabajar”, al Chile que madruga, al que cree que la política no sirve para nada: tarea compleja.
El punto es que, si no se gana en primera vuelta, la culpa es de la comunicación. Lo supo Marco Enríquez-Ominami en la campaña de Ricardo Lagos en 1999. Extraoficialmente, el concepto “Crecer con Igualdad”, demasiado rojizo hace 20 años, fue el responsable de ir al balotaje. Y de lo conceptual y distintivo, se pasó al recocido mensaje del “Chile, mucho mejor”, especie de prosecución pastiche del “Chile, la alegría ya viene”. Un recocido que apuntó a la moderación de los cambios, algo que resulta desoladoramente conocido en 2021.
Esa es la hebra que sigue esta reflexión: la existencia de un repertorio –finito– de mensajes, conceptos, ideas fuerzas y formas expresivas que guían las campañas de las segundas vueltas. Innovaciones, las justas. La de Lagos 1999, por ejemplo, pretendió sacar brillo a su experiencia como ministro, particularmente, como jefe de la cartera de Obras Públicas, punta de lanza del concepto “progreso”. Así, en la propaganda se observan imágenes de la geografía nacional, donde aparecen sobreimpresos bocetos a mano alzada de puentes, viaductos y carreteras, mientras la firme voz en off del candidato narra un texto lleno de épica.
Dos elecciones más tarde (Michelle Bachelet II), aparece una versión acuarelada del recurso, donde la gran obra pública da paso a la significativa obra a escala de barrio (canchas, bibliotecas, viviendas) algo que resultó pertinente con el sello de su administración. Pasamos del estadista lejano a la Mandataria cercana y empática. Todo con el mismo espíritu cosista de la gráfica animada.
Pero si se trata de redundar, el agro es un tema donde se puede rascar votos a golpe de subvenciones. La interpelación al sector agrícola es un comodín de segunda vuelta que opera desde Lavín en 2000, cuando señalaba que había nacido en el campo y sus padres “viven en el campo”, poderosas razones para comprobar el arraigo y la pertenencia de acuerdo con el candidato de la Alianza por Chile. Por su parte, Ricardo Lagos prometía “futuro”, para un campo donde “están nuestras raíces”, y ser azote de la competencia “desleal” que viene de afuera. Curiosa consigna, después de tanto tratado de libre comercio.
Sin duda, la palma de la reiteración es el combate a la delincuencia. La recurrencia asusta porque significa que en 30 años los avances son inexistentes, a pesar de las promesas lanzadas a los cuatro vientos. Desde la racionalidad de Lagos, que sería implacable con los “apatotados”, a la vehemencia de un Piñera gritando desencajado que a los delincuentes se les acabarían el recreo y la fiesta, sentencia publicitaria falaz que terminó por jugarle en contra en su segundo mandato.
La evidencia de las segundas vueltas ofrece un panorama propagandístico basado más en lo que entendemos por una caja de herramientas que se mueve en el clásico eje izquierda – derecha, que en riesgos innovadores o propuestas creativas. El repertorio de temas que se utiliza es acotado y va pisando huevos por todo el espectro de los públicos posibles. Siempre intentando no incomodar. Está por verse qué pasará en el balotaje del 19 de diciembre. Aún hay campaña que crear y por la que creer, más allá de la zanja Kast o del árbol del ciudadano Boric.