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Segunda vuelta en Argentina: espanto versus indignación Opinión Juan Domingo Perón y Eva Duarte. Imagen: DW

Segunda vuelta en Argentina: espanto versus indignación

Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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La dinámica política se articuló en torno al clivaje peronismo y antiperonismo, su doble opuesto. Así “nunca existió el peronismo sin su contrario: el antiperonismo. El peronismo no habría surgido sin los rasgos específicos del antiperonismo”, plantea Grimson.


Una de las democracias más resilientes en la región de los últimos cuarenta años, capaz de resistir cuatro rebeliones carapintadas (militares) entre 1987 y 1990, varias recesiones económicas y un estallido social en 2001 –“que se vayan todos”–, va a tener una de sus pruebas cruciales en el balotaje de fines del próximo mes. Podría ser la renovación o fin de un largo ciclo político de ocho décadas en Argentina, cuando el golpe del Grupo de Oficiales Unidos (GOU) derrocó el gobierno de las elites tradicionales –tanto en su versión de democracia restringida como de dictaduras militares–, que a la postre originaría una cultura política derivada de la promesa de redimir a la sedimentación de frustraciones y exclusiones sociales, bajo el ícono del teniente coronel Juan Domingo Perón.

Es la travesía de un país con cinco golpes de Estado durante el siglo XX (1930, 1943, 1955, 1966 y 1976) –una República Pretoriana según Rouquié (1984)– que desde fines del siglo XIX se había convertido en una potencia económica agroexportadora, con un producto interno bruto que atrajo a millones de inmigrantes de Europa del Sur, Central y del Medio Oriente, y que con la depresión de 1929 entró en una profunda crisis.

Marcada por el justicialismo parido entre 1945 y 1946, con una historia partidaria que llevó tres veces a Perón a la Casa Rosada, así como a Cámpora, Menem, Duhalde, Kirchner, Cristina K y Fernández, perdiendo apenas tres elecciones presidenciales (1983, 1999 y 2015), se consolidó un estilo populista polivalente de liderazgo mesiánico y refundacional, que desafiaba al republicanismo liberal y su división de poderes, planteando una democracia hegemónica con rasgos plebiscitarios frente al pluralismo representativo de los partidos.

La dinámica política se articuló en torno al clivaje peronismo y antiperonismo, su doble opuesto. Así “nunca existió el peronismo sin su contrario: el antiperonismo. El peronismo no habría surgido sin los rasgos específicos del antiperonismo”, plantea Grimson (2019).

Y aunque puede establecerse que históricamente ha buscado representar a las “zonas bajas” (Ostiguy, 1997), lo popular, así como lo nacional y el tercermundismo –a excepción del menemismo–, hoy al Sur Global, también ha sido sensible a vanguardias y tendencias externas, como expresan sus facetas corporativistas católicas (Primer Perón), esotéricas (López Rega), neoliberales thatcheristas (Menem) y ola rosadistas (Kirchner), participando algunas de sus facciones de experiencias tan disímiles como la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) o la juventud setentera de la Nueva Izquierda (Montoneros).

En la historia reciente, la democracia argentina gozó de cierta excepcionalidad respecto de otros regímenes civiles que nacieron de pactos políticos con los gobiernos autoritarios. La guerra de Las Malvinas impuso la salida del alto mando castrense del poder, por lo que, sin una revolución social, se instaló una transición por ruptura, sin autonomía militar. Un liderazgo carismático, el de Raúl Alfonsín, ensayó la superación del clivaje tradicional mediante el fin del discurso adversarial amigo-enemigo y su reemplazo por un eje democrático de reconciliación sobre la violencia de la dictadura.

Pero el clivaje anterior permaneció, siendo bautizado por el periodista Jorge Lanata como “la grieta” hace más de una década, eso hasta las primarias de agosto, cuando el economista Javier Milei retó desde fuera a la vieja fractura, reemplazándola por otro socavón. Milei “echó al mismo saco” al liderazgo peronista y antiperonista, tildándolos de “casta”, tal como lo hiciera Pablo Iglesias con la diarquía Socialista/Popular en España.

Con ello, escenificó al malestar de una parte del electorado agotado de las batallas sin cuartel entre peronistas y sus detractores, culpando a unos y a otros de la debacle argentina, sin dejar “títere con cabeza”. Por lo tanto, los dardos de su relato –la interpretación de los hechos que intenta adquirir predominancia social– fueron más allá de Perón, como dejó claro en su discurso de cierre de campaña, cuando aseguró que la declinación argentina había empezado 107 años atrás, refiriendo tácitamente al gobierno del radical Hipólito Yrigoyen, que en 1916 comenzó un proceso de inclusión cívica.

Para Milei, su Arcadia Dorada es indiscutidamente la Argentina de fines de siglo XIX y principios del XX, con un Estado ultramínimo, ordenado sobre una jerarquía de estricta meritocracia y escasos derechos sociales: “La ley de la selva”, para Sergio Massa. Milei adobó su visión con toques calculados de provocación, como su adhesión a la teoría de los dos demonios, que responsabiliza de la Guerra Sucia de igual manera a la dictadura militar y las organizaciones extremistas de izquierdas.

Es lo que Stefanoni (2021) llama el antiprogresismo y anticorrección política de las nuevas ultraderechas, que en Argentina lograron conectar con una parte del electorado agobiado de una estrechez económica que contrasta con los millones danzantes de la corrupción de la clase política. El malestar, aquella sensación de hartazgo que protagonizó el estallido del bimilenio y que se decantó por un populismo social de clase media en 2003, como en otras latitudes, en parte fue a parar a una posición contraria.

De ahí que Milei jura que impartirá “otra justicia”, no la social, sino que la que supone la expulsión de los políticos de siempre –cual estallido–, tenidos por demagogos y “encantadores de serpientes”. Aunque, claro, en este derrotero converge con el capital transnacional y otros poderosos menos visibles para los indignados que representa. Sin embargo, la sensación de incertidumbre que genera un candidato que se autodefine como liberal libertario, y que otros definen como anarcocapitalista, reanimó al oficialismo de Sergio Massa (sin olvidar las medidas económicas, como subvenciones, que su cargo de ministro de Economía le permite).

Sectores beneficiados con políticas de los últimos años, el sindicalismo oficialista, organizaciones sociales que representan a segmentos precarizados, así como los empresarios nacionales, se cuadraron con el candidato que una vez militó en las filas del menemismo y después en el kirchnerismo de Néstor, antes de distanciarse de Cristina Fernández y de la juventud de La Cámpora, para arribar al peronismo federal más conservador.

La cuestión es que una parte de las clases medias, e incluso del agro, escuchó al peronista confirmando los dichos del expresidente uruguayo Pepe Mujica, quien vaticinó que Massa podía ganar, incluso siendo el responsable económico de un gobierno con espiral inflacionaria, simplemente por “el peronismo. Ese animal existe, es una mitología que tiene el pueblo argentino”.

La tradicional oposición antiperonista se volatilizó y, probablemente, se dividirá en el balotaje, con lo cual en cualquier caso se cumplirá la sentencia borgeana de “unión no por amor, sino por el espanto”, ya sea para votar al actual eslabón de una cadena de hegemonía política de los últimos ochenta años o favorecer al candidato antipolítico y ultraneoliberal.

Como siempre, la amplia clase media argentina, aquella que adquirió potencia política y cívica bajo los gobiernos radicales de los primeros decenios del siglo XX y que fue engrosada por la redistribución de mediados de la centuria pasada del primer peronismo, tendrá la palabra definitiva el domingo 19 de noviembre.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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