
El dilema de la migración: ¿un debate posliberal?
En definitiva, la migración es un problema político complejo que no debe ser reducido a una dialéctica tolerancia-intolerancia.
Hace algunas semanas, se desató una polémica entre el vicepresidente Vance y la cúpula de la Iglesia católica estadounidense motivada por la nueva política migratoria en aquel país. Aunque no se trata de un debate nuevo, tuvo un aspecto llamativo: el centro lo constituyó la pregunta por si es propio de un buen cristiano promover como gobernante las deportaciones de inmigrantes ilegales. Este giro discursivo fue catalogado por Adrian Vermeule como un signo del ingreso a un orden posliberal.
Sin profundizar en las implicancias de esta afirmación, me parece interesante analizar hasta qué punto la deriva del debate contribuyó o no a una mejor comprensión del problema. La crítica de los obispos se apoya en una interpretación irrestricta del mandato de la caridad: todo ser humano es sujeto de igual dignidad y, por ende, no sería correcto hacer acepción de personas al momento de asistir a un necesitado.
Frente a ello, Vance respondió aludiendo al teólogo Agustín de Hipona, quien, bajo el concepto de orden del amor, advertía que, aunque cada cristiano debe amar a todos por igual, su carácter finito le impide poder ayudar efectivamente a todos y cada uno, por lo que debe cuidar especialmente de aquellos más cercanos: familiares, vecinos y conciudadanos.
Esta posición fue discutida, entre otros, por el propio Papa Francisco, al recordar en una carta la célebre parábola bíblica del Buen Samaritano. Aunque esta no se ajusta con precisión al problema migratorio, ya que en ella es el extranjero el que ayuda al local, la idea es mostrar que el “prójimo” no es necesariamente alguien que esté vinculado familiar, étnica o territorialmente a mí: “El amor cristiano no es una expansión concéntrica de intereses que poco a poco se amplían a otras personas y grupos”, sino un “amor que construye una fraternidad abierta a todos, sin excepción”. Por ende, el orden del amor no sería una estructura fija sino algo fluido y atado a las circunstancias.
Parecería entonces que las circunstancias desventajosas del inmigrante en busca de un futuro digno lo colocarían como sujeto preferente de la caridad, especialmente para aquellos que viven en la prosperidad de la principal potencia económica del mundo desarrollado.
Pero ¿son las circunstancias de las deportaciones tal como las describe Francisco? Podría alegarse que entre los migrantes hay quienes ostentan un importante registro criminal. Si bien es malicioso asociar indefectiblemente la condición de migrante con la criminalidad, tampoco es correcto acoger a todo extranjero sin importar su comportamiento. No solo hay un “derecho de una nación a defenderse y mantener a sus comunidades a salvo de aquellos que han cometido crímenes violentos o graves mientras están en el país o antes de llegar” como reconoce el Papa, es un deber del gobernante.
Pero, además, un análisis completo nos obliga también a observar qué es lo que ocurre en el país de acogida. ¿Acaso los Estados Unidos son un edén social sin problemas? No: una parte no despreciable de sus ciudadanos se sume en una crisis social en la que la falta de oportunidades laborales y de estímulos culturales y educativos ha llevado al desarrollo de un modo de vida autodestructivo asociado a las adicciones y la violencia.
Vance lo sabe bien porque él es uno de ellos. Nacido y criado en una familia de hillbillies, experimentó en carne propia las deudas de distintos gobiernos para con esa parte de la ciudadanía. Ante esto, ¿a quién debe el gobernante dirigir los siempre limitados recursos? ¿Quién es el prójimo que debe ser puesto en primer lugar? ¿Sería bueno el samaritano si, por ayudar al extraño, hubiese abandonado en la miseria a su propio hermano? ¿Sería ordenadamente caritativo el gobernante si enfoca sus políticas sociales en la promoción de la inmigración, relegando a sus connacionales?
Estas preguntas solo pueden resolverse desde un juicio prudencial que atienda a la universalidad de la caridad y a la subjetividad de las obligaciones de un ser finito, tal como lo plantea Vance: no se trata tanto de a quién quiero ayudar (que debería ser a todos) sino a quién debo ayudar.
En definitiva, la migración es un problema político complejo que no debe ser reducido a una dialéctica tolerancia-intolerancia. Antes bien, debe incluir la dimensión moral: la pregunta particular por el bien y el mal. En este caso, la irrupción de conceptos de la moral cristiana puede ayudar a contrastar mejor las posturas en torno a un asunto ideológicamente vapuleado.
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