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Aire limpio, decisiones valientes Opinión

Aire limpio, decisiones valientes

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Marcelo Mena
Por : Marcelo Mena Ex ministro de Medio Ambiente.
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Hoy el transporte en Santiago tiene una menor emisión per cápita que antes. Pero aún hay tareas pendientes. La leña está prohibida en zonas urbanas, pero esa contaminación sigue ingresando desde áreas rurales cercanas.


Recuerdo una vez que vine de Villa Alemana a Santiago durante mi adolescencia, por vacaciones de invierno, a principios de los 90. Volví con una crisis de asma terrible y una tos que no se me quitó por semanas. Entonces, la contaminación en Santiago era cuatro veces superior a la actual.

Hoy hemos logrado una reducción significativa de esa contaminación gracias a decisiones que, aunque impopulares en su momento, pusieron la salud por sobre el cálculo político. ¿Cómo serían recibidas hoy esas mismas decisiones en un clima marcado por el populismo?

Prohibimos las chimeneas abiertas. Se restringió el uso de estufas a leña, se vetaron las quemas agrícolas en invierno, y se tomaron medidas que afectaron incluso a las industrias. Se retiraron los buses contaminantes y se implementó la restricción vehicular para vehículos sin convertidor catalítico. En esa época, aunque hubo críticas, primó la conciencia de un bien común. Como resultado, la contaminación bajó en 75% y la economía chilena se multiplicó por ocho. Se demostró que desarrollo y descontaminación no solo son compatibles, sino que se refuerzan mutuamente.

Pero el crecimiento del parque vehicular, de la ciudad y de las actividades económicas exigió nuevas medidas. A la industria se le exigieron combustibles más limpios y, aunque hubo retrocesos como cuando se perdió el suministro de gas natural argentino–, se logró avanzar con iniciativas como el Transantiago, que introdujo por primera vez los filtros de partículas en buses.

Sin embargo, un gran contaminante como la leña siguió presente y empezó a neutralizar muchos de los avances logrados. En 2014 se dio un nuevo paso con la actualización de la norma ambiental. Bajo la antigua norma, solo se registraron dos episodios críticos en 2013. Con la nueva, esa cifra habría sido de 90. Esto reflejaba no un aumento de la contaminación, sino una medición más realista del riesgo a la salud.

También se comenzaron a tomar medidas sobre sectores postergados, como las máquinas fuera de carretera, que antes ni siquiera se medían. Se impuso una nueva restricción vehicular que permitió renovar el parque automotor casi por completo, reduciendo la exposición a contaminantes durante los meses más fríos.

Hoy el transporte en Santiago tiene una menor emisión per cápita que antes. Pero aún hay tareas pendientes. La leña está prohibida en zonas urbanas, pero esa contaminación sigue ingresando desde áreas rurales cercanas. La experiencia en ciudades como Rancagua, donde se prohibió por completo la leña en zonas urbanas, demuestra que la medida tiene impacto incluso en el aire de Santiago. En la RM, esta medida ya debiera haberse aplicado según el actual plan de descontaminación, pero han pasado siete años desde su entrada en vigor y seguimos atrasados.

Además, debemos superar ciertos mitos. Desde la masificación de la climatización eléctrica, esta se ha transformado en el sistema de calefacción más barato frente a la leña formal. Por lo tanto, decir que la calefacción a leña es una necesidad social es, hoy, una exageración. Los programas de recambio han permitido sustituir unos 10.000 calefactores al año, pero en paralelo el sector privado ha instalado más de 2,4 millones de equipos eléctricos en los últimos cinco años. Muchos de ellos están hoy en los hogares de quienes leen esta columna. Y se hizo porque era más barato.

En Santiago, el uso de leña no solo es una fuente gigantesca de material particulado, sino también una fuente importante de metano un potente gas de efecto invernadero y de carbono negro, que agrava el calentamiento global y acelera el derretimiento de glaciares. Incluso si asumimos que la leña es renovable, lo que no está garantizado, su impacto en emisiones puede ser comparable al de un vehículo particular: entre 2 y 5 toneladas de CO₂ al año.

En contraste, la electromovilidad ha demostrado ser un sistema virtuoso: menos consumo energético, menor dependencia del petróleo y menos contaminación. La flota Red de Santiago lidera a nivel mundial (fuera de China) en buses eléctricos. Los vehículos comerciales, que recorren en promedio 80.000 km al año, ya pueden operar con electromovilidad. Y lo mismo ocurre con taxis y colectivos. Hoy, cerca del 4% de los autos nuevos en Chile son eléctricos.

Para seguir avanzando, se requiere una zona de cero emisiones que incentive aún más esta transición. Actualmente, los vehículos comerciales no pagan impuesto verde, ni IVA, ni el impuesto específico al diésel. Una redistribución de estos beneficios podría equilibrar el terreno de juego, sin costo fiscal, y acelerar la descontaminación. Hoy el 70% de las emisiones del sector transporte proviene de vehículos diésel livianos: camionetas y furgones incentivados erróneamente en zonas urbanas como Santiago, como si fueran caminos rurales.

Por último, debemos entender que nuestras normas ambientales actuales ya no bastan. Llevan más de una década sin actualizarse, mientras la OMS ya ha endurecido sus recomendaciones. Si queremos proteger la salud de las personas y enfrentar el cambio climático, necesitamos un nuevo plan de descontaminación con estándares modernos, decisiones valientes y el mismo compromiso que tuvimos en los años noventa. Entonces, logramos respirar mejor. Hoy, podemos volver a hacerlo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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