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Ley Antiterrorista, ¿una necesidad real o un discurso político? Opinión Archivo

Ley Antiterrorista, ¿una necesidad real o un discurso político?

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Nelson Salas Stevens
Por : Nelson Salas Stevens Abogado penalista.
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Insistir en perfeccionar una ley que ha demostrado no solo ser ineficaz, sino también inadecuada para enfrentar el fenómeno que pretende regular, es un ejercicio más político que jurídico.


Uno de los persistentes defectos en nuestras democracias latinoamericanas, en especial en la chilena, es la preocupante tendencia a centrar el debate público y legislativo en problemas de alta resonancia mediática, muchas veces más simbólicos que reales, en desmedro de aquellos estructurales que afectan, de forma directa y cotidiana, a la gran mayoría de la población.

Esta lógica, tan propia de nuestra cultura, se manifiesta con frecuencia en los debates presidenciales, donde la mayoría de las consultas giran en torno a cuestiones de interés marginal, como la adopción homosexual o el aborto, por sobre necesidades urgentes relacionadas con políticas públicas transversales como son la educación, el crecimiento económico y la salud pública. Esta misma dinámica lamentablemente se replica en nuestro ámbito legislativo penal.

Un caso paradigmático es la frecuente insistencia en reformar y aplicar la denominada “Ley Antiterrorista”, como una especie de solución mágica ante fenómenos de violencia particulares, por no decir exclusivos, ligados a cierta parte del país, ignorando, como lamentablemente suele ocurrir, el problema de raíz.

El derecho penal por definición es una herramienta reactiva, no preventiva. Su función es sancionar conductas ilícitas ya ocurridas, no impedir que las mismas ocurran. Pretender que una ley penal, por más severa que sea, disuada o resuelva conflictos estructurales, es desconocer la naturaleza misma del derecho penal. No hay evidencia empírica de que las sucesivas reformas a la Ley Antiterrorista hayan tenido efectos disuasivos significativos sobre la violencia en la macrozona sur. Por el contrario, su uso ha exacerbado la percepción de criminalización del conflicto indígena, alimentando el resentimiento y profundizando la desconfianza hacia el Estado.

La Ley 18.314, promulgada en 1984 en el contexto de la dictadura militar, paradójicamente, y al igual que en su forma actual, dirigida también a un determinado grupo de personas, ha sido reformada en múltiples ocasiones, siendo sus últimas modificaciones la de 2019 y la de febrero del presente año. Sin embargo, pese a sus múltiples reformas, si algo resulta característico de esta ley, es su escasa y polémica aplicación, objeto de severos cuestionamientos tanto nacionales como internacionales.

Cabe recordar que organismos como la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Relatoría Especial de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas han calificado esta legislación como “selectiva”, dirigida casi exclusivamente contra personas mapuche, particularmente líderes, en contextos de protestas por reivindicación territorial.

Por otra parte, desde el punto de vista técnico, quizás la crítica más severa a la norma radica en su precaria técnica legislativa, con definiciones vagas del tipo penal, ambigüedad en los elementos subjetivos e incorporación de presunciones que, a mi parecer, podrían incluso comprometer garantías fundamentales del debido proceso, como la presunción de inocencia y los principios de legalidad y taxatividad.

Pero, más allá del mal diseño legislativo, considero esencial preguntarse si, en realidad, ¿es el derecho penal, y particularmente, una ley de carácter excepcional dirigida a un grupo específico, el instrumento idóneo y necesario para dar solución a un conflicto tan antiguo como nuestra nación?

A ello se suma un problema aún más profundo, la priorización legislativa. Mientras la violencia rural se aborda con leyes especiales, los delitos que realmente afectan a la mayoría de la ciudadanía, como los homicidios, portonazos, encerronas, el narcotráfico o la proliferación de armas de fuego, se dejan de lado, bajo la falsa sensación de que el legislador ha cumplido una vez más su misión al reformar la “Ley Antiterrorista”.

Según datos del propio Ministerio Público, entre 2019 y 2024 los homicidios en Chile aumentaron en más de un 40%, y el tráfico de armas ilegales se ha incrementado y extendido a regiones que hasta hace pocos años eran ajenas a estos fenómenos. La ciudadanía, y me refiero en términos generales, no solo a la de La Araucanía, percibe una inseguridad creciente no por ataques incendiarios en zonas rurales, que, si bien son graves, son focalizados, sino por la expansión del crimen organizado en zonas urbanas, la impunidad estructural y, sobre todo, por la incapacidad de nuestras policías y del sistema penal para dar respuestas eficientes a los delitos comunes.

En definitiva, insistir en perfeccionar una ley que ha demostrado no solo ser ineficaz, sino también inadecuada para enfrentar el fenómeno que pretende regular, es un ejercicio más político que jurídico, que una vez más refleja nuestra constante y preocupante tendencia de hacernos cargo antes de los problemas simbólicos que de los reales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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